Espacios liminales
El que está sometido a un campo de visibilidad, y lo sabe, reproduce por su cuenta las coacciones del poder.
Michel Foucault
En el mundo realmente invertido lo verdadero es un momento de lo falso.
Guy Debord
A Paul B. Preciado
A partir de las resonancias de un cuarto de motel, Ana Emilia Felker reflexiona sobre distintos temas relacionados con el cuerpo y el deseo: los prostíbulos, la higiene, la anatomía. Es el lado viscoso de la existencia, en el que siempre actuamos para un espectador.
Para averiguar si hay una cámara detrás del espejo, sólo hay que colocar la uña sobre la superficie. Si el dedo real y el reflejado se tocan, se trata de un falso espejo, una ventana de cristal tras la cual alguien observa.
Que soy paranoica no está en duda pero se justifica: en los puestos de películas piratas se venden decenas de videos tomados en algunos de los miles de hoteles que se multiplican en la urbe. Las imágenes, separadas de su carne, cobran vida propia en el espectáculo clandestino de la intimidad.
El recepcionista me entrega las llaves con cierta cautela: hotel de paso, mujer, cama King, cuarto vacío. Al tomarlas intento captar su mirada o que me vea a los ojos sin pudor, pero sólo recibo el trato de soslayo acostumbrado con los huéspedes. En este sitio para la anomia —donde no hay ley ni nombres— nos ven pero nunca estuvimos. Lo que hagamos dentro es asunto de cada quien.
Al subir las escaleras, escucho unos pasos rehuir un encuentro conmigo o con quien sea. Atravieso un pasillo estrecho iluminado artificialmente por unos focos zumbantes. Apenas abro la puerta, el olor a desinfectante me envuelve como recordatorio de suciedad. La ventana está abierta y al pasar frente a ella me sorprende la silueta de un hombre que vigila desde el cuarto de enfrente. La cierro de inmediato.
Vengo a estar sola de una manera diferente a como lo haría en mi propia casa, donde el entorno confirma lo que creo ser. Al tratarse de un lugar de tránsito, casi público (y estrictamente privado), el hotel no permite acomodarse. No deja estar: es el intervalo entre el reflejo de mi dedo y la superficie del espejo.
Desde la calle, su fachada delata mientras esconde lo que ocurre en su interior: caos de olores, sonidos y huellas. Quizá los dueños recurren al impresionismo para ahorrarse al diseñador de interiores; los tonos pastel en las litografías de Monet funcionan como sedantes. He pagado por este cuarto cuya decoración recuerda a un consultorio dental. Será mío por algunas horas; sin embargo, se resiste o me resisto a él. Reconozco una fricción entre nosotros mientras mis plantas desnudas tocan por primera vez la alfombra. Lugar ajeno, cementerio subrepticio de células, ácaros, uñas, pelos. Así son los espacios liminales: crudos, sucios e inestables. Así es el sexo, un parto, el último hálito antes de morir, el cuerpo mismo que se erige frontera entre el adentro y el afuera.
Sé que hay más huéspedes en el hotel; intuyo su presencia en el desgaste del cuarto, los gritos, las risas o los golpes sobre alguna pared que, conforme se aceleran, parecen acercarse. ¿Hay alguien del otro lado del espejo? ¿Quién observa desde la habitación de enfrente? Sombras sin rostro.
Los gimientes llenan la atmósfera, pero el sonido podría venir de dos fuentes distintas: otras habitaciones o esta misma, convertida en cápsula de tiempos paralelos en la que fantasmas se derraman sobre la superficie blanca que me recibe como un umbral. El edredón, palimpsesto de encuentros furtivos, cae al suelo. Tras él, mis pantalones.
