Envenenar a la juventud
¿Es posible hacer libros infantiles que eludan los estereotipos sociales? ¿Cuál debe ser el rol de la mujer en ellos? En este texto, Juana Inés Dehesa afirma que se puede apostar por una literatura en la que las mujeres no hagan lo que se espera de ellas, en la que, como en el clásico Mujercitas, la heroína no siempre se casa con el apuesto galán.
Qué van a saber de la subversión, si nunca los han acusado de envenenar a la juventud. Fue una tarde en Zacatecas, y una mujer cuyo nombre no recuerdo, me acusó de estar soliviantando a su hija —el nombre de ella sí lo recuerdo: se llamaba Kenya—, instigándola a que no se casara, hiciera lo que le diera la gana y, como consecuencia ineludible, se quedara sola para siempre. De nada sirvió que yo le explicara a la señora que, francamente, yo lo único que había hecho había sido escribir un libro con personajes femeninos fuertes y valientes, y que lo que su criatura hiciera después de leerlo dependía de millones de factores que pasaban por su medio, su educación, la forma en que tuviera cableado el cerebro y las emociones y, sólo en una mínima parte, de lo que yo le hubiera dicho a través de la historia y sus personajes. La madre no se quedó contenta (Kenya mucho menos), y tenía razón: decir «yo sólo escribí lo que quise, sin mayor intención ni agenda» representa, para cualquier escritor para niños, una verdad a medias, si no es que una mentira cochina. Por supuesto que yo había escrito mi historia con toda la intención de echar a andar las cabezas de todas las Kenyas del país (y del mundo, Pinky), y de darles si no argumentos, al menos ejemplos de mujeres que se rebelaban contra los discursos de sus padres y sus parientes y que, lejos de cumplir las profecías fatídicas de éstos, terminaban siendo felices y plenas. Eso quería hacer yo, porque eso era lo que yo había leído en mi infancia. Así de fácil.
Según la crítica Roberta Seelinger Trites en su ensayo Disturbing the Universe: Power and Repression in Adolescent Literature, los libros para adolescentes (y para niños, agregaría yo) tienen en común el tema del poder: en el caso de los títulos para más pequeños, suelen abordar el asunto desde las distintas formas en que el protagonista toma conciencia de su propio poder y aprende a hacerlo a un lado en favor de ciertas instancias encargadas de protegerlo y garantizar su bienestar. En otro sentido, en el caso de la narrativa para lectores mayorcitos, los dramas y nudos giran en torno a la forma en que los personajes toman conciencia de los distintos poderes que se ejercen sobre ellos —desde la familia, la escuela, la sociedad, la religión y, ahora, hasta el ciberespacio— y los modos que encuentran de defenderse y rebelarse, administrando ahora su propio poder, ése que en la infancia aprendieron que tenían, pero que era necesario subordinarlo a esas mismas fuerzas contra las que ahora se rebelan. En otras palabras, Roberta Seelinger le da la razón a la matrona zacatecana: dentro de la literatura infantil y juvenil los escritores colocamos ciertas claves sobre el mundo y sus funcionamientos que, desde nuestra muy modesta y tercermundista trinchera, pensamos que van a ayudar a construir una sociedad mejor. En otras palabras, al momento de proponer una historia para lectores incipientes, los escritores proponemos un cierto sistema de valores, y cada quien decide cuáles ensalza y cuáles denuesta.
Los libros para jóvenes lectores han sido herramienta fundamental, entonces, para transmitir ciertas ideas del mundo y para normalizar ciertos discursos. Tiene que ver con aquello que la crítica Erica Hateley llama «el proyecto humanista-liberal de socialización a través de la literatura», y que trae aparejada la conciencia de que todo lo que se vuelca en un proyecto narrativo conlleva un cierto sistema de valores y un modelo del mundo que los jóvenes lectores van a recibir casi sin chistar. A los niños se les educa a punta de golpes bibliográficos, y a partir de proyectos de distintas calidades, se les va trazando una cierta línea que apunta hacia lo que deben opinar y pensar con respecto a una enorme cantidad de temas: desde lo que es la patria —¿quién no recuerda el lacrimógeno y encendido Corazón, de D’Amicis?— hasta lo que representan la amistad y la lealtad, pasando por la virtud, el éxito y, por supuesto, el género y todo lo que conlleva.
