Tierra Adentro

A diferencia de los deportes de contacto, en el fisicoconstructivismo “el atleta derrota a su rival sin tocarlo”. ¿Será eso lo que lleva a los veteranos, fisicoculturistas de más de cincuenta años, a perseverar en la explotación de los músculos de su cuerpo? Marco Tulio Castro recorre Mr. Tijuana 2014 para llevarnos tres historias de tenacidad, resistencia y tesón.

 

Un par de veteranos

Tenía una barriga que ya no fajaba y una joroba despreciable. Diario capturaba datos de trámites que no concluía, porque así son los gobiernos: pagan a gente de abdomen abultado por iniciar trámites que alguien más resuelve. Estaba asignado al departamento de limpieza pero no limpiaba: una vieja pulmonía lo llevó a los formatos burocráticos. Tenía cincuenta y un años, y decía que no duraría uno más. Pesaba setenta kilos y medía ciento sesenta y cinco centímetros. Se jubiló con una pensión chica y una barriga grande y, contra toda posibilidad, descubrió que estaba destinado a brillar. Y para brillar, José Luis Castro Lira resolvió que sólo debía usar calzoncillos.

Gustavo Yamada llegó deportado a Tijuana. Vagó por días hasta encontrar trabajo en un lavado de autos. Ganaba menos de cien pesos diarios, tenía la cara quemada por el sol y una musculatura impresionante para su edad (cincuenta y un años). Era instructor deportivo en California. En sus días de descanso se sentaba en el parque a mirar el gimnasio de enfrente. “Un día voy a estar ahí”, pensaba. Con malabares pagó doscientos pesos mensuales hasta que se ofreció como entrenador. Negoció cien pesos diarios y una cama. Dejó el lavado de autos y el cuarto que rentaba. Ahora diario desayuna huevos o chilaquiles por treinta pesos en una fonda vecina. Come por treinta pesos ahí mismo y, por toda cena, dos tacos de carreta. Le sobran diez pesos al día, que hoy usó para inscribirse en el torneo de fisicoculturismo donde él y Castro Lira suben al escenario en la categoría veteranos.

Debajo, todo es juventud y músculo. Arriba, para estos dos competidores jugándose la recta final de su vida, el físico ya no es el mismo. Cuando los veteranos exhiben su cuerpo ante un jurado que busca la perfección física y un público que la persigue, los resultados son, al menos, penosos. La ley de gravedad se desdibuja, el pudor se diluye, la estética se dobla, pero la edad se conserva. En el fisicoconstructivismo la vejez no se perdona, pero los viejos todo lo disculpan: es la edad de la fuerza y la voluntad.

Dos señores en calzoncillos tensan los brazos hasta que sus caras enrojecen. Algunas poses, algunos músculos: los bíceps un tiempo sólidos, los tríceps antes marcados, los hombros ayer generosos. En la competencia de fisicoculturismo Mr. Tijuana el público es todo músculo, todo bronceado y todo crítica:

—¿Qué onda con los viejos? —dice un joven de veinticinco años, pectorales cuadrados y cabello embarrado de gel hacia la nuca.

—De tristeza.

Los competidores veteranos, dos personas en un escenario diseñado para quince, miran inexpresivos al público y contraen las piernas. Manos a la cintura: aprietan el pecho. Manos a la cabeza: expanden la espalda.

—No deberían competir —dice el joven de pecho hiperdesarrollado.

Pero compiten.

José Luis Castro Lira, que sobre el escenario tiene la cara roja y resuelta, dejó sola su casa en la periferia de Tijuana para presentarse durante algunas horas frente a un público que lo desestima y a un jurado que lo califica con rigor. “A ver si no se meten a robar”, dice. Prefiere esto que la soledad. Tiene cincuenta y nueve años, sus hijos ya no viven con él. Su esposa vive en casa de su suegro porque ya está grande y enfermo. Lo visitan más los ladrones que sus nietos.

