El vicio del MacGuffin o para no ser incrédulos
Con Paul Thomas Anderson he tenido una relación de “voy al rato”. Se estrenó There will be Blood (2007); dije “cuando la saquen en pirata” y hasta bajé el soundtrack para ambientarme. No la he visto.
Oí y oí que Boogie Nights era una de las películas más divertidas para ver en Año Nuevo. La compré afuera de la Facultad de Filosofía y Letras en 2008; el DVD está en un cajón donde guardo el papel para reciclar. Magnolia (1999) se propuso para un sábado de películas hace meses y sigue en mi disco duro sin ser vista.
Estuve a punto de ver The Master (2012) en Cuevana el año antepasado, pero creo que era jueves y tenía mucho sueño. Nunca la terminé. Era justo ver las dos horas y media de Inherent Vice (2014), sobre todo porque días antes, en una fiesta, había defendido a ultranza que Paul Thomas Anderson era el responsable de Resident Evil (Paul W. S. Anderson, 2002). La escena clásica de apertura del noir: una hermosa, peligrosa y, aun así, frágil mujer entra al recinto de un detective privado y le encarga un trabajo; casi nunca da muchos detalles y, así como llega, la femme fatale desaparece.
Inherent Vice empieza igual. Doc Sportelo, un detectiveprivado/hippiedelossetentas/maestrodeldisfraz, recibe la visita de Shasta, su exnovia, quien —“viéndose como siempre juró que nunca se vería”, según lo que nos dice la narradora— le cuenta el enredo en el que está metida: la esposa de su amante, magnate de los bienes inmobiliarios, planea eliminarlo del mapa y quedarse con su fortura; Shasta, por supuesto, está en medio y teme por su vida. Desaparece y Doc comienza su investigación.
Doc, siguiendo su “buen” olfato detectivesco y después de entrevistarse con un expresidiario misterioso, llega a un prostíbulo en donde lo noquean; pasadas las horas, despierta con sangre en la frente y junto a un cadáver con sangre en la nuca. Su némesis, el policía/ultraconservador/casquetecorto/provietman “Big Foot”, junto con una docena de patrullas, lo está esperando. A partir de aquí, los giros de la trama y los personajes se vuelven un torbellino de complicación difícil de seguir. Hasta que sale a escena The Golden Fang.
The Golden Fang empieza como un barco de un actor excomunista, pasa a ser un banco de contrabando de heroína, se transforma en un sindicato de dentistas, se convierte en un cártel chino, pasa a ser un abogado corrupto y termina por ser una familia de cinco (narcotraficantes). Es un elemento importantísimo para todos los personajes de la trama, pero es una mera excusa para el espectador. Es lo que Hitchcock llamó un MacGuffin.
El genio gordo explicó el MacGuffin como una cosa por la que todos los personajes se pelean, digamos que es su “razón de ser y de actuar”, pero que, durante la historia, nunca se explica qué es exactamente.
El MacGuffin, entonces es una estrategia narrativa. Si bien está “mal hecho” (el MacGuffin debe quedar inexplicado y oscuro), sirve para reforzar la estructura que permite contar (y entender) historias ficcionales: suspension of disbelif (en español, suspensión de la incredulidad). Esta suspension es la capacidad que tiene el oyente para ignorar las diferencias y oposiciones entre el mundo narrado y el mundo real. Aunque fue Coleridge quien acuñó el término en 1817, la estructura funciona desde tiempos arcaicos, por ejemplo, es la herramienta que sirve para no desechar toda fábula de Esopo al saber que, en el mundo real, ningún animal habla (aunque quién sabe). Otro ejemplo: para disfrutar de Back to the Future, uno debe ignorar el hecho de que el viaje en el tiempo es imposible dentro de los estándares de la física contemporánea (aunque, también, quién sabe).
No sólo el lector/espectador aporta generosamente esta suspension, sino que ella se gesta, al mismo tiempo, dentro de la historia. Si los elementos que la historia da son malos o no están buen conjugados, por más que un lector amable quiera suspender su incredulidad y pasar por alto las diferencias con el mundo real, simplemente no lo podrá hacer.
Lograr la suspensión of disbelif es lo que más le importa a una trama ficcional, el paso que le permite comunicarse con el mundo real, porque quiérase o no, el segundo sigue siendo la vara de la primera. Cuando uno se enfrenta a su vida, puede haber sucesos increíbles, pero, al fin y al cabo, los cree porque existen (o porque creemos que existen; lo cual, al final del día, es lo mismo). Si la ficción no llega a tener la fuerza del mundo real, entonces, no llega a “tocar” la vida de quien lee o ve esa ficción y no sucede.
No es que sólo valgan las historias basadas en hechos verídicos o que el realismo sea el único esquema posible para la ficción. Las tramas de ficción son como una mentira que el otro sabe que es mentira, pero que de todas maneras quiere escuchar; es decir, suspende por un momento su juicio y se la cree por un segundo. Si la mentira no está bien estructurada, no podemos engañarnos ni siquiera un segundo. Las mentiras mal contadas nos repugnan.
Cuando en la vida real conocemos a alguien, sabemos que no está en un escenario sólo para que asistamos a sus aventuras; es una persona y existe independiente, tiene lados oscuros que nunca descubriremos, no importa qué tan cercana sea. En la ficción, lo que aparece sólo existe para que lo veamos. Una película no tiene otra dimensión de ser que en el espectador (Holly Golightly, por más que uno quiera, no es Audrey Hepburn y no está “viva” más que cuando alguien ve Breakfast at Tiffany´s); su nivel de existencia empieza y termina con la duración de la película. Y el espectador lo sabe.
Si sabemos que la ficción es una puesta en escena para nosotros y si se quiere lograr una efectiva suspensión de la incredulidad, es necesario aportar una zona oscura a los personajes (de la manera homóloga a como las personas que conocemos tienen zonas oscuras para nosotros). El MacGuffin es esta sombra: algo que al espectador no le interesa (porque no se le explica) pero que a los personajes (casi a todos) sí. Esa zona oscura que se crea con el MacGuffin permite creer que no sólo estamos asistiendo a una puesta en escena donde todo está ahí para que lo veamos —¿por qué, entonces, si fuera así, no nos explican todo?—. Es más fácil suspender el juicio cuando hay un MacGuffin, cuando una zona oscura convierte a los personajes en algo más que títeres en de la ficción (aunque, al final son únicamente eso).
The Golden Fang es la zona oscura de todo Inherent Vice. Si pudiéramos preguntarle a Doc Sportello o a Shasta o a Bigfoot de qué trata ese momento de sus vidas ficcionales, responderían “Descubrir qué es realmente The Golden Fang”, aunque, para el espectador, esa cuestión es bien secundaria. Lo que importa de Inherent Vice son los personajes y la trama que se desarrolla a partir de un vacío en el centro, que no es un enigma, sino sólo eso: un vacío, un McGufinn.