Descubrir un bidet en el baño me transporta a un prostíbulo francés (o, quizá sea más preciso decir, a los textos que sobre ello ha escrito Paul B. Preciado). Antes del siglo XVIII se pensaba que el agua provocaba males o debilitamiento. Sin embargo, en la red de prostíbulos estatales se instalaron los primeros toilettes con agua corriente para combatir la sífilis, enfermedad que, medio siglo después, afectaba a una de cada cuatro personas, entre ellas a Baudelaire. Acorde con las técnicas de la época, los prostíbulos, donde se gestionaba la enfermedad, el placer y los fluidos de la ciudad, tenían forma de panóptico. No es casual que uno de los teóricos de esta arquitectura de vigilancia, Jeremy Bentham, lo fuera también de profilácticos como los condones y el agua.
Pionero de los antibióticos y las vacunas, Pasteur compartía estas inquietudes higienistas. Consideraba que el vino también detenía el avance de las enfermedades. Medio litro para cada paciente en los hospitales. Me sirvo de ese lubricante de circunstancias y me siento sobre el mueble del lavabo para dejar que el agua se cuele entre mis dedos. Lavo mis pies como muestra de humildad al cuerpo que aparece de perfil, flexionado en el espejo. También lo hago por respeto a los cuerpos sanos o enfermos que han pasado por este cuarto de hotel. Hay una mancha negra en la esquina del vidrio, una especie de lunar provocado por la humedad y el tiempo. Los espejos también envejecen.
Restif de la Bretonne, fetichista de zapatos femeninos (parafilia que lleva su nombre: retifismo) y enemigo acérrimo de Sade, decía que el prostíbulo urbano funcionaba como un condón arquitectónico. Si no hubiera prostitutas habría un exceso de semen en el espacio público. La proliferación de hote les de paso en la ciudad podría tener hoy la misma función, encauzar los deseos que salen de la norma.
Ir sola a un hotel de paso parece una contradicción. El erotismo —pulsión de vida— depende de un observador. Para querer vivir necesitamos a los otros o, en su defecto, un narcisismo que lo inunde todo. En Un verano con Mónica (1953), una joven ve descaradamente a la cámara mientras fuma un cigarro. Según Ingmar Bergman, con esta escena, él inauguró el contacto visual taladrante en el cine. Entonces nos dimos cuenta de que somos personajes actuando para un espectador. El agua entibia mis pies y yo finjo que fumo ante el espejo como si estuviera en una película existencialista en blanco y negro.
Cuando uno empieza a hablar, se atreve a decir lo que piensa, se atreve a pensar. Después viene la conciencia de la cámara: autocensura, miedo a ser poco original, miedo a ser retórico, a ser mirado. Ver es apuntar con un arma. Quien se encuentra del otro lado del cañón o de la boca de fuego, está obligado a reaccionar si quiere sobrevivir. Cierro la llave de agua y abandono el azulejo que ha enfriado mis nalgas.
Conocemos al cuerpo por su reflejo, su representación en el arte, las pasarelas, los espectaculares, por su insistencia televisiva. Pero también por el tacto que recorre una zona inexplorada. O durante la enfermedad, el mal funcionamiento de un órgano nos recuerda su existencia. Me veo y pienso en lo que significa un cuerpo, si es evidencia de algo o, al contrario, es una fuga permanente. ¿Tenemos un cuerpo, somos un cuerpo o nos volvemos un cuerpo? Más aún: ¿entregamos un cuerpo a la ciencia?
Antes de la anatomía, el cuerpo era una metáfora, objeto secundario dentro de las connotadas especulaciones metafísicas. Sin embargo, en De humani corporis fabrica (1543), en el grabado que aparece en el libro de Andrés Vesalio, por primera vez se observa que adentro no llevamos divinidad sino intestinos. En esa imagen, la gente se arremolina para ver la disección; transgredir la frontera de la piel se convierte en un espectáculo. En la pintura de Rembrandt, La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (1632), sucede lo mismo: un grupo observa hacia el interior de un hombre que yace sobre la plancha. Hay una misma trayectoria desde estas primeras representaciones hasta una moderna endoscopia.
