Elogio de la improductividad
La gente ociosa siempre es la más amena; su compañía, el mejor provecho
En algún punto hay que mandarlo todo al carajo. Nada es tan grave o importante para revocar esta sabia máxima de higiene mental. Y con esto no quiero decir que insultemos al resto de la humanidad cuando se nos antoje, ni que dejemos de honrar nuestras deudas y obligaciones —por más que la idea de fastidiar a algunas personas y la de morir dejando una millonaria deuda al banco, me resulten coquetas. El punto es otro: sea como sea moriremos, tarde o temprano, un día o una noche, y aceptar esa condición es entender que en la vida la excepción es la base de todas las reglas.
Decía Alain que los perros son grandes maestros para el ser humano, entre otras cosas porque nos enseñan la importancia de bostezar. Y es que, de cierta forma, el bostezo es una declaración, la expresión de algo. ¿De qué, pues? ¿de que tenemos hambre o sueño? No. O sí, y según ciertos estudios también es un mecanismo de enfriamiento del cerebro, pero no solo eso, hay algo más en la imagen: el perro interrumpe lo que sea que esté haciendo, abre el hocico en toda su extensión, descubre dientes, lengua, paladar, y luego cierra de golpe.
Su gesto es una lección magistral de relatividad; refuta la seriedad universal, la rigidez de las relaciones humanas; nos dice que nada es tan grave como parece, o como queremos creerlo. Y, además, como todxs sabemos, los bostezos se transmiten inexplicable pero irremediablemente y en ese simple hecho reside la prueba misma de su necesidad.
“Urgente”, “importante” y “prioritario”. He aquí tres malgastadas palabras que día a día se devalúan y pierden sentido en el teatro del mundo laboral. Entre la angustia y el desánimo, millones de asalariadxs las recibimos de jefxs que las esgrimen sin ninguna consideración —a menudo sin siquiera pensarlo—, y con solo el deseo de presionar, de darle giros de tuerca a la Máquina y mostrar que ahí están, al acecho, expectantes al más mínimo error de nuestra parte para acomodarse las mangas y dejarse caer con todo el peso de su ridícula autoridad.
Con frecuencia me pregunto: ¿alguna vez en la historia habíamos necesitado, tanto como hoy, de tiempos muertos? Momentos de pausa, espacios diáfanos, libres de producción, instantes de puro ocio —y ya sé que la “pureza” del ocio, como la pureza de cualquier cosa, excepto quizás la del whisky, estará siempre en entredicho.
Hoy todo se trata de producir (se) y disciplinar (se), de limitar cualquier posibilidad de recreo, y no hace falta leer a Lipovetski, a Rosa de Luxemburgo o a Byung-Chul Han para darse cuenta. Basta con tomar un café entre amigxs y no tardará alguien en mencionar un milagroso Couch con más poder que todos los chamanes de Siberia, o, al navegar unos minutos en redes sociales, saltará un aviso de tipo: “¿QUIERES DEJAR DE PROCRASTINAR? NOSOTROS TE DECIMOS CÓMO Y ARMAMOS TU CALENDARIO”.
Incluso al entrar a una librería o pasando por la caja registradora de un supermercado aparecerá el equivalente de la autobiografía de Steve Jobs entre las novedades, o la cara sonriente de Donald Trump en la carátula de ¿Por qué queremos que seas rico? el último libro de Robert Kiyosaki, gurú del pensamiento ejecutivo y vaca sagrada de la literatura de auto-explotación personal.
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Hace días sostuve un debate sin sentido con un buen amigo. Indignado (y con toda la razón), balanceaba su cerveza de un lado a otro mientras me contaba sobre una nueva y escalofriante tendencia que había notado entre la gente: muchxs afirmaban con orgullo que cada vez duermen menos y producen más.
— ¿Acaso nadie les ha enseñado a mirar por la ventana? ¿No tienen abuelos? — insistía él.
— Sí, seguro también hacen cursos de lectura rápida —repuse— Pero bueno, ¿podríamos echarles la culpa? Este mundo nos empuja a volvernos una corporación con patas, este cuentico del emprendimiento, “yo soy mi propio jefe” y otras aberraciones. Antier leí el blog de un español que organiza todos sus viajes en Excel. Agenda una actividad para cada hora, desde las 8 am hasta las 10 pm.
— No joda, ¿y les pone color?