El género es de esos temas incomodísimos y transversales de los que difícilmente se escapa un escritor para niños: en el momento en que se habla de familia, de interacción escolar, de juego, de sexualidad incipiente o de construcción de identidad, se habla necesariamente de género. Y ésa es, a ojo de buen cubero, la totalidad, o casi, de los temas que trata la literatura infantil y juvenil. Todavía hoy, cuando las mujeres podemos hasta votar y casi hasta se da por sentado que somos seres humanos, la construcción del género dentro de las historias para jóvenes lectores sigue siendo una fuente de inquietud constante. Sencillamente, no hay manera de escapar del asunto, ni siquiera con la historia que parecería más inofensiva; siempre hay que pasar por el hecho de que existen niños y niñas, hombres y mujeres, y de que la naturaleza establece ciertas diferencias entre ellos y luego la sociedad impone otras. Hasta en los temas más absurdos. Pongamos que queremos escribir una historia que consideramos muy aséptica y fácil de resolver sobre un pingüino que juega futbol. Al fin y al cabo, los pingüinos tienen muy buena prensa, son muy simpáticos para ilustrar y no pueden causar demasiados problemas, ¿o sí? Pues sí. Inmediatamente, hay que responderse un millón de preguntas: ¿por qué es niño y no niña? ¿Juega futbol con otros niños, o en un equipo mixto? ¿Tiene hermanas? ¿Quién lo lleva a los partidos? ¿Lo lleva su mamá, o su mamá está trabajando y entonces lo lleva su papá? ¿Cómo celebra el gol? Si se enoja con sus compañeritos porque no se atreven a rematar, ¿les dice que son unas nenas? ¿Quién los entrena y quién es el árbitro? Cada vez que se construye un universo —que eso y no otra cosa es escribir una historia— tienen que tomarse un montón de decisiones sobre los discursos y valores que rigen en él, así como el lugar en el cual se colocan los personajes frente a dichos mensajes. Y esto puede ir en diferentes sentidos: tanto para perpetuar un modelo conservador y machista, hasta para avisarle a las niñas de las enormes posibilidades que pueden abrirse ante ellas si tan sólo eligen desafiar los mensajes en boga y hacer de su pliego su propio papalote.
Mi ejemplo favorito sobre escritores que utilizan los libros para modelar a los niños como ellos creen que deben de ser, independientemente de lo que opine el resto del mundo, es el de Louisa May Alcott y lo que, a falta de mejor nombre, llamaré el Lauriegate. Porque, para desmayo del noventa y nueve por ciento de los lectores, ¡Jo y Laurie no se casan! Para cualquier lector de Mujercitas, éste es probablemente el momento definitorio en la lectura de la segunda parte. Si bien el personaje de Josephine, Jo, está construido como el clásico tomboy, la niña que se comporta como niño, lo «normal» y esperable en un texto de este tipo era que, como sucede con el resto de las hermanas (salvo Beth quien, también atendiendo a los estereotipos de la época, representa el ser angelical y frágil a quien Dios reclama para sí), al alcanzar la adolescencia, Jo se hiciera cargo de su condición femenina y optara por aceptar la propuesta de matrimonio del vecino que, por si fuera poco, es guapo, inteligente, sensible y heredero de una inmensa fortuna.