¿A cuántas niñas les darán hoy un espejo para que conozcan su sexo y que éste no sólo sea espectáculo de los otros que observan: amantes, médicos o jueces?
Si un cuerpo puede ser leído, es un texto que oscila entre la reafirmación de sistemas binarios (hombre-mujer, sano-enfermo, inocente-culpable) y su desestabilización. Hay textos que refuerzan nuestras creencias. Otros, en cambio, nos desacomodan o incluso incomodan y eso los vuelve eróticos.
El hotel, en su condición de interzona, se abre como la rajadura en la ciudad por la cual se accede a lo viscoso de la existencia. El lugar donde se confiesan los cuerpos es el laboratorio ideal para convertirme en mi propio objeto de estudio. Intento verme detrás de las orejas y las rodillas, tocar mi paladar, la nuca. Toda la piel es susceptible de erogeneidad pero no siempre reacciona a los estímulos. Al flujo libidinal, en su carácter discontinuo, no le bastan las caricias, su descarga requiere discursos. Me quito la blusa ante un espejo de cuerpo completo, intento autoexcitarme como lo hace un escritor frente a su computadora, ponerse en personaje. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra.
Los espejos contrapuestos en los muros de la habitación multiplican la imagen al infinito. Puedo ver mi rostro y mi espalda al mismo tiempo. ¿Cuál será mi punto ciego? Estar aquí me produce un goce singular. Este cuarto de hotel representa el linde de quien no acaba de ser, quien teme y oscuramente desea que todo se caiga a pedazos.
Me veo durante largo rato. Pienso que la piel descubierta significa poco en nuestra época. Vemos tanto a modelos inflamadas de silicona en las revistas, como atropellados en la nota roja. Pero un cuerpo es un abismo inaprehensible para el cual no hay sinónimos. Ni la tortura, ni la disección médica, ni la representación extraen verdades últimas porque intermiten, están siendo constantemente en la soledad de un cuarto o en la interacción con otros. La vida parpadea en la frontera del cuerpo que se conforma continuamente como una herida abierta.
Quizá en esta grieta que es el cuarto de hotel pueda encontrarme con algo como si al crecer me hubieran dado un espejo para ver mi sexo. Durante varios minutos observo la orografía del techo.
Sobre la cama repito lo que hacía de niña para quedarme dormida. Recorrer mentalmente cada parte e imaginar que voy desapareciendo. Mis piernas se convierten en muñones, luego soy sólo un tronco y finalmente una cabeza que se esfuma. Un ejercicio para desdibujar los contornos del cuerpo e integrarme a algo más grande que yo.
Entre más observo los nenúfares de Monet, más se transparenta su morfina. En ellos no hay personas ni manoseos, sólo una quietud sospechosa como estática en una televisión, ruido blanco. Si pudiera, las sustituiría por grabados de Francisco Toledo en los que avispas o reptiles devoran y escupen a otros seres, los introducen en sí hasta preñarse. Verónica Volkow dice que el artista juchiteco crea una anatomía fantástica, sintaxis sexual en la que el cuerpo se escurre siempre: incontenible, excesivo, desperdiga múltiples envolturas, cual si dibujara su ser siempre. La idea de un cuerpo fluido me hace imaginar qué pasaría si no hubiera muros que separaran las habitaciones del hotel, si los gimientes desconocidos me provocaran deseo y no miedo. La orgía como un compendio enciclopédico del mundo.
Había escuchado que, para averiguar si hay una cámara detrás del espejo, sólo hay que colocar la uña sobre la superficie. Sigo las instrucciones como si estuviera sobre un lector de huellas digitales. Y se tocan. Mi dedo y el reflejo se tocan.
Por un momento me siento más expuesta, recorrida por un escalofrío. Camino con las piernas temblorosas para apagar la luz. Tras el espejo, un grupo de observadores toma nota.