En medio de extrañas víctimas
Titulo: En medio de extrañas víctimas
Autor: Daniel Saldaña París
Editorial: Sexto Piso
Lugar y Año: México, 2013
Al leer En medio de extrañas víctimas es difícil quitarse la sensación de que se está leyendo la biografía de momentos específicos. Una línea del tiempo que se comparte entre varias personas. Para empezar se encuentra a Daniel Saldaña París, escritor que llegó a mí gracias a unos poemas suyos publicados en Punto de partida. También, aunque quizá de manera mucho más velada, me encontré con las vidas retratadas de Rodrigo y Marcelo, ambos protagonistas entrelazados de la novela.
La evolución de Saldaña es clara y, además, notoria para los que hemos tenido la suerte de leerlo con anterioridad: de su poesía queda la facilidad con que dos ideas se conectan, casi de la nada, creando una especie de flujo de conciencia que en En medio de extrañas víctimas, su primera novela, encuentra una voz en Rodrigo. La biografía literaria del autor no sólo es un crecimiento, sino un cambio, una vuelta sin sobresaltos porque los temas y el estilo ya fueron sembrados.
La trama, en principio, presenta dos historias cuyo único punto de conexión está en Los Girasoles, un lugar que pasa de ser desapercibido a protagónico. Antes de Los Girasoles está la Ciudad de México, en la que vive Rodrigo, quien abandonó su licenciatura en letras inglesas y que ahora trabaja como “administrador del conocimiento” (una mezcla de ghost writer mil usos) en el Museo de la Ciudad, un burócrata cultural sin gracia. Saltan a la mente dos referentes literarios que ayudan a componer una mejor imagen de Rodrigo: los hombres grises de Momo y Bartleby, el icónico personaje de Melville. La famosa frase de Bartlebly se transforma en acción, pero no en deseo. Rodrigo no es tan imposibilitado (¿o necio?) como Bartleby, pero su vida se mece entre un “preferiría no hacerlo” y “preferiría no cambiarlo”.
La segunda parte sigue la vida de Marcelo Valente, un académico español que llegó a Los Girasoles para realizar una tesis sobre Richard Foret (basado en Arthur Cravan), un escritor y boxeador que, como muchos artistas extranjeros que encontraron salvación y perdición en México, viaja al país sólo para conseguir un desenlace digno de un caricaturesco Geoffrey Firmin.
Saldaña presenta tres historias que emergen ya entrada la segunda mitad de la novela: la de Rodrigo, contada por él mismo, la de Marcelo, por medio de un narrador omnisciente, que se envuelve con la de Richard Foret. La vida de Foret se presenta como uno de los tantos juegos de personajes espejo que hay en esta novela, sin embargo traspasa el paralelismo. Además de establecerse como un relato independiente, lo que el lector sabe de Foret es a través de las lecturas y redacción del académico. Las referencias a “estudiosos” y textos críticos sobre el boxeador permean, sin que se perciba la voz de un narrador, sino la de un ensayista y biógrafo que entrega partes de su investigación.
Es en el cambio de voces que la novela encuentra su ritmo. Quizá es por eso que encontré mucho placer en descubrir a Rodrigo y ver el deterioro que sufre a través del lenguaje. El “No hace falta comenzar describiendo las acciones que configuran mi rutina. Esa tediosa enumeración vendrá luego. Primero quiero asentar que mi cabeza flota unos cinco centímetros por arriba de donde termina mi cuello, desprendida de mí” del principio contrasta con el desorden y el flujo de conciencia más pronunciado que se encuentra hacia el final: “Pero no se me ha ido la pinza, sino todo lo contrario: me siento cuerdo. Aunque claro, no se puede confiar en la propia sensación: los locos también se sienten, a su manera, cuerdos: sólo el prójimo puede darnos una pista de nuestra propia salud mental, y si el prójimo, él mismo, loco, se pierde la posibilidad de saber quién es el loco…”.
Marcelo, por otro lado, no es un descanso de la voz del primero. Saldaña comprende tan bien los cambios de voces narrativas que se le escapa, el narrador omnisciente de Marcelo se siente cansado, casi gris. Si bien es un importante paralelismo a tomar en cuenta, la comodidad que Saldaña tiene para crear a Rodrigo es evidente.
Todos los detalles del libro son necesarios, sin embargo es inevitable pensar en que la trama tarda en despegar, lo que ocasiona un cierre apresurado e imprevisible. No es una novela de lenguaje vertiginoso ni, por momentos, fluido, pero eso pasa a segundo término. Saldaña tiene un dominio del lenguaje profundo y disfrutable por su densidad.
Las digresiones de Saldaña, tanto en Marcelo como en Rodrigo, tienen una claridad ensayística que otros escritores envidiarían y que los lectores, sin duda, apreciarán. Y aquí se encuentra la mayor virtud del libro: la novela no aleja a sus acompañantes, quienes dejan de ser las extrañas víctimas para convertirse en cómplices confiables.
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