Eva Trujillo: escultora de la ausencia
El talento de un escultor implica algo más que desarrollar ciertas habilidades cognoscitivas y prácticas. El arte, ya se sabe, no es sólo forma sino también fondo o, para no emplear los viejos conceptos tradicionales, no sólo es cuestión de «estética» sino también de «ética». Ante la sociedad, el creador puede optar por búsquedas meramente formales pero también puede profundizar en la dimensión ética y política de su entorno, ya sea que conciba su obra como un instrumento de amplificación, como un gesto o como una exploración. La propuesta escultórica de la artista queretana Eva Trujillo (México, 1988) apunta en este segundo sentido. En la obra de Trujillo, la cotidianidad del país —desempleo, corrupción, violencia e inseguridad— cobra una vigencia trascendental y amplificada. Los olvidados—sin rostros, sin nombres, sólo números: escultura de la ausencia, su más reciente colección, conformada por esculturas de mediano y gran formato realizadas en cemento, vuelve a poner en el centro del debate la crisis económica y social que atraviesa México, y que podríamos decir incluso que, más que atravesar, parece haberse instalado a lo largo y ancho del país. Cada una de las piezas es a un mismo tiempo una exploración y un reflejo, el dedo que señala nuestro aquí y ahora, una parte de nuestro horizonte que no ha tenido suficiente exposición y mucho menos comprensión, y que necesita volver a ser subrayado.
Conformada por una serie de veinticinco esculturas, Los olvidados han sido representados con atavíos completos que apuntan hacia cierta individualidad: sacos, suéteres, gorros y sombreros, confieren de una singularidad propia a cada pieza. Sin embargo, la textura de sus accesorios, de un escurrido petrificado gris y fúnebre, dotan al conjunto de un carácter anónimo. Los huecos oscuros del interior de sus cuerpos —en el espacio donde esperaríamos un rostro— revierten las nociones de interior y exterior, emborronanlos límites del fondo y la forma. El movimiento de cada pieza acentúa los efectos de una esencia apenas difuminada, que como pisadas sobre la arena conforman una historia abierta, al tiempo que despiertan interrogantes sobre su identidad, su pasado y su destino. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen? ¿A dónde fueron? Son los hombres y mujeres sin rostro, sin nombre, somos todos nosotros, miembros de una sociedad cuya voz se diluye, o bien, se escucha sólo como un mero murmullo.
Al ser un objeto tridimensional, que ocupa un lugar en el espacio, afectado además por su contexto y las relaciones espaciales que establece con su entorno, la escultura adquiere rasgos vivos y significantes; los materiales empleados en su producción establecen entonces un vínculo conceptual y simbólico con la obra, lo que permite que el espectador pueda alcanzar una lectura relacionada con su entorno. Trujillo no desconoce esta cualidad por lo que, con una carga semántica, logra resignificar el concreto a través del lenguaje escultórico, un material poco maleable pero con elevada resistencia a la compresión, al fuego y la penetración de agua y las inclemencias de su entorno. Sin sacrificar la precisión expresiva de sus figuras [los pliegues de los pantalones, el estampado de los textiles, la fisonomía de los cuerpos vacíos que (des)habitan las piezas] Trujillo logra que cada escultura reacia, resistente, petrificada, adquiera una fuerte connotación social; sobre ellas actúan como contrapunto los datos recabados por instituciones gubernamentales que informan cada año del incremento poblacional, el índice de ocupación y desempleo, los niveles de riqueza y pobreza o, directamente relacionada con éstos, el incremento de la población que se ha quedado sin casa y sin voz.
Montadas en grupos de cinco, cada pieza refleja el desinterés de los líderes políticos del país por la situación de sus habitantes. Al tiempo que evita personificar a aquellos que construyen día a día la riqueza de los demás y los deshumaniza al colocarles un número que llenan las papeletas de estadísticas, meros signos sin respuesta a la problemática real de pobreza. Como cascarones de casas de cemento vacías, cada botón y cada pliegue de ropa petrificada, más que mostrarnos nos esconde, nos obliga a preguntarnos por los hipotéticos habitantes debajo del concreto: un niño, un viejo, una mujer o un obrero construyen un mosaico de suposiciones, de nadies que cohabitan los silencios y las pausas de un diálogo que se hace ausente, que se corporeiza en voces que simplemente no son escuchadas.