Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

Entramos al pueblo acompañados por las campanadas de la iglesia. Arturo lucía nervioso y los tañidos no hacían más que inquietarlo. “La gente de aquí ¿no duerme?” Era 24 de octubre; se lo señalé. Arturo me miró por unos segundos antes de sonreír, como si quisiera convencerse de lo que yo decía. Nos adentramos en las profundidades de la Sierra de Ajcopica y no teníamos idea de lo que encontraríamos.

Arturo siempre decía que yo me había convertido en una mujer temeraria. La mayoría de las veces me miraba con admiración; se sentía orgulloso de mi trabajo, de mi resolución, pero en otras ocasiones parecía temer por mí, por lo que era capaz de hacer para cumplir mis objetivos. “La sensatez siempre va acompañada de temeridad”, decía, y yo no podía estar más en desacuerdo con su frase contradictoria.

Arturo tenía miedo y no lo culpaba. Había tenido malas experiencias en su trabajo de campo en Veracruz, buscando los rastros de un culto basado en la figura de una niña decapitada. Lo que hacíamos al norte de Tlaxcala era diferente, se lo decía de manera constante. Él no parecía estar de acuerdo. Si ocurría algo como en San Luis, ya podíamos despedirnos de cualquier salvoconducto.

Habíamos rastreado tradiciones similares por todo el país, después de los ataques de algunos carteles en San Luis Potosí, y no tardamos en hallar rumores por todas partes; sin embargo, la presencia del “culto” se hacía presente tan sólo en el Valle de México y al sur del Bajío. “El Veladito” seguía teniendo reminiscencias de violencia y actos sanguinarios, y Arturo tenía miedo de que ocurriera lo mismo en cualquier otra parte donde el santo fuera venerado.

No estábamos seguros de si el culto era idéntico, o tan siquiera similar en San Rafael del Velo, en la Sierra de Ajcopica, al norte de Tlaxcala. Habíamos escuchado sobre cierto sincretismo en la región, leyendas que podían encontrarse en el norte, de santos populares semejantes al Niño Fidencio y de la creencia en criaturas similares a los arcimboldi del sur de Tierra Grande. No culpo a mi compañero. Lo ocurrido en San Luis, con el enfrentamiento entre cárteles durante un Xantolo, unos años atrás, causó tantas bajas de civiles como para provocar su nerviosismo. Si hubiera puesto mayor atención a las reticencias de Arturo, tal vez nunca habríamos pisado la Sierra de Ajcopica.

Cuando entramos al pueblo, con la camioneta dando bandazos por el mal estado de los caminos vecinales, podía sentir la agitación de mi colega, como si yo fuera la de los vellos erizados. Sin embargo, conocía desde hace algunos meses a Arturo, y me resultaba evidente que estaba enamorado de mí. Parte de su nerviosismo, se debía a nuestra cercanía y quizás un poco más. A veces pecaba de un ego lo bastante elevado, como para pasar por alto las cosas importantes.

Nos estacionamos cerca de la iglesia y luego caminamos unos cuantos metros por la calle principal. Don Gemayel nos gritó desde el pórtico de una casa señorial, deteriorada por el tiempo. Al acercarme, seguida de Arturo, quien trataba de descubrir los detalles de la fachada del templo, puse atención en los acabados del portón de madera, en el que parecía descansar nuestro contacto, mientras fumaba un cigarro sin filtro.

“Los esperamos desde hace horas, pero, ya se sabe, la comunicación en toda esta zona de la sierra es bastante mala; me da gusto que los hayan dejado pasar en las casetas; yo mismo les hablé para que ustedes no tuvieran problemas, pero hay que estar atento, por eso me he estado dando mis paseíllos, a ver si los encontraba por el camino. No me equivoqué.”

El hombre, ya cercano a los setenta, nos abrazó como si fuéramos amigos perdidos largo tiempo o familiares queridos. El doctor Guardiana me había pasado el contacto de don Gemayel y de don Abundio, ambos concejales de San Rafael del Velo. No hizo falta contactar al segundo, pues don Gema, como le gustaba que lo llamáramos, pudo hablarme de las “pequeñeces del pueblo”, y parecía verdaderamente feliz de que grabáramos en él algunas partes de nuestro documental.

Le había explicado al concejal que no éramos cineastas per se, aunque nuestras grabaciones tendrían un trato profesional, sino antropólogos de la Universidad de Tierra Grande haciendo una estancia en la ENAH de Tlaxcala. Nuestra especialidad, le comenté, eran las tradiciones colmadas de sincretismo, los vestigios de ritualidad originaria, o incluso de una naturaleza heterodoxa.

No quería ofenderlo respecto a la imagen resguardada en Rafael, pero no hizo falta disculparme, pues don Gema me habló largo y tendido sobre las fiestas del pueblo, además de lo que podía decirse sobre El Santo Elevado, como les gustaba llamar a San Rafael Ichtakayotli, o Ichta-Ichta, como también solían nombrarlo de cariño.

