A 25 años del genocidio de Ruanda
Anotaciones sobre la tragedia: Reconciliación y narrativas.
1. Todo está perdonado
Anne-Marie Uwimana camina codo a codo con a Celestin Habinshuti en su aldea dentro del sector Kibirizi, una provincia al sur de Ruanda, mientras el equipo de producción de la BBC Africa los filma. La escena por sí sola es desgarradora. Hace 25 años ambos eran vecinos cuando las tensiones raciales entre los grupos hutu y tutsi escalaron después de la muerte del general Juvénal Habyarimana (bajo circunstancias que hasta el día de hoy siguen sin esclarecerse), la cual sirvió como el detonante para el asesinato sistematizado de más de 800 mil tutsis durante los meses de abril a julio de 1994.
Aunque los autores intelectuales del genocidio fueron en realidad diversos actores políticos con intereses específicos en Ruanda, muchos de los crímenes los realizaron los propios ciudadanos hutu en contra de sus conocidos tutsi, severamente influenciados por una propaganda racista que durante mucho tiempo nutrió periódicos, programas de radio y televisión. Uno de los medios más conocidos por sus mensajes de odio fue “Radio-Televisión libre de las Mil Colinas”, fundada en julio de 1993 por Ferdinand Nahimana, un allegado político a Habyarimana y principal actor de la propaganda extremista hutu. Diariamente, la cadena transmitía mensajes como: “Su aspecto es horrible con ese pelo espeso y barbas llenas de pulgas. Se parecen a los animales. En realidad, son animales. Las cucarachas tutsis son asesinos sedientos de sangre. Diseccionan a sus víctimas, extrayendo sus órganos vitales. Son bestias feroces. Pido que se levanten y que luchen usando todo lo que encuentren. Utilicen palos, garrotes y machetes, y eviten la destrucción de nuestro país”.
Celestin, recuerda Anne-Marie, entró a su casa y mató a dos de sus hijos cortándoles el cuello con un machete. Su marido y sus otros dos hijos ya habían sido asesinados días antes. Ella apenas pudo escapar. Celestin estuvo encarcelado durante diez años por sus crímenes, pero salió de prisión hace poco.
Hoy caminan juntos por la aldea, se apoyan en distintas tareas e incluso en ocasiones comen y beben juntos. Su historia es el resultado de los programas diseñados por la NURC o Comisión Nacional para la Unidad y la Reconciliación, por sus siglas en inglés, que forma parte de los varios intentos del gobierno ruandés para sanar las heridas sociales ocasionadas por una de las mayores tragedias en la historia contemporánea de África y el mundo.
Por medio de grupos en las comunidades, principalmente religiosos, se busca diseñar espacios en donde las conversaciones acerca de las vivencias sobre el genocidio puedan orientarse. Tal es el caso de la iglesia católica en Kibirizi, donde el padre Ubold Rugirangoga —quien también sufrió la persecución por parte de hutus— logró a través de retiros y pláticas con los sobrevivientes de la aldea que estos perdonaran a los integrantes de la comunidad que en 1994 habían masacrado a sus familiares y que en los últimos años habían regresado después de haber estado presos. En estos retiros religiosos comunitarios, los exconvictos escucharon pláticas y estudiaron la historia de Ruanda con el padre Rugirangoga durante seis meses. Se prepararon junto con las víctimas para el acto de perdón y para hablar en público sobre sus testimonios. “El perdón nos libera. Primero la víctima debe perdonar y después el perpetuador debe buscar ese perdón”, dice el padre en una conferencia sobre su labor hace unos años.
Este tipo de historias son ahora frecuentes en muchas aldeas y pueblos en Ruanda. La imposibilidad de convivir dentro de la comunidad cuando la sociedad carga con los traumas de un genocidio alimentado por discursos de odio es más que evidente. El perdón, se observa entonces, cumple una función de futuro dentro de la paz comunitaria y por ende de las propias personas. Se establece con ayuda de la labor de líderes religiosos bajo perspectivas morales que ayudan también a argumentar las posibilidades del mismo: para el perdón es necesario entender que la persona a la que se le perdonará un hecho atroz es más que ese hecho. A través del testimonio que implica otorgarle dignidad y relevancia a la vivencia, las personas encuentran la posibilidad de resignificar la tragedia.
“[El padre Rugirangoga] me dijo que yo tenía la llave para liberarlo de su culpa y que Celestin también tenía la llave para liberarme a mí”, dice Anne-Marie para la entrevista de la BBC.