—Amarillo para las actividades de playa, verde para las salidas al parque, gris para el museo…
—Pues su blog debería llamarse Yo, robot… Definitivamente estamos condenados. Vivimos literalmente bajo la dictadura del carpe diem… resulta que si uno no hace diez mil cosas en el mismo día entonces está malgastando su vida…
— ¡Pura hipocresía! Como si no se tratara de consumir, en el fondo. Consumir lugares, consumir experiencias, consumir personas. ¡Qué puto horror! Me recuerdas la historia del Wellness…
—Ajá, ¿y esa cuál es?
—Una triste, pana… en realidad eso nació en el siglo XIX, con la crítica al sedentarismo de la sociedad industrial, que degeneraba cuerpos y mentes, pero vino a estallar mucho después: por allá en los años cincuenta unos gringos, en su mayoría ejecutivos, empezaron a interesarse mucho por el cuidado de la mente. Ya sabes, yoga, acupuntura, Feng-chui, veganismo y otras prácticas de la “sabiduría oriental”. Eran tiempos de nuevas utopías, tiempos en que las comunas hippies, y proyectos como el de Auroville en India se hacían famosos…
—Vaya, pana, te pusiste nostálgico.
—No creas. Los hippies de hoy son los yuppies del mañana… De hecho, estos gringos que te cuento vieron la potencia del concepto. Reemplazaron fitness con wellness.
— Aja, ya no se trataba solo de adelgazar sino también había que purificar el espíritu.
— Exacto. Y claro, de ahí a los Spa de lujo, los centros de vanidad y los consorcios de Wellness el camino es corto. Una vez más el capitalismo lo logró, absorbió algo que parecía interesante… Además ahora ni siquiera lo esconden, dicen que wellness significa “mayor eficiencia laboral”. Cualquier multinacional que se respete compra plantas, pone música de fondo y ofrece cuartos de meditación a los empleados.
—Lo que sea para que el empleado se olvide de que está trabajando… y peor ahora, que uno trabaja desde la casa, o desde una isla tropical del caribe. No sé si nos vamos a convertir primero en robots o en zombies.
—Que comiencen los juegos del hambre
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Lo bueno de las charlas de taberna es que uno las olvidas fácilmente. Pero a veces aflora un detalle, una idea, un hilo que te lleva a lugares insospechados. Así ocurrió con los brotes de anarquía efímera de aquella tarde. Volví a un punto: la siesta. No habíamos mencionado a las compañías japonesas que las pusieron de moda ni su historia, que también debía empalmar con la historia del ocio. Me sentí raro al recordar que, incluso yo mismo, había recomendado la siesta decenas de veces entre mis conocidxs. Era la receta perfecta para seguir auto explotándose sin sufrir. Entonces decidí cavar otro hoyo de conejos y me pregunté por su origen.
Parece que la palabra siesta viene del latín e indica la sexta hora. Es mediodía, la mitad de la jornada laboral, el momento más caluroso en ciertos lugares del planeta, o cuando menos uno de los más agotadores (pues ya lleva uno trabajando cinco horas o más). Pero había otro elemento esencial, la comida. La siesta es una consecuencia biológica de la digestión, pues entre más copioso sea el almuerzo, más sangre baja al estómago y se produce eso tan bello y tortuoso que en México llamamos “mal del puerco”. España suele preciarse de ser artífice o cuando menos la guardiana más aguerrida de esta tradición mundial, aunque las cifras de hoy muestran lo contrario. No cuesta, en cambio, mucho esfuerzo imaginar a vasallos y ciudadanos de la Roma antigua parando la actividad, dando paso a ese momento sagrado de la vida comunal, que habría de expandirse a lo largo y ancho del continente.
En Historia de la nocturnidad, el historiador Roger Ekrich descubrió fascinantes detalles sobre la vida nocturna en el pasado. Todo indica que antes de la revolución industrial y el alumbrado eléctrico que imponía su día en medio de la noche, la gente dormía en dos fases, y no en una, como hacemos (más o menos) ahora. Antes había un “primer sueño” ubicado entre las ocho y las once de la noche, y un “segundo sueño” que iba aproximadamente de las dos de la mañana hasta el amanecer.
Lo que ocurría en la mitad de esos sueños responde mucho al ocio: encuentros nocturnos entre amigxs, familiares y desconocidxs en torno al fuego, intercambios en las tabernas y comercios que seguían abiertos; transacciones y relaciones carnales (maritales, adúlteras y de prostitución); desenvueltas charlas en la cama; paseos sin otro fin que el de divagar en medio de la noche. En otras palabras, una poética de la licencia y la vida improductiva tal y como la conocemos hoy.