Nuestro anfitrión nos invitó a pasar a su casa. Para celebrar las fiestas patronales, las familias acostumbran reunirse para comer tamales, mixiotes o pipián. Aceptamos encantados, pero antes queríamos visitar el templo para manifestar nuestros respetos. La idea pareció incomodar a don Gema, quien, aun vacilando, terminó por aceptar que fuéramos a la iglesia, aunque no podíamos entrar, pues sólo los Ichtatzin, especie de fieles ardorosos que “cuidaban a la figura durante su fiesta, y quienes eran elegidos en mayo, podían estar dentro del templo esa noche y parte de la mañana siguiente. Alrededor del mediodía, cuando “el sol se volvía rojo”, la gente común podía ingresar.

Aunque Arturo no hablaba con nuestro anfitrión, había llevado una grabadora para registrarlo todo, además de su cuaderno de anotaciones de toda la vida. Había aprendido taquigrafía en la preparatoria y eso le permitía registrar cualquier charla de manera eficaz, además de que sus bocetos siempre eran impresionantes, colmados de detalles.

Esa misma noche, Arturo me diría que mientras caminábamos hacia el templo, con apenas unos metros separando la casa de don Gema de la iglesia, vio a varias mujeres vestidas con un velo negro, de pies a cabeza, paradas en los porches. Y, aunque era imposible ver sus rostros, sintió que no dejaban de observarnos.

El templo era inmenso, mucho más de lo que uno podría esperar en un rincón del norte de Tlaxcala, tan enclavado entre los cerros que hacía pensar en las dificultades para acarrear la piedra con la que había sido construido. Don Gemayel, como si hubiera escuchado mis pensamientos, comenzó a hablarnos de su construcción.

“La Iglesia de San Rafael del Velo es muy antigua, más de lo que dicen los reportes esos de los frailecillos. Aquí tuvimos a franciscanos, y los cabrones, disculpe la palabra, decidieron traer a los dominicos, porque la gente de aquí era muy salvaje. Debió ser una comitiva muy pequeña, pero esos eran los peores. Vinieron a latiguear a la gente que no le gustaba arrodillarse ante la cruz. Y luego, cuando ejecutaron a las cabezas de los señores importantes y de sus familias, desmoronaron nuestros templos y erigieron otros. Luego se fueron y dejaron a los franciscanos.

No eran salvajes, dijeron, pero eliminaron todo rastro de nuestras creencias, o eso creyeron. Y por ello levantaron esta iglesia tan monumental. Aquí hay piedra, nomás hay que caminar tantito hacia los cerros del oriente y hallarán lo que necesiten. Teníamos de todo, y los frailes lo ocuparon en la iglesia. Por eso la ve tan grandecita.”

Un templo sobre otro más antiguo no era ninguna novedad en el país, lo que nos pareció sorprendente fue la altura de la torre central. Vista a comparación de los cerros que rodean San Rafael, la construcción no era nada, pero desde el atrio lucía tan inmensa como una catedral gótica de Europa Central. Las fotos no le hacen justicia.

Don Gemayel nos acompañó hasta las puertas de la iglesia, de apariencia casi tan antigua como la piedra con la que habían levantado la nave. “Hay árboles muy grandes en la zona, gruesos y de gran tamaño. Según consta en nuestros registros, tardaron meses en tallar las puertas, hechas con dos árboles encontrados en las cimas de estos cerros, y el tachonado de bronce lo realizaron maestros artesanos del norte, quienes estuvieron un tiempo en el pueblo, trabajando como mejor podían. El resultado, como verán, es impresionante.”

Nuestro anfitrión no mentía. Dentro pudimos observar una decoración rústica en los laterales de la nave, a pesar del retablo dorado que, imaginamos, sería uno de los grandes orgullos de la población. Una inmensa pintura colocada encima del nicho central, que casi abarcaba hasta el remate, mostraba una escena apocalíptica con ángeles cayendo del cielo, dirigiéndose hacia una tierra colmada de ciudades ardientes.

Desde el atrio apenas alcanzábamos a distinguir en detalle los iconos o los demás cuadros del retablo, pero bajo la pintura yacía el nicho donde, supusimos, yacía San Rafael, velado por un manto negro que impedía cualquier atisbo de su famosa hechura.

Habíamos elegido el pueblo por sus tradiciones que, según nuestros estudios preliminares, nos parecían más que sincréticas, herejías. Cada determinado tiempo, que era señalado por un concejal elegido por sus dotes “adivinatorias”, el imperfecto leía los cielos y consultaba los registros astrológicos que no podían ser examinados por nadie ajeno al pueblo; determinaba la llegada de una “candela”, en la que se quemaba alguno de los íconos de San Ignacio, cuyo propósito era, especialmente, ser abrasado en una hoguera frente al atrio del templo para “alumbrar el camino de los celestiales”, sin que hubiera explicación de lo que esto significaba originalmente.

Sin embargo, Arturo había sentido fascinación, y también rechazo, por la figura central del culto del pueblo, la imagen de San Rafael, supuestamente realizada por seres caídos del cielo, quienes, para agradecer la hospitalidad de la gente de la zona, en una época en la que debieron esconderse, tallaron en la madera de un árbol partido por el rayo una efigie de un santo que, poco antes de irse, mostraron como una representación del Arcángel Rafael, el patrono de la sanación y de las aguas.

