Esto no es un libro: viñetas del diseño editorial mexicano
Si algo ha aportado el inagotable debate sobre el futuro del libro frente a los medios digitales es que ha permitido replantearnos qué es lo que hace a un libro. Un libro no es la obra escrita, ni siquiera un montón de papel cosido o engomado a unas tapas: el libro es la cuidadosa selección tipográfica, la distribución de la mancha de texto en la página, los espacios en armonía con la obra contenida. No importa gran cosa si el soporte es físico o digital, estas características son inherentes al libro y son los puntos de apoyo de la obra. El libro es contenido y continente. Es una unidad que por sí misma posee un valor propio.
En El arte nuevo de hacer libros, Ulises Carrión señala que el libro existe de manera autónoma y suficiente en sí misma. Incluye un texto que acentúa y se integra. La escritura es el primer eslabón en la cadena que va del escritor al lector, una secuencia en la que confluyen la planeación, edición, corrección, diseño de tapas, diagramación, composición tipográfica, maquetación y producción para hacer posible la aparición de un libro.
Pocas veces el escritor está al tanto de cada uno de los pasos que su obra debe seguir para ver la luz. Sin embargo, es agradable descubrir que existen autores que entienden el lenguaje en un nivel visual, que se interesan por la relación íntima entre un texto y su recipiente. No sorprende, por ejemplo, que sea un poeta —Robert Bringhurst— el autor de uno de los mejores manuales de estilo, Los elementos del estilo tipográfico editado por el Fondo de Cultura Económica en su colección Libros sobre libros. ¿Quién si no un poeta podría comprender mejor el juego de las palabras que se van ordenando rítmicamente en el espacio?
Por otra parte se encuentra Chip Kidd, quien, además de escritor y editor, es uno de los ilustradores de tapas más solicitados en Estados Unidos. Kidd, como parte de los extremos en la cadena, ha manifestado la importancia de dotar a los libros de un rostro, una primera impresión que debe responder a una sencilla pregunta: ¿Cómo se ve esta historia? Un diseñador editorial le da forma al contenido, pero debe mantener el equilibrio. Sin embargo, la producción del libro suele quedar en manos de editores.
Bringhurst sugiere que una página bien compuesta llama la atención antes de que alguien la lea pero que, para que sea posible leerla, debe renunciar a la atención que ha conseguido. Diseñar libros es un trabajo meticuloso y sutil del cual, si está bien hecho, el lector jamás será consciente. No reparara en una mancha de texto uniforme, la interlinea o el perfecto espaciado entre palabras y letras. Se renuncia a la admiración para que el lector se sumerja en la lectura. Del otro lado, el diseño puede ocasionar tropiezos, como saltos de línea, por ejemplo. Todo esto lleva a una pérdida de interés en la lectura, punto al que el autor debe prestar atención: estos factores contribuyen a que el lector continúe o abandone la lectura.
Un ejemplo conocido en el ámbito mexicano son las viejas ediciones de la colección Sepan Cuantos…, de Porrúa, con sus inconfundibles diseños de cubierta a una tinta sobre blanco, las letras negras y el texto a dos columnas. Se trataba de libros feos, compuestos con el propósito de llevar los clásicos a un público general. Había que reducir los costos del papel y meter en una página tantas palabras como fuera posible. La nostalgia tampoco es razón para disculparlos: ya entonces se encontraban ediciones de bolsillo, diseñados para que fueran económicos y a la vez resultaran atractivos y de fácil lectura, como es el caso de Le Livre de poche (en Francia). Por supuesto, el diseño editorial mexicano ha avanzado, lo cual solo hace más imperdonable que Porrúa siga recurriendo a fórmulas que producen paginas densas.
A pesar de que las grandes casas editoriales se han mantenido en una zona de confort, hay esfuerzos dignos de aplaudirse. Alfaguara no arriesga, aunque luce bien. La fórmula para sus tapas consiste, generalmente, en elegir una fotografía o ilustración rebasada y los títulos en plecas que nunca alteran su posición. Se les agradece la preocupación por mantener un buen interlineado, márgenes amplios que permiten leer cómodamente y manipular con confianza el libro, así como una tipografía poco audaz, más legible.
Otro caso interesante es el del Fondo de Cultura Económica, que comisionó la creación de una tipografía exclusiva para sus ediciones. Los resultados son inmejorables: la tipografía Fondo no sacrifica belleza ni legibilidad, al tiempo que refleja la personalidad de la editorial. Otro de sus aciertos ha sido su colección Libros sobre Libros, que examina aspectos como su historia, evolución, escritura, edición y diseño. Al menos en México, parece ser la única editorial que hace este ejercicio autocrítico y reflexivo.