2. El genocidio que antecedió al genocidio
Aunque para muchas personas estas reconciliaciones y actos de perdón público dentro de las comunidades de Ruanda son actitudes de una grandeza moral casi incomprensibles, la realidad es que para las personas y el gobierno actual ruandés este es el único camino para poder cohesionar las fracturas abismales dentro de la sociedad. Sin esta reconciliación sólo estarían forjando las bases de un próximo conflicto nutrido por el odio y la venganza en torno a lo que pasó. Justo como sucedió 22 años antes del genocidio de 1994, cuando grupos tutsis mataron a más de 350 000 hutus en un intento por dañar al gobierno ruandés liderado por el presidente Kayibanda en 1972. Las interminables olas de violencia que se habían desatado después de la independencia del país tenían sus raíces en la época de la colonización europea.
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Hablar de la historia de Ruanda bajo los términos específicos que puedan explicar el conflicto es complicado. En primer lugar, porque las regiones anteceden a las fronteras políticas y las tribus anteceden a las separaciones raciales. No existen verdaderas pruebas sobre los orígenes marcados de los grupos tusti y hutus, salvo por el propio significado elemental y casi frívolo de cada uno: tutsi: pastor; hutu: campesino. Se sabe que no hay verdaderas diferencias culturales ni mucho menos raciales. Ambos grupos comparten el mismo lenguaje y las mismas tradiciones. Sus orígenes parecen ser más una diferenciación de castas y de clase que fueron agravándose con el tiempo en los reinados del siglo XIX, pero que tuvo su ápice y consagración con la llegada de los colonizadores alemanes y belgas que utilizaron a su favor la separación de los grupos para poder gobernar de manera más eficaz a la población de la región. Así fue como lograron pronunciar las mínimas diferencias raciales, como la altura o ligeros tonos del color de piel como justificaciones artificiales para la separación de ambos grupos. Puestos importantes reservados solo para tutsis o segregación en las ciudades y zonas residenciales, por ejemplo, acrecentaron el conflicto, el cual culminó con la creación de partidos políticos basados sólo en las etnias y sus diferencias. Esta división arraigada ya en las esferas de la política ruandesa sólo aumentó las tensiones para cuando la independencia llegó en los años sesenta y fue necesario estructurar un sistema que bajo estas divisiones resultó inherentemente separatista.
Cuando el genocidio de 1994 terminó con la llegada a la capital de las tropas del Frente Patriotico Ruandés a cargo del general tusti Paul Kagame, la situación dio un giro a favor de los tutsis. Sin embargo, al mismo tiempo la violencia en la frontera se acrecentó dada la cantidad de refugiados hutu que huían en ese momento hacia la región de Zaire. Todo esto terminaría por provocar el conflicto armado más letal del continente de todo el siglo XX, las guerras del Congo, donde se estima que murieron más de cinco millones de personas.
La violencia es reaccionaria y no puede ser un medio para la reestructuración de un país y su sociedad. Para evitar que el país se hundiera en más olas de violencia habría que poner en marcha un sistema de reconciliación social que tomara en cuenta los factores éticos más elementales para una reconstrucción total de su sociedad.
La pregunta obligada fue entonces: ¿Cómo debería lidiarse con la construcción de una narrativa de la tragedia en el marco de un genocidio? La historia nos ha enseñado que dentro de las claves lo esencial es el testimonio y la consagración de los hechos. Mostrar la tragedia sin tapujos para desmantelar cualquier tipo de justificación del horror. Pero un problema particular que la población de Ruanda tenía que afrontar eran las consecuencias de una narrativa reduccionista que antagonizara de manera general al grupo hutu que representa a la mayoría de la población del país.
3. Reconciliación: verdad y dignidad
La necesidad de tener en el centro del proyecto de reconciliación el elemento de la verdad no sólo se refería a la importancia de mantener presentes en la memoria los crímenes cometidos durante el genocidio, sino mantener también la verdad sobre el origen de las causas. La reconciliación como categoría política y jurídica tiene que estructurarse a través de distintos ejes elementales como lo es la justicia, la ética del perdón, el derecho a la verdad y el respeto al tiempo de luto que las víctimas necesiten, para que así la propia fundamentación le otorgue sentido a los actos de perdón en las vivencias más personales dentro de las comunidades y, al mismo tiempo, evitar la posibilidad de hacer del acto una demostración pública que humille a las víctimas. Es por eso que el perdón debe de estructurarse también en la noción básica de la dignidad humana.
Después de una brutal violación a esa dignidad es necesaria la reestructuración del concepto. Ninguna víctima sobreviviente podría jamás reconstruir una vida después del genocidio si no fuera a través de nuevas narrativas que ofrezcan la seguridad del no-olvido, pero también de un futuro que prometa un “nunca más”. Esa promesa se consolida en ese acto moralmente magnífico de convertir una violación a derechos humanos en una reacción enmendadora que prometa no más violencia. Es por eso que el proyecto de reconciliación no puede exigir el perdón, ya que representa una acción muy íntima y personal que se determina según las posibilidades morales y emocionales de cada persona, pero sí puede fomentar y crear contextos en donde a través de narrativas que le devuelvan a todos esa fundamentación del derecho humano les sea más fácil perdonar. Y si no, al menos, revertir el estado mecánico del resentimiento popular en una conciencia general de la comprensión.