Unos quince competidores jóvenes se ejercitan mientras los veteranos tensan sus cuerpos en público. Los hombres gimen con la penosa intensidad con que se gime en los gimnasios, sólo que ahora están en un salón con alfombra desgastada a la vista de un público con hambre de más músculos, esperando su turno para subir al escenario. Alrededor del grupo hay suplementos alimenticios líquidos de colores saturados. Es, después de todo, una justa deportiva.

Los veteranos se exhiben: porque lo han hecho desde jóvenes o porque no tienen nada más qué hacer. Pero sus cuerpos no cautivan en el escenario, en comparación con el de las mujeres en batas cortas de colores intensos y músculos marcados que andan por las mesas. El público joven está distraído:

—Mira el cuerpazo… ¿Ya viste?

Una mujer en bikini morado camina lejos del escenario. Sus músculos parecen cincelados. Nuestros muchachos siguen desenfocados:

—Viejos aguados.

—Y sí: ¡qué cuerpazo!

—No deberían competir.

José Luis Castro Lira podría ser su padre. O su abuelo. O su maestro. O un veterano a quien admirar, pero tiene otras prioridades.

—¿No es Lorena Bañuelos?

Lorena Bañuelos es nueva en las competencias de fisicoconstructivismo, pero su cuerpo suma años de disciplina y atrapa miradas.

—¡Qué culo, carnal!

—La verdad es que sí dan pena.

Allá arriba, los competidores veteranos enrojecen y se concentran en la rutina. Delante del público (mujeres en batitas, hombres en bañadores y bronceado cosmético, señores con camisas apretadas que beben cubas y unos cuatro adultos mayores que alguna vez compitieron) hay un jurado de seis hombres. Uno de ellos tiene un micrófono y da instrucciones con voz monótona.

Hace una hora que José Luis no se levanta de su silla y hace unas seis que no come. Su aliento huele a refrigerador vacío. A su cuerpo lo cubren un calzoncillo azul que le cuelga en la entrepierna y un bigote cano que alcanza su mentón. Hace una hora que espera la indicación, los gritos de “¡ José Luis Castro Lira! ¡Gustavo Yamada!” y hace una hora, también, que espera la monótona voz al micrófono: “competidores veteranos, prepárense”.

Cuando José Luis se levanta, pone en el piso, debajo de su silla, una mochila despintada con ropa gastada, una billetera cargada de papeles, una credencial del gimnasio Metamorfosis sin vigencia y una gorra café. Se sube el calzoncillo como si fuera un pantalón. Se planta descalzo junto a un señor de saco gris y mangas largas, con unas listas en las manos, quien le dice que espere frente a las escaleras. Detrás está Gustavo Yamada, su único rival. La voz les ordena subir.

Los dos señores en calzoncillos contraen los brazos hasta poner sus caras rojas. Escuchan el micrófono para hacer algunas poses, mostrar ciertos músculos. José Luis sigue inmerso en sus pensamientos cuando baja por las escaleras.

Los jueces deliberan.

Gustavo tiene algunos músculos marcados y le faltan algunos incisivos. Si se le borra la sonrisa, tiene cincuenta años. Dos pasos atrás, cuarenta y cinco. En el escenario, cuarenta. Pero tiene cincuenta y dos, nietos y entradas agresivas en un corte de cabello juvenil. Su sudadera es de temporada.

Yamada es un joven escondido en un cuerpo que se niega a la gravedad.

—¿Lo miran con respeto?

—Me ven con respeto. Me dicen El Profe, Don Gus. Nunca una mala palabra. Siempre estamos cuidando la alimentación, cuidando el ejercicio, que no falsees; si no, te quemas y no subes…

Gustavo Yamada levantó su primera pesa a los treinta años, pero siempre admiró a su hermano, que practicaba levantamiento en Morelos. Dos años después se hizo instructor de gimnasio en California. Hoy trabaja y vive en un gimnasio, el Baja Gym. Comenzó a competir a los cincuenta y uno, después de su deportación. Los cien pesos de sueldo diario no le alcanzan para proteína, glutamina ni creatina. En el gimnasio se comparten eventualmente algunos suplementos.