Por desgracia, otras editoriales importantes no han tenido el mismo tino. Diana se dedicaba a imprimir la imagen más aburrida a las ediciones rústicas de las novelas de Gabriel García Márquez. Un diseño cuadrado, con fotografías, hasta donde sabemos, elegidas a las prisas, que poco tenían que ver con la riqueza de los mundos creados por el colombiano.
Más desafortunado es el caso de Anagrama, que goza de un buen catálogo de títulos internacionales. Anagrama presenta sus libros con tapas de un color y una imagen centrada que pretende romper un poco la monotonía del diseño. Su apariencia es genérica y, aunque al interior las páginas estén bien compuestas dentro de los cánones tradicionales, los libros, como objeto, son una invitación a encender el televisor. ¿Dónde es posible encontrar propuestas audaces que no contribuyan a sepultar al libro como objeto? En México esta tarea ha quedado en manos de un puñado de editoriales.
Sexto Piso es un gran ejemplo: sus ilustraciones son llamativas; la tipografía, cuidadosamente seleccionada, forma una mancha de texto uniforme y agradable a la vista; papel y encuadernado de calidad que denotan respeto por el libro. Un detalle que se aprecia es la inclusión de guardas, con un gramaje diferente al cuerpo de la obra. Un gesto pequeño que distingue a una publicación.
Tumbona Ediciones selecciona con el mismo cuidado su catálogo y el aspecto visual. Sus libros han logrado una imagen que guarda una relación cercana con los textos y mantiene coherencia con la personalidad misma de la editorial. Esto resulta evidente tanto en el arte de las cubiertas como en la estructura. Es una editorial joven y provocadora que busca cuestionar el futuro del libro como objeto.
El catálogo de Ediciones Acapulco, compuesto de algunas obras interesantes y otras bastante prescindibles, no es tan afortunado como el de Tumbona. A pesar de ello, este sello es una ventana abierta a las posibilidades de la producción editorial. Si bien su presupuesto es reducido, a través de una edición meticulosa y un diseño único han logrado que sus libros sean verdaderos objetos de colección. La visión de su editora, Selva Hernández, y la colaboración de su equipo de diseño, hace que el objeto cobre formas interesantes: los libros conformados por tarjetas, la encuadernación artesanal, ilustraciones y procesos letterpress o impresión con tipos de imprenta hacen resaltar su valor propio y su suficiencia como objeto, y los acerca a la categoría de libro-arte.
Almadía es un caso aparte. Esta editorial ha destacado, gracias a la colaboración de Alejandro Magallanes, por una imagen de simplicidad lúdica. El recurso de las camisas suajadas que funcionan con la ilustración de las tapas ha logrado posicionarse y llevar sus libros a un nivel icónico. Es posible decir que, antes de Almadía, pocos libros se atrevían a experimentar con las posibilidades que brinda la sobrecubierta, más allá de la protección de las tapas durante la exhibición en las librerías. Esto ha sido un gran acierto: es innegable que este elemento vuelve identificable a cualquiera de sus libros. Almadía encontró el sello distintivo que lo separa de las otras editoriales; sin embargo, asalta la preocupación de que el recurso pueda agotarse. Como en el caso de otros sellos, se corre el riesgo de que un detalle, un elemento del diseño que funciona y se vuelve distintivo, sea utilizado hasta el cansancio y se convierta en una fórmula probada sin lugar a variaciones. Está en las manos de Almadía no caer en la comodidad.
También entre las pequeñas editoriales surgen desaciertos: si Sexto Piso es la popular, la mejor vestida, y Almadía la creativa y desenfadada, Cal y Arena es la hermana fea. La selección y composición tipográfica son, por lo general, muy pobres. En veinticinco años de existencia, este sello no ha tenido la fortuna de sumar un diseñador capaz a sus filas, uno que no subestime a su audiencia con imágenes fáciles y evidentes. Un ejemplo penoso pero que ilustra a la perfección este punto es La economía del futbol, de Ciro Murayama, cuya portada lleva un cartón (sobre un raquítico fondo blanco) que muestra a Marx y Keynes. De esto no hay que culpar al monero, sino al editor, quien saco el cartón de su medio para llevarlo a la tapa de un libro, que supone convenciones distintas a las del primero.
Sería ideal que los escritores se involucraran más en este proceso o, en su defecto, que los editores estuvieran mejor capacitados para afrontar estas decisiones y encaminar al equipo creativo por caminos más afortunados. Las personas que hacen libros deben comprender que el lenguaje también es visual y que en no pocas ocasiones es un factor determinante para leer o dejar un libro. Después de todo, a nadie le gusta bailar con la más fea.