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El ocio de antes estaba encarnado en la figura del simpático haragán. Este personajillo vivía alegre, se paseaba por la vida con desenvoltura, siempre buscando la forma de rodearse de amistades para compartir con ellas la diversión y los placeres mundanos. De un banquete a la taberna, de una fiesta a la orgía, del sueño largo e ininterrumpido al festín mañanero. Como dice Vivian Aveshunan, “el ocioso sigue como si no hubiera perdido el paraíso, como si siguiera viviendo en él” 1.
En eso cree el heróico Dandy de Baudelaire y el Dorian Gray de Oscar Wilde. A él también se refiere Stevenson en su inmortal Apología del ocio; “son los benefactores que nos hacen sonreír cuando nos los topamos, o sazonan nuestras comidas con su buena compañía”.
Sin embargo, es claro que el ocio se ha desfigurado. El sistema lo estudió, lo asimiló y nos lo ha devuelto procesado, como un producto más de la canasta básica/familiar. Lo encontramos en lo que Carlos González llama “la tiranía neoliberal del número”, esto es, la horrible propensión de pensar y adorar el cuánto. ¿Cuántos países has visitado?¿ Cuántos ¿libros has leído?¡ Cuántos idiomas hablas? Sin lugar a dudas, una presión que solo lleva a la esclerosis.
Recuerdo que hace años, cuando trabajaba en una escuela primaria del sur de Francia, me asombraba que tuviera un Centro de Ocio. Y no porque fuera algo único (la mayoría de escuelas públicas tenían uno), sino porque había logrado sistematizar los goces infantiles del juego.
El concepto es simple: un grupo de jóvenes recreacionistas encuadran las actividades de los niños en torneos, talleres y performances que se repiten durante dos o tres horas. Fútbol, basquetbol, ping-pong, iniciación a la cumbia, juegos de mesa, taller de plastilina y cientos de cosas más. Ya lo sé, suena como un paraíso para niñxs o el cielo al que vas si mueres sin crecer demasiado y siempre te portaste bien. Nunca habría imaginado ver las fisuras del ideal desde adentro.
Había un niño llamado Jules. Era, lo que se dice, un dechado de virtudes. Inteligente, sensible, solidario y risueño. Decía que de grande sería naturalista para cuidar a las plantas y luchar contra el cambio climático. Cumplidos sus ocho años, Jules cambió un poco. Se lo veía errático, poco seguro de sí mismo, no tan gracioso como siempre. En una palabra, Jules parecía angustiado.
Una tarde en que su mamá vino a recogerlo, decidí llamarla aparte y hablar con ella. Me contó que Jules estaba muy nervioso por algo que poco tenía que ver con su situación familiar. ¿Qué preocupaciones puede tener alguien a esa edad y en una situación socio-económica y cultural tan favorecedora? Me preguntaba. “Desde el año pasado mi hijo se estresa tres veces al año, justo unos días antes de las rondas finales del torneo de ping-pong”. La revelación me sorprendió tanto que casi me rio. Luego descubrí que Jules no era el único. Había muchxs como él, que conocían las neurosis de la vida adulta a destiempo y por cuenta del ocio.
No hay mayor vértigo que la obligación de llenar todos los instantes de la vida con algo. Probablemente de ahí nació lo que ahora conocemos como “contenido”. De la incapacidad de aceptar el vacío, la nada; de la necesidad de entregarnos a experiencias pre-elaboradas a marabuntas de ocupaciones sin sentido. Lo más curioso y lo más aterrador es que esas directrices forjan otra cárcel, la del tedio absoluto. “La exigencia de llenar de intensidad todos los momentos del tiempo que se nos ha asignado en la vida acaba siendo una monotonía asfixiante”, diría Slavoj Zizek.
Por todo lo anterior, quizás sea hora de parar de vez en cuando. Observar, escuchar, sentir, entregarse a la realidad sin miramientos. Imaginar un nuevo ocio provisto de improductividad, un espacio más allá de los dictámenes de “ser felices” y “divertirse”, cadenas que solo nos sumergen en un universo distrópico (que no distópico) en el que las personas son obligadas a sonreír so pena de recibir un disparo en la sien.