Su misión en la vida, “formar campeones”. ¿Y del dinero? “Soy feliz así, pobre”. Eso sí, “cuando tenga dinero voy a comprar proteínas y suplementos en Estados Unidos para estar más marcado y simétrico y vender aquí, porque aquí venden pura cochinada”. José Luis Castro Lira aprieta los brazos con las manos en la cintura y la piel del vientre se le arruga como camisa.

Yamada posa ante los jueces de sacos grandes, ante el público de brazos anchos, y levanta la barbilla. Tensa los músculos. Yamada baja las escaleras detrás de José Luis Castro Lira, sigue con los músculos apretados.

Los jueces resuelven: segundo lugar para José Luis Castro Lira y primer lugar para Gustavo Yamada. Cuentan menos errores en Yamada, cuatro, que los de Castro Lira, ocho. En el deporte que persigue volumen en el músculo, la calificación del ganador debe sumar menos puntos.

Rivales viejos, debilidades antiguas, competencia constante:

—¿Ya habías competido con José Luis Castro Lira?

—El año pasado.

Trofeo metálico de primer lugar en mano, sonrisa limitada, alumno a un lado:

—¿Y ha mejorado?

—No.

—¿Qué le falta a José?

—Le podría faltar un poquito más de fuerza, pero ya a su edad… Tengo toda mi vida haciendo ejercicio. En Estados Unidos fui instructor, aquí también. Nunca he dejado de estar activo.

José Luis Castro Lira: si se le quita el bigote, tiene cincuenta y nueve. Dos pasos atrás, también. En el escenario, lo mismo. Pero se siente de cuarenta. Un día, a sus cincuenta y uno, su hijo le sugirió inscribirse en el gimnasio del barrio. Luego, su entrenador le sugirió competir. Después se miró al espejo y se sintió capaz. Pisó su primera tarima en calzoncillos en el 2013.

Hoy no lo baja ni la edad. “Ya ve que a la edad de uno la pierna tiende a hacerse más pequeña”. Ni su señora, “ya estás viejo, ¿a qué vas?”. Ni el público burlón, “uno con el afán de que el público lo mire”. Ni la competencia: “yo no gano, pero ellos siguen ganando y eso es lo bonito”. Ni su debilidad: “setenta libras en cada brazo es mucho peso; hacemos el intento con cuarenta y cinco”. Ni su complexión: “Sí me falta bastante, porque soy delgado”. Sólo va a parar “hasta que me muera”.

Sonrisa ilimitada, mochila a la espalda.

—Segundo lugar de dos. ¿Qué le parece?

—Siente uno muy bonito porque pienso que es un premio al trabajo realizado. Ya ve que hay compañeros a los que no les toca nada.

José Luis se viste en la mesa como si estuviera en su cuarto: pantalón de pinzas, sudadera azul, zapatos negros, gorra y mochila. Sus pasitos lo llevan a la barra del salón. Camina encorvado. Nadie sospecharía su culto al músculo. Pregunta algo en la barra y un mesero le responde. Vuelve solo a la calle.

El burócrata jubilado —el hombre ánimo, el segundo lugar— sonríe y saluda con una palma abierta.

Entra a un Oxxo y se forma para pagar una botella de agua. En su mochila —el hombre canoso, el hombre encorvado—, carga en silencio su premio a la muscularidad.

En la calle se escuchan los gritos de un público que hace unas horas estaba despistado: los jóvenes han subido al escenario.

Los primeros fisicoconstructivistas recuerdan a las esculturas griegas con bigote chevron. El deporte persigue la estética a través del desarrollo muscular. Es la hipertrofia por la hipertrofia misma. El atleta derrota a su rival sin tocarlo. Es una carrera donde las piernas no se usan para correr.