Siempre con la seguridad de los representantes de Estado de que debían esclarecerse las causas: afrontar también la violencia ejercida por parte de los tutsis, entender que la separación racial era una falacia utilitaria por parte de los colonizadores belgas, y, finalmente, asimilar que en un entorno lleno de discursos de odio, la mayoría de los perpetradores a quienes las milicias les dieron machetes para cometer toda clase de crímenes, forman parte también de las víctimas de la tragedia.
Desafortunadamente, en la práctica muchas reacciones vieron un resultado más complejo del esperado como cuando los juicios y encarcelamientos masivos comenzaron pocos meses después de que la matanza había terminado y que volvieron a Ruanda el país con más personas en prisión en el mundo.
Los proyectos de re-enseñanza por parte del gobierno tampoco han sido del todo exitosos y en varias comunidades de tutsis no han tomado nada bien la liberación de algunos presos. Las desigualdades económicas han sido también un tropiezo que deshabilita ciertas prácticas de reconciliación entre los grupos.
Aun así, algunos proyectos no gubernamentales como el Genocide Archive of Rwanda, financiados principalmente por la ONU, se han encargado de recolectar todo tipo de archivos relacionados con el genocidio y han tenido la fortuna de contar con la participación de muchas personas y la posibilidad de recolectar testimonios tanto de víctimas como perpetradores que han decidido hablar sobre sus vivencias.
Esta clase de contribuciones y ejercicios elementalmente civiles, representan en gran medida la voluntad de muchas personas por querer superar la historia en los mejores términos posibles. Las acciones por parte del Estado ruandés son criticables desde muchas aristas, incluyendo los propios crímenes cometidos durante las guerras del Congo. Pero en las comunidades donde el proceso de sanación a través del perdón y la reconciliación es tanto una experiencia e interés individual como una acción colectiva, los intentos de seguir estructurando narrativas que ayuden a fomentar una cultura de la paz en todo el territorio son verdaderamente admirables y que se han visto pocas veces en la historia moderna de los conflictos en el mundo.
4. La última deuda con la verdad
El papel de la comunidad internacional durante el genocidio fue siempre muy polémico. La salida de los peacekeepers de Naciones Unidas previo a los 100 días de la matanza siempre se asumió como una negligencia que pudo haber evitado la masacre. Pero cuando terminó el genocidio y se dio a conocer el número de muertos y el grado de violencia de las matanzas sistematizadas, la comunidad internacional se volcó en disculpas.
Cuando Paul Kagame tomó la presidencia del país en el año 2000, culpó directamente a Francia por haber permitido la matanza y haberse relacionado directamente con los líderes hutu, lo cual generó desacuerdos y tensiones diplomáticas. Hace apenas un mes el actual presiente de Francia, Emmanuel Macron, ordenó que se realizara una investigación de dos años para entender cuáles fueron las verdaderas implicaciones de su país en el genocidio.
Aunque muchos creen improbable que se publiquen explícitamente las motivaciones que durante los años previos permitieron a Francia ofrecer ayuda a las milicias hutus, al menos puede esperarse un interés genuino de investigadores y grupos no gubernamentales que le otorguen a las víctimas de la tragedia la última deuda con la verdad respecto a la influencia extranjera del conflicto. Y, por ende, que pueda seguir presente el debate, por ejemplo, sobre la asistencia de la UNAMIR en zonas de conflicto y la relevancia de la información concreta e inmediata que permita el apoyo para des-escalar las tensiones y evitar tragedias durante situaciones de violencia. Cuando la prensa internacional y distintas ONGs en Ruanda alertaron sobre los sucesos y utilizaron por primera vez el término genocidio, el gobierno estadounidense ordenó que no se usara el término para evitar a toda costa la intervención debido a los acuerdos legislativos internacionles. Este tipo de decisiones en momentos tan críticos resultan inadmisibles y es uno de los puntos esenciales donde aun hace falta ahondar y debtair.
A 25 años del genocidio de Ruanda aún quedan muchísimas preguntas por responder, demasiadas historias aún por contar, investigaciones y juicios por hacer, y lecciones por aprender. Ahora que resulta común encontrar discursos de odio en nichos digitales masivos que cohesionan grupos extremistas y se multiplican gracias a burbujas de información en redes sociales y a audiencias mejor articuladas o cuando las políticas públicas de los países desarrollados, como en Estados Unidos, rápidamente se nutren de tintes xenófobos; cuando los sistemas internacionales de protección de derechos humanos parecen estar más debilitados que nunca y distintos conflictos en el mundo, como la guerra en Siria, siguen escalando con una participación internacional que sólo genera más violencia parece ser esencial seguir revisando la historia de Ruanda y entender las consecuencias de las mentiras, de la información fracturada y la manera en la que pueden crecer los discursos que matan personas.