Tierra Adentro

En «¿Qué es la poesía menor?», T.S. Eliot dice que una de la fun­ciones más significativas de la poesía, lo mismo que de las anto­logías que la recogen, es «dar placer». También señala distintos tipos de recopilaciones, entre las que se encuentran las canóni­cas, cuyo propósito puede ser «el interés de la comparación, de acceder, en un espacio breve, a una sinopsis del recorrido de la poesía»; y las de los jóvenes poetas, cuyas obras no son muy cono­cidas pero que desean darse a conocer por medio de un volumen conjunto. El Ómnibus de poesía mexicana (1971), de Gabriel Zaid, itinerario razonado que va de las obras de las culturas prehispáni­cas hasta la generación más reciente de poetas mexicanos en ese entonces, es un ejemplo del primer caso. En cuanto al segundo, está Divino tesoro (2008), de Luis Felipe Fabre, que recoge las obras de autores jóvenes que fueron invitados a participar en un festival.

Las antologías difieren según sus intenciones, temáticas, pro­gramas y alcances. Es tan elevada la proliferación de compendios poéticos que el lector interesado tiene nimias oportunidades de seguir su paso. Uno lee una o dos por año y se da por bien servido. En México, confeccionar antologías y muestras de poesía reciente se ha convertido en un deporte típico, como el futbol o el billar; y más aún elaborar compilaciones de la Lírica Nacional. Todas son diferentes, aunque comparten una «dialéctica de la distin­ción», siguiendo a Pierre Bordieu en Las reglas del arte; es decir, cada antólogo busca arrogarse una especie de verdad al declarar tácitamente que su libro es «el bueno»; señala, con disimulo y vanidad, que los poemas que reúne son los verdaderos (para algu­nos la poesía aún posee esa aura de autenticidad insoslayable). El terreno que pisa el antólogo, en el caso de las muestras de poetas vivos es, con frecuencia, resbaloso, por dos razones: las antolo­gías poéticas casi siempre las compila un vate y no existe una distancia temporal que permita un discernimiento crítico. Así, no resulta ocioso preguntarse si la poesía escrita en México es un producto redituable. ¿Es tan excelsa la poesía actual de este país como para merecer la cantidad de antologías que la representan?

AGPMDA

La respuesta de Juan Domingo Argüelles a ambas preguntas es afirmativa. En el prólogo al segundo tomo de la Antología general de la poesía mexicana (Océano, 2014) señala:

La poesía mexicana de la segunda mitad del siglo xx a nuestros días […] es moderna y contemporánea, actual […], pero sobre todo es diversa en una multitud de voces que algunos quisieran uniforme (para, precisa­mente, poder «caracterizarla»), y sobre todo asume sus riesgos que no pocas veces parece suicida: apela a la atención de los lectores que cree merecer o que merece, más allá de prestigios y desprestigios, más allá de cánones y monumentos, más allá de lápidas y panteones.

Para mostrar esta «diversidad», Argüelles seleccionó poemas de autores nacidos entre 1951 y 1987 de distintas regiones del país con, al menos, un libro publicado. La propuesta fue aprehender los poemas más representativos de la historia de un país. En el primer tomo de la Antología general de la poesía mexicana se seleccionaron poemas de los siglos XIV hasta la primera mitad del siglo XX; la se­gunda parte se circunscribe a ciento sesenta y siete autores nacidos después. La disparidad es evidente y una de las lecturas que se despren­den de este desequilibrio es que la poesía actual —Argüelles la llama «presente poético»— tiene el mismo peso que seiscientos cincuenta años de tradición.