El culto a la perfección empieza en 1882, cuando un adolescente prusiano descubre las esculturas griegas y queda obsesionado con la estética muscular: Eugen Sandow es reconocido como el primer fisicoculturista del planeta. En Sandow’s System of Physical Training, narra que frente a unas esculturas de mármol en Roma, le preguntó a su padre por qué los hombres no compartían el físico esculpido por los griegos. Su padre le dijo que la humanidad ha deteriorado su cuerpo. En la escuela, su clase favorita fue la gimnasia. En la universidad estudia Anatomía. Todos los días se ejercita. Al terminar sus estudios trabaja en teatros, en el modelaje, en circos. Uno de sus números más populares es bañarse en talco y posar como escultura de mármol.

Pero ya lo hemos visto, para un hombre cuya meta es la perfección física, nada es suficiente: Michael Jackson cambió de negro a blanco el tono de su piel. Sabrina Sabrok se implantó piezas de titanio en la espalda para soportar más de treinta kilos de prótesis en sus senos. Dennis Avner, un técnico sonar de la marina de Estados Unidos, modificó su rostro y cuerpo para parecer felino. Y Sandow, desesperado por mostrar sus dotes físicas, durante tres madrugadas destruyó a mano limpia las básculas de la zona comercial de Ámsterdam. El rumor se propaga por los barrios y a la tercera noche atrapan a nuestro vándalo.

Sandow fue el primero en organizar, en 1901, una competencia de culturismo que, en un arrebato creativo, llamó La gran competición. Los ganadores recibieron estatuas de figura griega, bigote chevron y cuerpo perfecto: el de Sandow. Hoy su estatua es trofeo en el Mr. Olympia, el evento más grande de fisicoconstructivismo en el planeta.

 

Un adolescente quiere hacer pesas el resto de su vida

Una nariz destaca en el gimnasio.

Los hombres miran sus músculos al espejo.

Los ruidos guturales son una convención.

No es por su forma, su textura o su tamaño, pero una nariz destaca en el gimnasio: El Chino Flores no deja de sonarla. Es la única que a medio verano usa servilletas, papel de baño, las manos.

Los jóvenes se acomodan el cabello, las mujeres sus blusas. El Chino lleva horas sonándose una nariz que no suelta mocos.

Tiene ochenta años; cuarenta y siete en gimnasios; apenas quince retirado de los escenarios y los calzoncillos.

El Chino Flores tiene un casillero con:

1. Un par de guantes rotos. “Me los regaló una señora que aprecio mucho”.

2. Una camiseta azul cielo: “Me hubieran dicho que venían”.

3. Más servilletas: “Ha de ser alergia”.

4. Un rollo de papel de baño.

El Chino Flores recuerda: en 1951 miró a un militar que levantaba pesas en un gimnasio de su Puebla natal.

La voz interna de adolescente. ¿Yo puedo levantar eso?

Eso: una barra con un peso que ya no recuerda.

El Chino Flores era “delgado, menudito, cabello chino”.

Su bigote, todo comedia y castigo.

El militar era “bajo, moreno”.

Pero hoy El Chino Flores es: “atleta de buen pecho”.

Hoy su bigote es de macho alfa.

En el gimnasio de la Unidad Deportiva CREA, en Tijuana, El Chino Flores ordena a este reportero sentarse. “Es mejor de pie”, le sugiero. “No. Ahí siéntate”, responde.

“Ahí”: una máquina de pesas y poleas.

El metro y sesenta se impone.

Un joven de espalda ancha y unos veinte centímetros más alto le pide espacio para seguir con su rutina:

—¿Me da permiso, Chino?

—Espérame tantito.

Veinte centímetros se vuelven nada.

El Chino Flores hace lo que quiere o lo que alcanza. De adolescente dejó Puebla y a sus padres porque “era un ambiente que no me gustaba”.

En Laredo, Estados Unidos, trabajó quince años en un gimnasio donde ganó dólares y músculos. Hércules, se llamaba.

