El balcón de la Central de Abastos. Dispositivo parasitario de intercambio cultural
El balcón de la Central de Abastos es un dispositivo parasitario que busca indagar en las relaciones de poder que operan en el mercado más grande y problemático de la ciudad de Oaxaca de Juárez. Así lo define su creador, Saúl López Velarde, artista de teatro y performance. Desde el año 2011, comenzó a promover un programa de actividades artísticas y recreativas en diferentes zonas del mercado, involucrando principalmente a niños de una escuela aledaña y a sus padres. La idea de crear El Balcón y generar público nuevo entre comerciantes, diableros, cargadores, artesanos, boleros, despachadores, cocineras, y sus respectivas familias (quienes vienen desde distintos puntos de los Valles Centrales a trabajar entre los pasillos de este monstruo laberíntico), surgió después de representar en sus inmediaciones la obra homónima de Jean Genet y tener una respuesta positiva por parte de los espectadores.
En una ciudad que se enorgullece de su diversidad cultural, de ser Patrimonio de la Humanidad y conservar tradiciones ricas en mestizaje, lo que se encuentra en la periferia y no atiende directamente las necesidades del turista, queda relegado, pasa a formar parte de una realidad distinta a la ofrecida entre el empedrado histórico y la cantera verde. El centro de Oaxaca es un sitio hermoso y bien cuidado donde se llevan a cabo casi todas las actividades culturales y recreativas del municipio. Al centro se va a pasear y disfrutar, a hacer trámites burocráticos, a saldar cuentas o comprar artículos de primera necesidad, pero también a protestar y hacer mítines políticos, bloqueos o marchas. Ahí se concentra el poder en sus múltiples facetas y se hacen visibles las brechas socioeconómicas que nos separan. La periferia siempre ha nutrido al centro. La ciudad se define a partir de esta trayectoria, según lo que se acepte o rechace de ella. La riqueza cultural que se representa en la Guelaguetza[1], por ejemplo, viene de comunidades a lo largo y ancho del estado y se puede encontrar en los pasillos del mercado de Abastos, pero sólo se valida cuando es ofrecido a la mirada del otro como espectáculo, cuando se convierte en representación. En los sesentas, las autoridades quisieron poner orden en los mercados de la capital y lidiar con su sobrepoblación, decidieron transferir provisionalmente a los locatarios al casco de una ex hacienda ubicada a orillas del río Atoyac. El resultado fue este mercado, una galera construida con lo que se tenía a la mano y ensanchada por locales que serpentean irregulares; espacio también de intercambio y convivencia de múltiples etnias y lenguas, y al mismo tiempo, un foco rojo donde abundan robos, delitos de toda índole y hasta prostitución infantil. Esta forma de acercarse a la comunidad del mercado no es nueva. Hace tiempo se llevaron pequeñas dosis de actividades artísticas como conciertos de la Filarmónica del Estado y talleres de pintura, dibujo y literatura. La diferencia con el dispositivo parasitario de El Balcón radica en la continuidad que Saúl y sus colaboradores le han dado durante más de tres años y la gran cantidad de actividades que han desarrollado: obras de teatro, performance, danza, conciertos, murales, talleres de música, literatura, artes plásticas, y fotografía, visitas a museos, talleres de cerámica y fábricas, incluso abrieron una estación de radio de corto alcance para que locatarios compartieran sus experiencias dentro del mercado, y convirtieron un diablito en biblioteca móvil que se pasea por los pasillos y en las calles circundantes. El Balcón se ha impuesto una tarea difícil que sus integrantes desempeñan sin colgarse medallitas de superioridad o salvación. Compartir conocimiento es quizás la clave para entender cómo actúa, entre locales y puestos, este dispositivo parasitario. Saúl me dice que El balcón no se propone enseñar en un sentido catedrático, sino compartir y aprender de quienes se involucran en sus actividades. La parte más difícil es —quizás— entender dónde radica su utilidad, el vínculo que se establece con ese universo y que a fin de cuentas se traduce en un vínculo hacia el otro. Este es un problema magnificado por dinámicas posmodernas como el individualismo, la falta de empatía y la soledad. A lo largo del tiempo, las esferas entro lo público y lo privado fueron separándose, opacando espacios donde la convivencia quedaba restringida a operaciones mercantiles, a tránsitos hacia destinos específicos. El mercado, no obstante, sigue siendo un sitio donde se combina infinidad de dinámicas sociales, constituyendo una comunidad viva que además alimenta a la ciudad, se trata de una forma (no tan) impersonal de consumir. En los lugares donde las fantasías heredadas de la vida corporativa no llegaron completamente, o fueron transformadas generando versiones híbridas (donde no sólo se trabaja sino que se convive), la comunidad no desapareció. Ése es el caso del mercado. Pero la comunidad y sus múltiples problemáticas, y la búsqueda del ser humano por tratar de vivir en paz apelando a prácticas de convivencia no son, sin embargo, asuntos que debamos idealizar, como también hacemos con los pueblos originarios donde igualmente existen jerarquías, discriminación y violencia. No hay un modelo de comunidad, todo se va generando en la marcha. Tal vez quienes más necesitan de ese sentido de igualdad y empatía sean quienes se hen alejado del otro para, paradójicamente, hablar de él. El balcón hace evidente esta necesidad mutua, la noción de que el arte no pertenece a una esfera superior e inalcanzable, sino que narra —con otro lenguaje— las vicisitudes de lo cotidiano, y que la comunidad no representa un ideal sino una práctica que por su naturaleza genera errores y promueve dinámicas que deben desaparecer. Dejo aquí imágenes de su archivo y la entrada a su blog: http://elbalconcentralabastosoaxaca.blogspot.mx/