Tierra Adentro

Comienza el partido con mucha expectativa de los convidados, tensión, atención, emoción. En mí, sólo encuentro pesadumbre por la estúpida alegría en estos días de copas y hule-espuma.

Comienza el partido y su bagatela semanal: «Demos gracias que es domingo y hay futbol», «demos gracias que es martes y hay futbol», «demos gracias a que es cualquier día y siempre hay, siempre habrá futbo…» el deporte del hombre, la homilía de los noventa minutos, y nos la tendremos que tragar con gusto o disgusto hasta el fondo, hasta la última gota.

Comienza el partido y recuerdo aquella vez que alguien me dijo en un bar: «Ya no seas mamón. La gente necesita esto. Necesitan saber que por su equipo pueden ser campeones al menos una vez en sus vidas, levantar la cabeza, cantar, celebrarlo y seguir tirando la carreta el día siguiente». Dos jarras de cerveza después, senté de un cabezazo al muy demócrata. Debo aclarar que siempre me ha gustado la pertinencia del gesto zidanino en el 2006, o aquel otro cabezazo célebre de Rafa Márquez a Cobi Jones en el mundial del 2002. Hasta ahí.

Comienza el partido pero siento que no termina. Pasan los noventa minutos, los próximos ciento ochenta y los que le siguen, pero no veo más que a veintidós personas correteando una pelota, y a una nación que los mira atentos desde las pantallas de sus televisiones, y en ese instante sé que ¡Estamos malditos, estamos malditos! y veremos esta transmisión hasta el final, porque México juega, México pierde, y sólo los perros se asoman por las ventanas. Al demonio con los once Guerreros Aztecas que han viajado a Brasil, Francia o a Dallas en tierras extranjeras. La Selección Nacional, al igual que los diputados locales, no me representan. Y sí, tengo la certeza de que sí fue penal y sí «los» atoraron una vez más, en contraposición a «nos» atoraron una vez más.

Acaso pensaré que hay que matizar, que debo dejar en claro que los futbolistas son gente de bien, deportista y sanota que practica una disciplina. Que a diferencia de mí —que nomás estoy por ahí sentado todo el día— se esfuerzan en lo suyo y se les debe algo de respeto. No así los merluzos que van por la vida hablando como directores técnicos de banqueta, de café, de cantina y que son tantos, tan apasionados y tan críticos con su «tan tan» de Chucha Cuerera.

Comienza el partido y susurro una plegaria, que es más bien un exorcismo: «Señor, líbranos del futbol. Líbranos de la lepra y de todos estos comerciales de rasuradoras y bebidas energéticas. Líbranos de los que lloran cuando el América gana la Liguilla, y líbranos de aquellos con la sangre de Hispania fecunda que celebran en la Cibeles al Real Mandril o el Fuenteovejuna. Señor, líbranos del torneo de apertura y del torneo de clausura, de la Copa del Rey, de la Champions, Libertadores et caterva. Aleja de tus ovejos el Planeta Futbol; quita de sus manos el FIFA 2015, el 2016 y los que les han de seguir hasta el fin de los días. Señor, hazles ver que el culto a la Mano de Dios no es sino herejía, y borra de la faz de tu creación perfecta las rabietas chichas del Piojo Herrera, y por lo que más quieras, confina al bocabuzón del Perro Bermúdez ahí donde el diablo se agacha para cagar. Líbranos de las apariciones y reapariciones de José Saturnino Cardozo, Luis García, Jorge Campos y Cuauhtémoc Blanco. Señor, muéstrales que existen otros deportes como el curling, o el hockey o el pingpong, que es un deporte olímpico que tiene mucho que ofrecer y que sus practicantes y seguidores no son tan pitañosos. Por los siglos de los siglos, Amén».

Comienza el partido, pero siento que nunca terminará, y sé bien que siempre odiaré al futbol por sobre todas las cosas.