Tierra Adentro
Fotografía por Pixabay.

Como sucede con el arte popular y las “bellas artes” o “artes liberales”, la distinción entre música popular y música clásica es estrecha, aristocrática y reduccionista. Resultaría una distinción aceptable si se ciñera a un ámbito genérico, si señalara con neutralidad distintas maneras de hacer arte, música. No obstante, se trata de una distinción preceptiva y no descriptiva, que con su sola enunciación hace notar la superioridad (no sabemos si moral o estética) de lo clásico por encima de lo popular.

Como no se trata de hacer polémica y enfrascarme en una discusión bizantina con el lector, doy por concluida mi aseveración diciendo que quienes desdeñan los géneros vernáculos se pierden de mucho. Se pierden no sólo de la música de la gente, sino también de la música desesperada, la música de cabaret, la música de poetas elementales. Sobre todo, se pierden de Léo Ferré.

Por alguna razón, supongo que por contagio, en el periodo de entreguerras en Francia, al menos, una generación de músicos franceses se empeñó en escribir bien. Esto quiere decir que aprovecharon la cualidad de un arte mixto para expresarse tanto con música como con palabras; muy al contrario de como es costumbre, con un coro pegajoso, ellos prefirieron la expresión fina y la melodía compleja.

Por lo general, desde hace no pocos años, lo que se vuelve célebre al exterior de cualquier país es lo que tiene éxito en Estados Unidos. El éxito de Edith Piaf y Jacques Brel, cantantes de esa generación, por encima de otros como Aristide Bruant (el precursor), Charles Trenet y el propio Léo Ferré, y quizá también George Brassens, se explica por esa circunstancia afortunada de gustar a un público caprichoso. Curiosamente, tal vez por su frecuente carga política, Léo Ferré fue poco conocido fuera de Francia, y sólo por una canción, la más sensiblera y quejica: “Avec le temps”.

Por supuesto —díganmelo a mí— la popularidad depende en buena medida de ser comprendido, de ser inteligible. Léo Ferré, aun cuando hubiera nacido en Inglaterra, habría escrito en francés. Por eso su música suele ser un gusto propio de franceses avejentados y deleite de despechados francófilos. En este punto no entiendo a las personas que escuchan música con letra, es decir, versificada, y que no saben la lengua en la que está escrita. Supongo que sienten algo; pero no puede ser una sensación completa. En fin, para nosotros que estamos en una época posterior a la de Léo Ferré, además de la letra, la música puede parecernos ajena: tiene un poco de swing, de “chanson”, de big band y hasta algo de balada-cabaret. Pero es cuestión de ser pacientes y sentarse a sospechar la calidad de todos sus discos.

Una de las primeras canciones que llamó mi atención fue “Pauvre Rutebeauf”. No muchos cantantes a los que estaba acostumbrado sabían de poesía, mucho menos iban a saber de un poeta del siglo XIII. La canción es una elegía, esto es, un lamento escrito en tercetos, de rima seguida, en forma de lai, forma francesa que combina octosílabos y tetrasílabos. La conclusión que se puede tomar de una canción como ésta resulta muy evidente: Léo Ferré es un cantante que sabe de poesía, que sabe versificar y que idolatra la tradición francesa de poetas aciagos:

 

Le mal ne sait pas seul venir tout ce qui m’était à venir m’est avenu

[Los males no saben llegar solos todo lo que me podía pasar me sucedió].

 

Así lo dice Rutebeuf en boca de Ferré. Nuestro cantante, autonombrado anarquista, establecería una relación histórica con los poetas de la estirpe desgraciada: sentiría afinidad y deseo de hacerles una apología. De cualquier manera, pese a una intención a menudo intelectualizante, en sus canciones jamás dio pie a que se dudara que la poesía, en un principio, es un arte oral, que imita la música y se deja acompañar. Del mismo modo, jamás perdió la oportunidad de poner en práctica su sentido del humor (en canciones como “Thank you Satan”, donde dice “Por el anarquista al que diste / los dos colores de tu patria / el rojo para nacer en Barcelona / y el negro, para morir en París. / Gracias, Satán”.

A la par de su prolífica carrera como compositor de canciones completamente originales, interpretó y musicalizó la poesía de muchos poetas del siglo XIX y del XX. Para aquel que quiera acercarse a Arthur Rimbaud, no es está de más escuchar el disco de Ferré Une Saison dans l’enfer, donde recita, con ayuda de un tímido piano, todos los poemas del libro. La sonoridad, la musicalidad y hasta la dramatización pueden ser importantes para que el lector deje de ser lector por un momento y pueda disfrutar de la poesía de otra manera. También musicalizó poemas de Baudelaire, de Verlaine, de Apollinaire y de Aragon; es más, cierto poema de este último me gusta mucho menos sin la interpretación de Ferré: “Je chante pour passer le temps” es una cantinela propia de aquellos que escogimos una vida de esteta como única forma de no aburrirnos mientras llega la ineludible muerte:

 

Je chante pour passer le temps petit qu’il me reste de vivre comme on dessine sur le givre comme on se fait le cœur content à lancer cailloux sur l’étang

Je chante pour passer le temps

[Canto para matar el tiempo breve, que me queda de vida, como quien dibuja en escarcha como quien se alegra tan sólo de aventar piedras al agua

Canto para matar el tiempo].

 

De cualquier manera, pese a que me fascina escucharlo cantar esos poemas, creo que lo que más puede conmover es la extraña solidaridad que manifiesta en sus canciones por la pasión de los artistas, por la pasión de cualquier personas, en cualquier ámbito. Me conmueve escucharlo renegar, quejarse, pelearse con el presente, amén de defender a los románticos, aquellos “perros del azar”, según sus palabras, que caminaban buscando el Ideal por un París lleno de lodo, hoy visitado por turistas, un París de músicos que “no tienen nada en la voz, nada en el corazón”. Me conmueve su empeño por incitar a los jóvenes a frecuentar una bohemia absurda, a formar vanguardias, a escribir poemas en servilletas para personas que no los aprecian. Me conmueve escuchar en sus canciones insultos a poetas o políticos que no le agradaban: sus diatribas y escarnios contra los impuros, los vanos, los hipócritas. Me conmueve, sobre todo, porque en cualquier otro músico de ocasión, en cualquier otro cantante de cabaret, ese tono hubiera resultado pretencioso e inmerecido, pero no en Léo Ferré.

Luego, no está demás citar a propósito unas cuantas líneas de “Zone” de Apollinaire, que musicalizó en un disco dedicado a él:

 

Tu as fait de douloureux et de joyeux voyages avant de t’apercevoir du mensonge et de l’âge tu as souffert de l’amour à vingt et à trente ans j’ai vécu comme un fou et j’ai perdu mon temps

[Emprendiste felices y dolorosos viajes antes de conocer la mentira y el paso del tiempo sufriste por amor a los veinte y a los treinta yo también viví como loco y perdí mi tiempo].

 

Léo Ferré también es un pesimista, pero lleno de esperanza: es uno de esos pesimistas comprometidos que lloran en los tranvías y que dialogan históricamente con algún poeta miserable, desaparecido entre la muchedumbre de la Edad Media. Yo no conozco a otro cantante que pueda sentirse aludido en aquella célebre frase de Arthur Rimbaud: “Yo soy de la raza que cantaba en el suplicio”.