Tierra Adentro
Imagen tomada de Pixabay

Afirmar que Tlaxcala no existe ha perdido su función como chiste. Si acaso, el otro sonreirá de manera forzada y dirá algo de las escaleras eléctricas. Si apela a su “memoria histórica” dirá que la gente de ahí, de aquí, es traicionera. El que un estado sea irreal es un hecho en el imaginario de los mexicanos de cualquier otra región del país. En el mismo lugar puede situarse un virus, ilusorio porque es pequeño, y puedo hacer bromas al respecto. ¿Qué ocurre cuando se cruza un virus, uno que un porcentaje elevado de la población cree inexistente, una estrategia del gobierno o de las derechas para encubrir los buenos actos de AMLO, de los grupos de poder (supongamos los Rockefeller) para instaurar un nuevo orden mundial, con un estado invisible, liminal, un invento fantástico de la mente de un Jorge Luis Borges o de un José Emilio Pacheco? El resultado es peligroso, un virus que no existe en el no-lugar.

Cuando era un niño solía acompañar a mis papás a comer tacos en una calle que llamábamos la “calle del hambre”, porque está inundada de casetas blancas donde se venden tacos de bistec, buche, machito, nenepil o longaniza (el taco de pastor llegó en épocas recientes a estos puestos). La zona, localizada cerca del Río de los Negros en Santa Ana, una ciudad que forma una especie de zona metropolitana junto con Tlaxcala, San Pablo y otros municipios cercanos, nunca ha sido atractiva ni reluce por su crecimiento económico. En sí, Santa Ana, una urbe comercial como lo es Apizaco, en el oriente del estado, es fea. La mueve el comercio al menudeo, la venta de ropa, zapatos, algunas artesanías y hasta comida. Sin embargo, resulta cómodo pasearse por las aceras amplias e iluminadas por los locales. Lo que no ocurre con la “calle del hambre”, una zona casi siempre húmeda por las corrientes que bajan como riadas desde las zonas más altas del municipio, cercanas a La Malinche, el volcán tlaxcalteca.

Nunca me pregunté qué tan sano era comer en medio de esas riadas malolientes, entre perros callejeros y combis que no han sido verificadas en lustros. La comida de allí, por cierto, nunca me ha hecho daño. Es un lugar, a pesar de lo que pueda pensarse, ideal para pasar una media hora comiendo, sintiendo el vapor caliente en el rostro, los aromas arrebujados sobre el labio. Las preguntas ahora son inevitables: ¿los comensales asiduos a esas casetas se pensarían en la peligrosidad del Covid-19, creerían que es un invento del gobierno, una tapadera? ¿Restringirían sus visitas, serían menos los automovilistas que se detendrían junto a los puestos de tacos para comer sus pedidos desde la comodidad de sus asientos? ¿Irían todos los días los taqueros?

Los primeros días, cuando el Covid-19 apenas entró  a territorio nacional, los clientes no disminuían. Los días que más venden, me aseguraron los mismos taqueros, son los jueves, viernes y sábados. A veces la cantidad de clientes puede aumentar o aminorar. Pero no había preocupación. En una visita, cuando la pandemia ya estaba declarada y los brotes aún no emergían, solté una simple mención al “coronavirus” y las opiniones brotaron sin pena. “El virus es un invento del gobierno, como el chupacabras, ¿se acuerdan?”. “Si no nos ha matado la salmonela, menos este virus chino, aquí los tacos sí son de vaca”, “quieren tapar las cosas buenas que ha hecho AMLO, seguro es un invento del Tomandante Borolas”. Nadie creía en la pandemia, y su seguridad era contagiosa.

Tlaxcala es un ente extraño, un pulpo pequeñito cuyos tentáculos son capaces de alcanzar a sus habitantes. La gente se conoce y saluda cuando se encuentran en la calle. Era inevitable que este localismo permaneciera indiferente a la emergencia sanitaria. La comunicación, como ocurre ya en cualquier lado del planeta, se expandió en Tlaxcala conteniendo casi un único tópico: el virus. Conforme los casos fueron creciendo las voces en los cafés dejaron de tener la tranquilidad de siempre, al menos en apariencia, porque los grupos de personas que nunca han creído en las pandemias (y no hablo de los antivacunas sino de la gente a pie), han seguido en la negación. Bastaba caminar por el centro de Tlaxcala, en las calles de Apizaco, en las de Santa Ana, para darse cuenta de que, aunque empezaban a disminuir los viandantes, y los restaurantes y cafés ponían al alcance de los clientes botellas con gel desinfectante, el problema estaba ya presente en la mesa, en las conversaciones cara a cara y digitales.