Se ha dicho, pero no suficientemente, que el marco de referencia de una antología se define por lo que contiene pero también por lo que margina. En este caso, lo ausente, por tratarse de una antología que se pretende exhaustiva, es demasiado, y no porque falten poe­tas que sumar al abultado número de autores,[1] sino por la visión restringida de lo que se considera poesía. Un ejemplo: el antólogo puede o no gustar de soportes discursivos que no sean los poemas en verso y prosa, pero lo cues­tionable es que no exista mención, ni siquiera en el prólogo, de obras performáticas o en pla­taformas audiovisuales, sonoras, gráficas o elec­trónicas de artistas y escritores mexicanos. Esto resulta llamativo siendo que en México se cele­braron, a partir de 1985, varias bienales de poesía visual y experimentales, que junto con el Festival Poesía en Voz Alta, en sus distintas épocas, han ampliado, discutido y cuestionado las nociones de lo poético. Aun más, obras fundamentales de dos poetas canónicos en la tradición mexica-na, José Juan Tablada y Octavio Paz, son precisamente poemas que, explícitamente, buscan expandir los límites de lo textual. Otras ausencias notables en esta antología son las de la poesía en otras lenguas que no sea el español (sólo hay textos en zapo­teco de la poeta Natalia Toledo), movimientos como el hip-hop y aproximaciones estéticas desde ángulos como el arte-objeto y las escrituras colaborativas, que han tenido una impronta con­siderable en la poesía reciente. Con esto quiero decir que si la selección no responde únicamente a un «gusto personal» no es claro cuáles fueron las consideraciones pertinentes en el proceso de elaborar una antología general de la poesía mexicana de las últimas cuatro décadas.

Necesariamente una antología así de vasta tiene buenos mo­mentos —hay textos y autores que descubrí y de los que me con­vertí en perdurable lector instantáneo; otros que ya conocía y que me dio gusto volver a leer—; sin embargo, confieso que leer este libro de corrido fue aburrido. Una de las desventajas de es­tas compilaciones es que revisar cuatro o cinco páginas resulta insuficiente para obtener una visión representativa de algunos autores, aunque en otros casos diez versos son excesivos. Tras mi lectura, lo poco caracterizable, y la presunta heterogeneidad y diversidad y pluralidad y variedad de la poesía mexicana —su salud— resultan inverificables. Es cierto que a lo largo del libro ingresan y desaparecen distintas presencias, espectros indigesta­dos de la filosofía francesa que repiten rizoma como un mantra, boleristas trasnochados, feministas paradójicas del erotismo cur­si, aficionados autistas del bossa nova, gramáticos chabacanos, turistas de lo grecolatino que pretenden abolir la fealdad de sus terruños, místicos que quieren alcanzar a dios lanzando latinajos, cirujanos plásticos del lugar común, humoristas epigramáticos e involuntarios, paisajistas irredentos, coloquialistas doctrinales, onanistas frívolos, subversivos triviales y trivializadores, versifica­dores ortodoxos y asimétricos, posmodernos anacrónicos, mer­caderes de la verborrea, profesionales del neologismo, chistositos, sabihondos, patriotas, declamadores caducos, los demasiadísimo inspirados, etcétera. La variedad de especímenes no es suficiente como para deducir la vitalidad de la poesía nacional —si es que estas páginas verdaderamente la representan—, pero sí su endo­gamia crónica, el virus de la gran familia mexicana.

Finalmente, el antólogo señala en la introducción que su «se­lección considera el gusto personal, pero no se reduce a él», y añade que también se consideraron otros factores como libros publicados y su recepción crítica, premios recibidos y la voca­ción. Esta parca información ofrece escasísimo conocimiento sobre cómo se escogieron a ciento sesenta y siete poetas de un universo diez veces mayor. A diferencia de otras antologías de alcances similares, como el ya mencionado Ómnibus de la poesía mexicana o la extraordinaria The School Bag, de Seamus Heaney y Ted Hughes, Argüelles no agrupa a los autores y tampoco propo­ne rutas de lectura (a lo más que llega es a separar a los incluidos por la década en que nacieron, como si éstas fueran comparti­mentos ideológicos). A pesar de estas omisiones, el gusto del an­tólogo (que no está descrito pero que, salvo algunas concesiones, privilegia la poesía poética escrita por poetas) puede rastrearse a partir de las inclusiones y exclusiones, y la discursividad presente en sus páginas.

