Planos de lo real (Juego de cuentos sobre la obra de José María Velasco)
1) Afuera del cuadro: Necesitas un mirador para pintar un cuadro de la naturaleza. Siglo XIX, Edo. Mex.:
Se paró en medio del camino. Bajó del caballo sin decir algo al niño que lo acompañaba. El niño, que caminaba desde hacía horas detrás de él, no preguntó tampoco nada. En realidad no iban juntos. Es decir, estaban juntos en ese viaje, pero no se conocían. Al salir de Temascalcingo, el hombre volteó hacia atrás y se percató de que lo seguía. Vio al niño ahí, andando con huaraches rotos y suciedad en la piel. No le dijo nada que lo invitara a seguir; no hizo nada tampoco por dejarlo atrás.
Y ahí estaban ahora, en medio del camino. El valle hacia abajo, la bruma en la distancia con rieles e indios construyendo el nuevo tren. Eligió un lugar donde el pasto estuviera suficientemente mullido. Abrió el ánfora y sacó sus materiales. Una hoja, pequeña, amarillenta, y un carbón; una libreta fina y una pluma de ave, tinta. Vio las líneas que el paisaje pintaba en el aire. Iba a estar toda la tarde ahí. El niño, parado a unos metros, lo veía fijamente sin emitir sonido alguno.
Comenzó por la pluma. Cerró un momento los ojos y de un respiro profundo inhaló el aire del monte. Describió capas, describió hojas y peces, aunque ahí no había ninguno. Describió también algunos pájaros que vio en sus sueños. Un bestiario crecía en cada viaje. Una obra genial, un tributo a la imaginación refinada de la época, a las posibilidades. Su mente se exaltaba ante los elogios por venir. Y a su espalda, el niño lo veía. Se habría olvidado ya de él, de no ser por un olor a sudor que le parecía detectar cuando un refilón de viento le tocaba la nariz. Ligero, agrio.
Después de un par de horas de delinear cimas y animales hermosos, el hombre tomó un pedazo de pan y bebió vino hasta sonrojarse. Comió queso y jamón y, para terminar, una magdalena: «una malena», como le decía la nana ya viejísima que rondaba aún por la hacienda. Satisfecho y feliz, comenzó a reclinar la espalda para tomar una siesta cuando una visión desagradable turbó su paz. El niño seguía parado en el mismo lugar, en silencio. Ni siquiera su respiración fuera perceptible. La imagen alejó la modorra e incluso le revolvió un poco el estómago. El hombre no le dijo nada, para qué.
Un poco turbado aún, tomó la pluma y comenzó a describir un ajolote. Un ajolote en primera fase en un río. Los caminos de la pluma siguieron su propio rumbo y, además de una historia hermosa, dibujó con detalle cada parte del animal. Una disección científica hecha sólo con la memoria. Recordó entonces a un muy querido amigo que alabó, tan solo un día antes, su multiforme ingenio. Con el pecho henchido, miró hacia el valle.
El sol comenzaba a tomar la dirección de sus ojos y tuvo que voltearse para evadir su luz. Allí estaba de nuevo la figura pero, ¿por qué no se movía? Llevaban horas en el lugar. Tenía que sentir algo: cansancio, hambre, algo. El hombre se encolerizó. No podía entender por qué lo miraba. Le dedicó un segundo: no, no lo reconocía. El niño lo veía sudando, ahí mismo, sin acercarse, sin decir nada. Más cólera: por qué no se sentaba, por qué no limpiaba el sudor de su sien y, de paso, cómo podía recorrer los caminos con los huaraches rotos, tan rotos que no eran más que jirones de cuero.
No tenía intención, ni finalidad. La luz disminuía pero quedaba tiempo aún para un cuadro más. Quiso volver a uno de sus elementos favoritos: el Iztaccíhuatl. Tomó la pluma y comenzó a detallar con voz exaltada la elegancia de las capas de aire acariciando la suave piel del volcán. El carbón bailaba a la par de las palabras con trazos lentos y rotundos. El vals del arte, la luz crepuscular, el aire puro… No, el aire no era puro. Ahí estaba el olor. Ahí seguía la figura.
