Tierra Adentro

Al comienzo de su ensayo La fuerza de los elementos Joseph Brodsky escribe que «junto al aire, la tierra, el agua y el fuego, el dinero es la quinta fuerza natural con la que el hombre tiene que habérselas con mayor frecuencia». No es difícil entender el nivel elemental en el cual Brodsky ha puesto al dinero. Las pruebas están ahí. Nuestra cotidianidad se rige con gran frustración según lo que el dinero dicta. Lo odiamos, nos parece una completa aberración y sin embargo, mucho de lo que hacemos depende de la presencia e injerencia que tenga en nuestras vidas.

Contando desde la derecha, en mi biblioteca hay cerca de 17 libros robados, hurtados, apañados o sustraídos de bibliotecas y librerías. Ninguna de estas «adquisiciones» estuvo regida por una energía fundamental. Ninguna fuerza superior a la destreza, el intelecto o la falsedad entró en juego para que yo pudiera obtener estos libros. Todos ellos aparecieron en mi biblioteca durante la licenciatura, cada uno como una pieza extraña a la evolución de mis lecturas. Títulos de Gredos, la gran Biblioteca Ayacucho e incluso dos o tres tomos de Siruela que por aquel entonces me hubiera resultado imposible costear.

Una de las frases más escuetas atribuidas a la lectura y los libros tiene que ver con el hecho de que si son prestados no deben devolverse. La frase me produce un desagrado tal, que no pienso reproducirla aquí. Pero quizá sea cierto que entre las diversas formas que existen para conjuntar una biblioteca, el robo es una de las más eficientes. Buscamos robar libros que anhelamos, que queremos, que no podemos pagar o que algunos amigos tienen pero jamás han leído —y estúpidamente pensamos que tenemos un derecho mayor a tenerlos; somos ladrones e imbéciles por naturaleza. Robamos ante la falta de esa quinta fuerza denominada por Brodsky. Esa fuerza que, sin realmente delimitarlo, define en gran medida el contenido de una biblioteca personal.

Los libros robados son testimonio de ambos: un crimen y el ansia por nuevas lecturas, aunque esto también puede ponerse a discusión debido a que varios lectores son más bien coleccionistas, y a que la cleptomanía es algo que siempre puede fingirse. Las bibliotecas personales están más cercanas a un mercado de pulgas que a una colección de arte estrictamente curada. Dentro de ellas pueden realizarse las más extrañas transacciones, los más problemáticos acuerdos. Cualquier lector voraz podría jurar que en su biblioteca no sólo hay libros robados, sino libros cuyo origen no puede ser esclarecido. Un día aparecieron ahí y hasta el momento el lector desconoce cómo es que estos ingresaron a los estantes, cómo es que fueron conseguidos. Los casos más drásticos incluyen varios libros que todavía conservan el plástico con el que fueron empaquetados.

Incluso el crimen necesita determinar sus alcances. Ningún lector podrá decir o argumentar que cada robo ejecutado fue planificado con anterioridad y consumado con elegancia y discreción. Robamos los libros que podemos robar y estos generalmente no se corresponden con los libros que anhelamos. Lo más listos diseñarán un plan, visitarán la librería en varias ocasiones, reconociendo el terreno y esperando no ser descubiertos. Luego buscarán una mochila, una bolsa o simplemente una prenda ancha capaz de resguardar un volumen de cerca de 400 páginas. La usarán durante el día del golpe y entrarán a la librería con una naturalidad reconocible únicamente para aquellos que, de la misma forma, tampoco tienen dinero. Entonces el lector se agachará, deambulará y fingirá que no sabe exactamente qué está haciendo dentro de la librería; ignora lo que vino a buscar, o tal vez no, o tal vez sea mejor creerse el ignorante. Lo que sigue es un acto de una discreción indescriptible, uno de esos actos que se explican mejor desde la inocencia y no tanto desde el criterio.

Imagino ahora a un grupo de lectores discutir el primer libro que robaron tal como discuten el primer libro que leyeron. El descubrimiento de este libro es también el descubrimiento de una criminalidad familiar. La ceguera de los recuerdos los haría hablar del miedo que rodea a todo anhelo, del pánico que se gesta cuando está por cometerse un acto drástico, la angustia de realizar una empresa cuya conclusión es desconocida.

El primer libro que robé fue una pequeña edición de El cementerio marino de Paul Valéry. De vez en cuando lo reviso de nuevo, me aseguro que ningún ladrón lo haya tomado. Cuando lo miro recuerdo el momento en que lo guardé dentro de la bolsa lateral de una chamarra que hace años no uso. Salí de la librería tan rápido como pude. No volví en meses. Sin embargo, aquel día me encontré rodeado por la extraña sensación de haber cometido algo que no imaginaba posible, una mezcla de irremediable culpa y satisfacción. Pasé las siguientes semanas sumergido en una total intranquilidad. Desde entonces cada libro robado habría de recordarme ese verso de Juan José Saer, esa sensación de «no tener paz y estar contento».