Se había dicho que la llegada del  Covid-19 era inevitable. El país comenzó a responder. Después de una tranquilidad similar a la de los habitantes de Tlaxcala, iniciaron las conferencias de las 7 de la tarde, en contraposición a las “mañaneras”. Sin embargo, no parecía haber una diferencia significativa en la mayoría de los tlaxcaltecas… hasta que alguien tosía en el transporte público, porque entonces las miradas de desconfianza se hacían presentes.

Pocos días bastaron para que los negocios empezaran a tomar medidas. Poco a poco los anuncios de restaurantes y bares locales aparecieron en Facebook, Twitter o Instagram. Algunos tomaron medidas drásticas como cerrar sus puertas, otros realizaron maromas para que sus clientes pudieran comer o beber (lo que me parecía ridículo) sin estar demasiado cerca el uno del otro. El “coronavirus” era intangible, pero ya daba miedo.

El primer caso en el estado provocó que empresas y viandantes por igual empezaran a sentir miedo. Tlaxcala, y su zona metropolitana, no se han convertido en un páramo, por más que el imaginario colectivo crea que esto es un desierto. Los tlaxcaltecas son muy pocos a comparación de los de Ciudad de México, pero tampoco su densidad es tan distinta a otras ciudades de Nayarit, Michoacán, Tabasco o Hidalgo. En Tlaxcala sus habitantes salen diario a comer, comprar lo necesario, trabajar y divertirse. A pesar de la pequeña población, pensé que debería notarse un descenso en los transeúntes, en la gente que sale a pasear, en el tráfico. Y lo hubo,

De mi trabajo al centro de Tlaxcala distan unos 15 o 20 minutos en auto. El centro es un lugar agradable para pasar el rato o para caminar tranquilo, comerse una hamburguesa, tomar algo, pero es un pequeño infierno cuando se necesita realizar un encargo. Salí, hace unas semanas, a comprar el medicamento que necesitaba mi hermano, un adolescente que, a diferencia mía, ha tomado en serio el cuidado de su piel. Ve a un dermatólogo cuya clínica está, precisamente, enclavada en el centro. La travesía fue breve, salí del trabajo y llegué al centro descubriendo que me podía estacionar con mayor facilidad. El problema era que la farmacia estaba cerrada, el encargado había salido unos minutos. Me estacioné cerca de las instalaciones y me puse a observar lo que ocurría en el punto neurálgico de nuestras interacciones sociales. La única diferencia que noté fue que había más niños en la calle. No parecía que viviéramos una contingencia, sino más bien unas vacaciones. Me extrañó la actitud despreocupada de los viandantes. Mientras pensaba en mi propia responsabilidad ante el contagio, regresé a la farmacia. El dependiente ya estaba ahí, compré mi medicamento, le pregunté por la situación y me dijo que hasta ese momento todo estaba igual. “A menos que se asusten, nada cambiará”.

“Que se asusten”. Me dolió la idea. Es lo que necesitamos para hacer algo, que nos entre el miedo.

Dos días después la cabeza empezó a dolerme. No soy una persona en extremo social, disfruto las reuniones, pero no salgo demasiado. Casi siempre, como cualquier escritor freelance que realiza maniobras para tener ganas y energía de escribir después de su trabajo “normal”, tengo cosas que hacer. Había ya reducido mis salidas a la calle en la manera de lo posible. No creía que hubiera contraído Covid-19. ¿Cómo? Sin embargo, por las medidas federales, me mandaron a casa durante 15 días. Mi enfermedad resultó ser una gripa común, aunque mantuve la comunicación con los canales oficiales, por si me sentía peor y tenía que ir al médico.

Con cubrebocas y las medidas pertinentes de higiene, salía a la calle solo para comprar comida. Fui uno de los afortunados que no perdió su trabajo ni el goce de sueldo. Y, como parte de esa población, me puse a convivir conmigo mismo y mi perro. Podía seguir escribiendo esa novela que no parecía avanzar ni a golpes de marro. Pero sentía la necesidad de explorar, de seguir viendo el mundo, aunque no quedara con nadie. Así que me aventuré otra vez, por la noche y por la mañana, y algunos días también por la tarde, con cubrebocas, en mi auto, sin tener interacción con nadie. Los noticieros locales anunciaron el primer caso detectado en la entidad. La ciudad, solo entonces, cambió.

En el centro de Tlaxcala algunos restaurantes han cerrado, lo mismo que las librerías, los bares y algunas tiendas. Los viandantes son menos. Es posible estacionarse en la periferia del parque, algo que resulta complicado en un día normal por la profusión de automóviles pertenecientes a funcionarios de gobierno o dueños de locales. El tráfico, que nunca ha sido demasiado, disminuyó al punto de resultar cómodo a cualquier hora del día.