Una antología muy diferente es Poetas parricidas (Cuadrivio Ediciones, 2014). Si el primer libro reseñado es más próximo al primer caso identificado por Eliot, esta segunda antología per­tenece al segundo. En este libro se compilan poemas de treinta autores de distintas regiones de México. Comparten la caracterís­tica de ser jovencísimos (nacieron entre 1989 y 1998) y, según «los editores» (así está firmado el prólogo), «están inconformes con el mundo que se disuelve» (sic). De inmediato llama la atención lo estentóreo del título. No se sabe si responde a una voluntad corro­siva por parte de los poetas antologados o a un truco publicitario de los editores; me inclino por lo segundo, sobre todo porque al principio de la introducción se explica que los autores fueron se­leccionados por Luigi Amara, María Baranda, Armando González Torres y Armando Oviedo (los tres primeros incluidos en la An­tología general). Después de todo, el que los jóvenes hayan sido seleccionados por poetas con una trayectoria reconocida hace de esta supuesta ruptura un elemento confuso y contradictorio, que más que estimular la lectura, estorba.

Mientras el lector avanza podrá percatarse de que la mayoría de los autores reunidos en el libro no posee un discurso indivi­dual, lo que es muy comprensible en una antología que reúne autores de veintiséis años o menos. También son patentes algu­nas debilidades propias de quienes comienzan a escribir, como el arrebato lírico, el vocabulario pretendidamente poético y el mal­ditismo anémico. Quedan en entredicho las hiperbólicas frases de la introducción: «La rebelión no es sólo de la forma, sino de la estructura, del lenguaje, la gramática, la sintaxis, las metáforas y, en general, de todas aquellas estructuras que han surgido de su insurrecta travesía». Otra vez viene a cuento Eliot, quien escribió: «Un poema totalmente original sería totalmente malo; en un mal sentido, sería “subjetivo”, sin relación alguna con el mundo al que apela». Una condición de la poesía es su estar a medio camino entre tradición y presente: no podría ser posible sin lenguaje. A pesar de estas deficiencias discursivas, en Poetas parricidas apa­recen algunos poemas notables que poseen ímpetu, imaginación y originalidad, como los de Andrea Alzati, Luis Angulo, Marisol Jiménez, Kevin Martínez, Andrés Paniagua, Adelmar Ramírez o Martha Rodríguez Mega, que hacen de este libro un acertijo y una lectura placentera.

En El placer del texto, Roland Barthes reflexiona sobre el gozo de la lectura: «Si leo con placer esta frase, esta historia o esta pa­labra es porque han sido escritas en el placer». En las antologías, esa complicidad compartida entre autor y lector incluye, también, al compilador. Quien reúne poemas tendría considerar el placer que el lector hallará en toparse con ellos, sean de autores jóvenes o con trayectoria, vivos o muertos, menores o mayores, como su­braya Eliot en su ensayo. Antologar no es una tarea simple que signifique ordenar un grupo disímbolo de escritos en orden cro­nológico o apiñarlos arbitrariamente. La labor de quien recoge textos implica, fundamentalmente, respetar el placer de la lectura, es decir, agrupar, explicar, ordenar, proponer rutas y trazar nue­vos itinerarios. Y eso es lo que en ocasiones se echa de menos.

 

 

[1]Cabe mencionar que Argüelles menciona en el prólogo que no recibió respuesta del tres por ciento de los autores a los que solicitó autorización para publicar sus poemas. No obstante, existen ausencias notables que dan cuenta del carácter ne­cesariamente subjetivo y parcial de la obra. Desde mi punto de vista, la inclusión de textos de Víctor Hugo Piña Williams, Alfonso D’Aquino, Laura Solórzano, Ángel Ortuño, Eugenio Tisselli, Pedro Guzmán, Luis Felipe Fabre, Dolores Dorantes, Eduardo Padilla, Maricela Guerrero, Efraín Velasco, Hugo García Manríquez, Óscar David López, Feli Dávalos e Inti García Santamaría habrían dado un carácter más “general” al libro.