Eso no sucede. Frente a las carretadas de cartas de sus lectoras, que exigían, desoladas, que la unión se concretara, en la segunda parte Alcott toma una serie de decisiones salvajes con respecto a Jo, su alter ego ficticio, simplemente porque se opone con todas las fuerzas de su ser a la idea de que el único destino deseable y posible para una mujer es el matrimonio. No sólo pergeña una larga y desgarradora escena (convenientemente titulada «Heartbreak») en la que Laurie se declara y Jo lo rechaza abiertamente para dedicarse a escribir, sino que termina casándolo, en cambio, con la hermana más pequeña, Amy, que, total, tiene temperamento artístico, es bastante más mensa y más bonita, y siempre soñó con ser millonaria. Y ya, para rematar cualquier ilusión de influencia de su público, Jo acaba romanceando —y casada, según se nos informa al principio de Hombrecitos— con un anciano preceptor alemán (que guarda unas freudianas e inquietantes similitudes con el propio padre de la escritora, pero ese tema habrá que dirimirlo en otro diván). Total, que al final sí termina casándola, pero no como teóricamente habría debido.
Así, los autores de libros para niños no escribimos lo que debe suceder, sino aquello que querríamos que sucediera. Para conjurar realidades inexistentes pero posibles. Escribimos no para las mujeres que vemos en la calle, sino para las que querríamos ver poblando nuestro país. Pienso en Verónica Murguía y su Rani Timbo y la hija de Tláloc, un libro sobre una niña indígena que vende chocolates en Reforma, a la cual un guarura ningunea y molesta hasta sacarla de quicio, y entonces se revela que la niña es la omnipotente hija del dios de la lluvia. Eso no ha pasado nunca en el Paseo de la Reforma pero Verónica querría que así fuera, y que todas las niñas y niños que se acerquen a su texto sientan que pueden ser poderosos y fuertes frente a quien se aprovecha arteramente de su indefensión.
La propia Murguía desafía los estereotipos de género cuando construye a Soledad, la protagonista de su novela Loba. Una vez tras otra, repite que es fea. Que, a diferencia de sus hermanas y la esposa de su padre, será muy noble y muy hija del rey, pero es bien fea. Conforme avanza la novela, la princesa sale al mundo y se topa con un joven hechicero que cae prendado de ella. El lector que se las dé de muy astuto pensará que ha llegado el momento en que se revela que, bien a bien, no era tan poco agraciada, sino que le hacía falta bañarse y que le llegara el despertar sexual, pero esa trama argumental, favorecida por tanta película ochentera, donde basta que la muchacha se quite los jeans rotos y se peine tantito para que todo el cine y hasta el muchacho caigan en cuenta de que era preciosa, no se parece a ésta. El romance sucede, en efecto, pero al momento de las decisiones trascendentales Soledad no reacciona como dicen las convenciones y ciertas tías que deben reaccionar las mujeres; Soledad decide abandonar al mago y seguir un destino propio, uno que no implica vivir en pareja ni protegida por un hombre. Y eso es una decisión que la autora toma en nombre de su personaje, no sólo porque siente que así le hace justicia, sino porque no está interesada en resolverle la vida mediante un romance; no quiere darle esa solución aparentemente fácil, por el contrario, quiere complicarle las cosas aún más a ella y a todas las mujeres que se acerquen a leerla.
Sin embargo, como apunta también Erica Hateley, difícilmente habrá hoy una novela que sea sólo sobre construcción femenina o sobre me caso o no me caso. Ella menciona Does My Head Look Fat In This? , una novela sobre una niña musulmana que vive en Canadá y que decide empezar a usar velo, con los consabidos soponcios por parte de sus padres, que preferirían que viviera su religión de una forma menos visible y excluyente, y de la directora de su escuela, por supuesto, quien querría evitarse esa conversación con el resto de los estudiantes. También se encuentran en ese conjunto Querida Alejandría, de María García Esperón, una novela sobre Hipatia, la matemática griega que atestigua y narra, horrorizada, el incendio de la biblioteca de Alejandría, y quien enfrenta la inexistencia de las mujeres para la sociedad de su tiempo; y 36 kilos, de Mónica Brozon, cuya protagonista padece anorexia y vive atrapada dentro de ese universo deformado que implica no ser consciente del propio cuerpo y de la propia identidad. En este sentido, vale la pena mencionar Para Nina, de Javier Malpica, una de las poquísimas novelas en México que abordan abiertamente la disforia de género, y que arranca exactamente cuando la protagonista decide rebelarse contra su cuerpo masculino y explorar quién es, a contracorriente de los discursos sociales y, por supuesto, el buen sentido, que la llaman a quedarse calladita y aceptar sus circunstancias.