En medio de la pandemia, y de los casos confirmados en el estado, las noticias saltan como trampas destinadas a herir la susceptibilidad de quienes  nos lo tomamos en serio: un baile después de un cierre de carnaval en una localidad del estado y la aglomeración de maestros en la institución gubernamental de educación, la USET (Secretaría de Educación Pública de Tlaxcala), sin ninguna clase de protección o medida. Ni Susana ni Abraham. Hay formas de pasar una cuarentena, hay quien decide no exagerar, pero esos dos actos representaron una mentada de madre, un desvergonzado “nos vale madres ese pinche virus chino”. No es localismo ni necesidad de trabajar. Es eso, una mentada de madre.

Tlaxcala, el no-lugar, empezó a parecerme más cercana a ese páramo famoso del imaginario mexicano. Para comprobarlo regresé, en las primeras horas de la noche, hace pocos días, a la “calle del hambre”. No esperaba encontrar a mucha gente, pero tampoco que algunas casetas no estuvieran en su lugar de siempre. En las demás, la gente no se arremolinaba ni los autos aguardaban junto a los locales. Una vuelta por Santa Ana y encontré parques resguardados, con bancas protegidas por cintas para que nadie se siente en ellas, patrullas anunciando por perifoneo las medidas de seguridad e higiene (además de invitar a la gente a quedarse en casa), negocios cerrados. No voy a ser demasiado optimista. Ni siquiera la mitad de la población en Tlaxcala se ha confinado en sus hogares.

Imagen tomada de Pixabay.

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Mientras escribo esto, el Covid-19 infecta a tlaxcaltecas de manera exponencial. El gobernador ha confirmado en su cuenta de Twitter que son ya 38 contagios, y al menos uno ha requerido hospitalización. Comparando los números con los de otros países, ciudades o estados, parece poco, pero en la entidad ya hay más infectados que en Durango, Nayarit o Zacatecas. Tampoco, es cierto, que se apilan los cadáveres en las calles como en Guayaquil, ni las ambulancias suenan todo el tiempo como en Nueva York. Y ese es el problema, la dificultad psicológica a la que muchos nos enfrentamos: cuidarse de algo invisible. Parece algo que pasa en una película, en Tren a Busán o en Contagio. Lo que ocurre allá afuera no puede ocurrir aquí. El chiste tópico sobre la inexistencia de Tlaxcala ha terminado por contaminar a una parte de sus habitantes. “El virus no nos ve porque no existimos, tal vez sí somos un páramo.” Pero el virus con su nombre regio, el Covid-19, ese tipo de SARS del que no se tenía registro, existe, no es un páramo ni un silencio, un eco de las posibilidades de la vida ante la muerte.

Mis vecinos realizan fiestas cada tercer día, entonando canciones de banda a todo pulmón. Me cuenta mi madre que todos los días escucha las campanas al vuelo, el repicar constante de una iglesia que llama a misa. Los tianguis de Tlaxcala (a excepción del sabatino que se instala en el centro) parecen trabajar normalmente, algunos vendedores portan mascarillas e invitan a sus clientes a ponerse gel antibacterial.

Por las calles de Apizaco se puede apreciar cómo han cerrado ya negocios, plazas y se ha restringido el acceso a los parques, aunque la gente pasee despreocupada. En los alrededores del estado, en poblaciones y municipios más pequeños, es común observar a familias enteras, casi siempre de padres jóvenes, caminando hacia sus casas sin ningún tipo de preocupación. El verdadero miedo no parece estar en las calles, sino en las redes sociales, en los pensamientos de amigos y vecinos que empiezan a desesperarse, que comparten noticias sobre el avance del Covid-19, que se pelean contra desconocidos al defender una idea.

“Los tlaxcaltecas siempre han sido tercos”, esa es una aseveración que le he escuchado a mi padre en diferentes ocasiones, ese debe ser el motivo por el que nos aferramos a “la normalidad”, a pesar de que el miedo hacia una enfermedad invisible y potencialmente mortal sea palpable en nuestro comportamiento, en el temor a las aglomeraciones, en la baja concurrencia a puestos callejeros de comida, en la mirada aprensiva contra una persona que empieza a toser.

Tanto Tlaxcala como el Covid-19 no son una fantasía, por más que nos parezcan entidades muy pequeñas, ínfimas. Tampoco son un chiste fácil, el lugar de los fantasmas, nunca un páramo.


Autores
(Tlaxcala, 1988) es egresado de la licenciatura en relaciones internacionales de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (upaep). Ha colaborado en medios físicos y digitales como Ágora, Letrarte y Momento. Parte de su obra se incluye en las antologías Seamos Insolentes (2011) y Sampler (2014). Ha sido becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA; 2013, 2018), del Fondo para la Cultura y las Artes (Fonca, 2016) y de Interfaz (2018). Asimismo, obtuvo el Premio Estatal Dolores Castro de Poesía 2016, el Premio Tlaxcala de Narrativa 2017 y una mención honorífica en el XXXIV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2018).
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Fotografía cortesía de la autora
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