Se levantó de un brinco, esta vez determinado a acabar con la situación. Ya enfrente del niño, sin decir palabra alguna, lo tomó de las axilas y lo alzó con asco. Estaba a punto de lanzarlo, cuando lo vio de frente, a los ojos. Algo en su memoria se activó. Algo lejano y difuso. Su estómago se agitó violentamente y el cuerpo se le arqueó hacia adelante, autónomo. El niño cayó al suelo con un sonido sordo, como de bulto. El contexto empezaba a teñirse con un cariz de irrealidad. Ante el recuerdo, cada vez más claro, el tono rojizo del valle se difuminaba rápidamente.
Despertó. No sabía cuánto tiempo había pasado. Posiblemente poco, a juzgar por la luz. Se irguió con dificultad y constató que sus preciados objetos aún estaban ahí. Tenía un poco de sangre en una mejilla, pero aparte de eso, todo parecía estar bien. El aire recuperaba su fragancia a hierba y polvo. Montó su caballo y miró por última vez el valle. Entre penumbras se percibía poco, pero el artista notaba aún la belleza. Sensible como era, cada poro se exaltó pensando las líneas por crear. Su ánimo se llenó de felicidad renovada y comenzó el camino a casa, dispuesto a seguir creando obras maestras.
2) Primer plano. También hay detalles que resaltan, por ejemplo, las serpientes. Principio del siglo XX. Edo. Mex.:
El día está lleno de furia. Sol furioso y tierra volando en el aire, en torbellinos. «No se puede confiar en las mujeres. No se puede. Un minuto y ya estaba hablando con él. Vi en sus ojos rastreros el brillo. Lo negó todo pero yo sé que el maldito brillo estaba ahí».
Con la rodilla en el suelo, Tifón tiembla en medio de un camino de piedra y hierbajos. Ya la tiene. Toma la serpiente por debajo de la cabeza, aprieta con la otra mano la cola. Oprime, la estrangula con todas sus fuerzas. «El tintineo en su voz y su coquetería de puta». Lleva la cabeza de la serpiente a una roca. Con la mano libre coge una piedra y pega con fuerza. Luego remata triturando los sesos. El cuerpo acéfalo se sigue moviendo en el suelo y el polvo dibuja curvas bajo la línea zigzagueante.
Tifón recuerda en sus movimientos a la mujer, cada vez más débil bajo sus manos. Ve sus ojos inyectados de sangre. El cadáver deja de moverse. «Yo te vi, puta, te vi. A mí no me haces pendejo». Tifón transpira por cada poro, el cabello se le pega a la cabeza en líneas saladas. Entre sus temblores cree ver el cadáver que empieza a perder densidad. Escalofríos. La recuerda de nuevo ya con el cuerpo como de víbora, suelto y extendido sobre el suelo. La cabeza le palpita y los ojos se opacan con manchas de luz. Hace un esfuerzo por abrirlos y entrevé entonces plumas, plumas blancas, plumas que flotan y se desprenden. Zonas de claroscuro, dolor intenso en la cabeza y luces. Ve el cuerpo manchado: ahora se desintegra y se dispersa en el aire. Luego, el aire mismo desaparece. El paisaje se extingue bajo sus ojos cerrados. No queda nada más sobre el suelo que las huellas que la muerte ha dejado detrás, y Tifón, recostado en forma de ovillo, respirando cada vez más suave.
3) Segundo plano. Y en medio el vacío.
4) Tercer plano. Atrás, los volcanes: La mujer dormida. Siglo XXI. Edo. Mex.
Lerma hierve a esta hora. Lázaro toca la pierna con sus manos callosas. Los últimos años le ha dado por acariciar algunos lugares en especial. Le encantan las axilas y las piernas, pero lo que más le gusta es el ombligo. No sabe por qué, pero no se puede resistir al ombligo chiquito y redondo de una mujer. Para allá suben sus dedos cuando escucha el grito. «Ándale, cabrón, échala ya al río. Viene el jefe de regreso y todavía faltan tres más».