Así, en cascada, estos títulos suenan muy tremendos y muy de «novela de problema». Pero no todo es así. Por ejemplo, en El mundo septiembre adentro (y otras formas de evitarlo), Guadalupe Alemán Lascuráin retrata a una adolescente que detecta en sus compañeras de colegio una cierta docilidad que le resulta inexplicable… hasta que descubre que las monjas malignas en-cargadas de la escuela las están dopando con emulsión de Scott. Sí, pues; aparece una hermana con algún tipo de problema cognitivo de la cual la protagonista ha de hacerse cargo porque «es la mayor y la mujer», pero eso pasa a segundo plano con las monjas malignas y su arma secreta de hígado de bacalao.
También en la categoría de decir cosas serias en tono francamente de chunga, entran dos álbumes, uno con una vida, tristemente más fugaz que el otro, y ambos ilustrados por Margarita Sada. El primero, Tengo una tía que no es monjita, de Melissa Cardoza, está protagonizado por una niña que cuenta con una tía peculiar: no se ha casado pero tampoco es monjita, y tiene una amiga a la que quiere mucho y con la que viaja constantemente. Dice bastante de nuestra sociedad mojigata y miedosa que ese álbum, fresco, divertido y, sobre todo, uno de los pocos sobre el tema de homosexualidad femenina para el público más pequeño, a duras penas haya visto la luz. Es más, dudo que alguien lo recuerde, por desgracia.
El segundo álbum, más difundido y reeditado, gracias a que no trata de ningún tema «prohibido», nomás de niñas autogestivas, es Yo, Claudia, escrito por el colombiano Triunfo Arciniegas. Claudia es una princesa y tiene un padre que es francamente un haragán y un bueno para nada. A tal grado que Claudia se ve en la necesidad de tomar cartas en el asunto y hacerse cargo de la administración del castillo y del reino entero. Grandes ilustraciones y gran texto de Arciniegas, quien, por si fuera poco, es enormemente solvente y un maestro de profesión.
Imposible terminar este recuento sin hablar de Pascuala Corona, mujer que a mediados del siglo pasado recogió de voz de las mujeres indígenas de México los cuentos mestizos, herencia de la tradición oral europea y el vocabulario mexicano, y a quien los niños de México le deben cuentos de seres fantásticos y poderes mágicos que no son los de siempre y que, por si fuera poco, están plagados de heroínas que toman su destino en sus propias manos. La más representativa de entre ellas es quizás la niña de «La maceta de albahaca», esa niña que pasa todas las pruebas y todos los acertijos que le pone el rey hasta que éste, cansado, le dice que se lleve del castillo lo que más le guste, y la niña decide llevarse al rey mismo. Termina diciendo «y el rey, viendo que con esa niña llevaba siempre las de perder, se casó con ella». Ese final, que hoy puede sonar machista, para 1945, donde los hombres siempre llevaban las de ganar, era enormemente subversivo. Como era subversiva la misma Pascuala, viviendo siempre convencida de que estaba cruzando alguna frontera y perturbando algún orden social.
Y, sin embargo, eso no la detuvo. Al contrario: la impulsó. Quería formar ciertas niñas y ciertas mujeres, instilar ciertos valores y construir un cierto país. Y de eso se trata fabricar mundos imaginarios para que los habiten mujeres imaginarias: de invitarlas a construir su propio mundo real y habitarlo con nosotros. Lo siento por la mamá de Kenya, pero si eso es envenenar a la juventud, pues sí, eso hacemos. Ni modo.