En las tierras míticas de Sección ocho
¿De qué vive el tiempo? ¿De qué viven las historias? ¿De qué vivimos cuando pensamos en algo-más-allá, en lo que somos en el aquí-y-ahora? ¿De qué vive parte del sentido (que no es necesario conocer) de nuestras vidas? De muerte. De lo que se acaba, de lo que no podemos conocer. De un silencio impenetrable que decoramos con palabras, historias y ficción. Pero también todas esas cosas, hasta el tiempo, viven de eternidad. A partir de la diferencia con la eternidad y la muerte, el tiempo es el tiempo (es el tiempo) y las historias empiezan y se acaban y no nos volvemos locos con todo lo que pasa a nuestro alrededor.
Con la eternidad, sin embargo, hay una particularidad: tampoco podemos experimentarla, pero es más fácil de suponer. Después de todo, el primer paso para llegar a ella es estar vivo. Y después ser uno por siempre. No desintegrarse, pues. Tampoco aburrirse. (Siempre = eternidad = sin límites entre el presente, pasado y futuro). Y la eternidad tiene distintas formas de materializarse. Una es encontrando en nosotros alguna trascendencia en lo cotidiano. O sea, haciendo mitos; historias que ordenen en lo profundo de nuestras intimidades el sentido de nuestras vidas (que no lo hay). Y creamos una imagen que nos refleja cómo alguien-más-allá del que crece, se reproduce y muere. El mito define las subjetividades que vivimos. Se adapta a ellas y crea sujetos eternos, abstractos. Diría héroes, pero eso ya no es posible. Más bien, los mitos de hoy, si existen, crean personas, tipos —normales— que son todos nosotros y nadie. El mito es anónimo y por eso es universal. Y aún hoy tenemos los nuestros. Descendientes de los arcanos que nunca morirán, pero adaptados a los días que nos tocan.
¿Qué mitos nos hemos construido? Unos reconfigurados a partir de nuevas plataformas de experiencia del día a día, como el internet. Por lo mismo, la forma en que los narramos también es diferente. El mito de hoy es multimedia. Entonces, cómo no hacerlo desde el webcómic. Es natural: a través del webcómic podemos contar lo que sea; podemos dibujar cualquier cosa; podemos desplegar ante nosotros cualquier narrativa. Cómo, entonces, no dibujar imaginarios en una manifestación artística que nació en una plataforma que re-configuró nuestra relación con la realidad, el tiempo y el espacio.
Eso es Sección ocho, de Vannesa Cortés, un espacio, una tierra, una sección donde los mitos de nuestra época cumplen con el destino para el que fueron concebidos: ponerse en crisis con ellos mismos sin dejar de ser y re-presentar lo que somos. Cortés lo logra de la única y no ingenua manera posible: con la ironía y la parodia. Unas muy terrenales. Personales también. En su estilo y relación entre personajes está la clave. El trazo, que parece venir de animaciones japonesas y estadounidenses (como de Sailor Moon, Scott Pilgrim, Steven Universe…), contrasta con su contenido. Los elementos kawaii de la narración se doblan sobre sí mismos, se preguntan sobre naturaleza y se vuelven su parodia. Lo kawaii ahora no hace a Sección ocho un webcómic bonito, sino uno, como lo dice en su subtítulo, “horrible”. La malicia del humor de la autora arrastra a sus personajes hacia la tierra, hacia los problemas y alegrías y complejidades de la experiencia humana y mortal de esta época.
Como en American Gods de Neil Gaiman, aquí los mitos viven nuestras vidas. Porque ya no puede ser al contrario. Los habitantes de los mitos ya no son los mismos. Son seres inmortales que, por los tiempos, por las formas de narrar, por el webcómic ya no pueden comportarse como los eternos que son por naturaleza. En el internet todos somos iguales, lo he dicho, y eso aplica hasta con los seres mitológicos.
Entonces sucede algo extraño: los mitos desmitificados de Sección Ocho ocurren en ningún lugar y tiempo, pero también en unos muy específicos. La playa, la casa, el país de los robots bien podrían ser lugares del caribe de un México futuro, como también podrían ser espacios donde Las metamorfosis de Ovidio y las múltiples islas que Odiseo recorrió surgen de entre aguas (y páginas y narraciones) inmortales hasta alcanzar nuestro tiempo.
¿De qué trata Sección ocho? De individualidades. No ya de unos tipos de personaje que en conjunto se arman para llegar a una conclusión, sino de sujetos inmortales que pelean por ser ellos mismos. El mito de ahora es ése: el del individuo perecedero que no quiere serlo. Entonces busca ser trascendente a través de sus especificidades. Y así es como en Sección ocho, Dos Focos, una cyborg curiosa, prima lejana de Sailor Moon, tímida, rebelde y alegre, puede coquetear (literalmente y simbólicamente) con un re-venido de entre los muertos, un suicida, un darks que odia a todos. Por eso hay un alux malcriado, por eso hay una mujer planta. Porque todos ellos somos nosotros. Ellos son el ser-tecnología, el hater, el sarcasmo desmedido, la organicidad que nos posee hoy por las circunstancias irreales que envuelven nuestra cotidianidad. En Sección Ocho puede haber grandes o pequeños arcos narrativos, pero la verdadera historia está en el trabajo con sus personajes. Los trabajos y los juegos. Porque todos sus personajes son, en cierta medida, uno solo: el lector.
Sección ocho es un intercambio de papeles. Uno justo. A los seres míticos se les otorgan nuestras cualidades terrenales y a nosotros, los lectores, se nos devuelve lo sagrado de nuestra práctica. Aquella en la que, al menos durante los instantes de la lectura, somos eternos.