Después saltó a Tijuana y trabajó veinte años en un gimnasio donde ganó pesos y contiendas de fisicoculturismo. Silvestre, se llamaba.

En 1964 ganó Mr. San Diego. En 1965, Mr. Tijuana y Mr. Baja California. Hoy es el integrante número 188 del Salón de la Fama del Deporte de Tijuana, un museo que recibe unos mil doscientos visitantes cada mes.

Dejó las competencias a los sesenta y cinco años e ingresó al salón de “los consagrados” a los setenta y tres. La gaceta interna del museo publicó en 2005: “A todo santo le llega su día y a Jorge El Chino Flores por fin se le hace justicia”. Hoy suma doce años como instructor en un gimnasio donde ha ganado fama y edad, llamado CREA.

El Chino Flores hace lo que quiere o lo que alcanza. En un tiempo quiso ser policía. Se volvió instructor de defensa personal en la policía municipal. Una vez peleó porque no le gustó que un hombre lo mirara. “¿Qué me ves?”, le dijo. Se quitó la camisa del uniforme y después de algunos derechazos, un golpe en el estómago lo llevó al suelo. Tenía una navaja enterrada en la barriga. “Tuve un derrame interno. Nomás vi estrellas”.

Su vientre es cicatriz imprecisa cerca del ombligo. Flácido, lampiño.

El Chino Flores hace lo que quiere o lo que alcanza. Cuando tenía veinticinco años, levantaba doscientas libras para ejercitar los hombros. Hoy, de ochenta años, alcanza treinta y siete. Su cuerpo es la calcomanía despintada de un hombre musculoso. Se para con las rodillas flexionadas, con la espalda como bola de boliche, con una mano puesta en la barriga amancillada.

“Nada más pienso en hacer bien los ejercicios”, dice. “No me voy a ningún lado”.

Sólo la muerte lo aleja del gimnasio. Hace quince días que enviudó. Cáncer en el estómago. Pasa algunas noches en vela.

—¿Y usted va al médico?

—Soy enemigo de ver al médico. Si viene, yo les digo qué comer y qué hacer.

Porque ya sabemos, El Chino Flores hace lo que quiere o lo que alcance.

—Te vuelves más fuerte con los años —dice alguien.

El Chino Flores ríe, pero poco.

Hace lo que quiere. En su casa hay un teléfono celular guardado: “no quiero que me hablen para preguntarme dónde estoy”.

O lo que alcance “porque cuando puedo me doy mis escapadas”.

Hace lo que quiere: “mis únicos vicios son fumarme un cigarro y tomar unas cervezas”.

Debería usar lentes pero no lo hace. Un ojo le falla y del otro ya le extrajeron una catarata. Debe usar faja y tampoco. Tiene dolores lumbares. Debe evitar levantar cosas pesadas. Hace pesas de lunes a viernes, de 8:30 a 9:00 de la noche.

Eso sí: no se quiere pintar el cabello. “Hay que saber envejecer con propiedad. Ya estoy ruco, tengo ochenta años… A la hora de estar con una mujer se saben las verdades. Para qué”.

Para qué.

Camina al refrigerador con una curva en la espalda y toma un refresco de manzana. Ha vuelto a la zona de máquinas. Parado, junto al press de pierna, destapa la bebida y la deja en el piso.

Ha terminado su rutina. Se ha recargado en una máquina con una mezcla de agitación física y calma interna. Nada parece molestarle: ni repasar la servilleta hecha nudo por la frente, la nariz y el cuello; ni haberse olvidado del refresco que destapó y no ha probado. Ni el duelo por su esposa.

Hay un clima de serenidad en medio de la música pop y los ruidos guturales. El Chino Flores no reparte órdenes sino deseos: si pudiera elegir, moriría así, como ahora: “después de hacer ejercicio. Cansado”, con una particularidad: “acostado en mi casa”.

 Fotografías de Miguel Cervantes Sahagún.
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