La imagen del arcángel se convirtió, de inmediato, en objeto de veneración por parte de los pobladores del pueblo y de sus alrededores. Según consta en una de las pocas crónicas concernientes a San Rafael que han sobrevivido, tomando en cuenta el mutismo respecto a los detalles de la imagen y que una parte de sus tradiciones se ha transformado en una consigna para los habitantes del pueblo, la belleza de “Ichta-Ichta” es tal que resulta complicado dejarlo a la vista, pues provoca raptos místicos, y otras manifestaciones extrañas, en quienes se atreven a admirarlo por más de unos segundos. La perfección tallada en la madera manifiesta la naturaleza superior del arcángel; debido a esto los concejales llegaron a la conclusión de “velar” la imagen.

Sin embargo, Arturo sospechaba que esa no era la única razón. Había conseguido más datos de informantes no del todo confiables, quienes aseguraban que la naturaleza de la imagen religiosa era mucho más perturbadora, y que en ella yacía un secreto, uno que no debía revelarse.

Una vez satisfechos al observar, aunque fuera desde lejos, algunos detalles del interior del templo, acompañamos a don Gemayel a su casa para cenar y conocer a su familia, bastante numerosa a mi parecer. Teníamos planeado pasar la noche en una posada de las que nos había hablado don Gema. Sin embargo, él mismo se desdijo cuando hicimos amago de irnos. “¿Cuál posada? Si aquí caben bien los dos. Será un honor para mí y para mi familia el hospedarlos.”

A pesar de nuestros intentos vanos de rechazar la gentileza de nuestro anfitrión, se nos ofreció un cuarto amplio en su casona donde podríamos disponer de comida, agua caliente y comodidades esenciales. Con cierta reticencia, acepté, sin darme cuenta del azoramiento de Arturo, pues no se había dicho nada sobre la cama… si serían dos o solo una. Tal vez de manera inconsciente yo había aceptado y dado la bienvenida a lo que juzgué inevitable.

Subimos al cuarto, que se encontraba en un ala de la casona en la que había una tercera planta. A ella se accedía desde las escaleras de una de las esquinas, y era parcialmente independiente. Podíamos disfrutar de cierta privacidad y al mismo tiempo teníamos una vista espléndida del templo de San Rafael.

Había una sola cama, aunque inmensa. Arturo habló, pero no dejé que fuera demasiado lejos.  Me acerqué a él y le dije que no deseaba ningún tipo de tensión, no al menos mientras estábamos en ese pueblo, donde el ambiente electrizante ya era demasiado. No sabía lo que ocurriría después, le dije, pero mientras estuviéramos en San Rafael dejaríamos todo a nuestras pulsiones. Lo besé y luego nos acercamos a la cama. Me sentí agradecida de que estuviéramos en una planta independiente donde nadie más pudiera escucharnos.

Dejamos el ventanal abierto y, mientras abrazaba el torso desnudo de Arturo, observaba la parte visible de la fachada del templo. Imaginando a criaturas inmensas descendiendo sobre su también inmensa torre central, me quedé dormida. Arturo, ya hacía minutos que roncaba.

*

Al tercer día la cámara principal dejó de funcionar. Ya tenía rato molestándonos con su configuración y con el lente. Antes de que la empacáramos funcionaba a la perfección. Aunque profesional, era lo bastante cómoda como para manipularla durante horas, en el campo o en el pueblo, sin que tuviéramos que preocuparnos por alguna otra cosa. También llevábamos cámaras más pequeñas, secundarias, que nos servirían para realizar algunas entrevistas, o para tomas en sitios reducidos. Como la principal parecía no querer seguir con nosotros, optamos por las últimas.

Realizamos entrevistas lo mejor que pudimos, aunque la gente de San Rafael parecía no entender del todo nuestras preguntas. Arturo sugirió que los pobladores sabían tanto como nosotros del Santo Patrono, y que se limitaban a rodear la imagen de su particular devoción, una que les había sido inculcada desde siglos atrás.

La mayoría, sin embargo, parecía que poseía una idea del secretismo alrededor de San Rafael, pues, a pesar de algunos estudios y etnografías que se habían llevado a cabo en la región, muy poca información se había filtrado sobre el santo. Solo un par de ancianas nos dijo que el Arcángel los protegía de las enfermedades y que, si dejaban de adorarlo y de festejarlo de acuerdo con lo que entrevieran los concejales en las estrellas, el mal sobrevendría y nadie estaría a salvo.

Solicitamos el permiso para filmar algunas reuniones del Concejo y hablamos con los miembros sobre las fiestas llevadas a cabo en el pueblo. Se realizaban celebraciones todo el tiempo, en especial guardando las festividades religiosas a los Arcángeles y a otros santos que se consideraban importantes en San Rafael, como San Ignacio. Las más importantes rondaban en torno al mismo Patrono del pueblo, el 24 de octubre, día en que llegamos y que se unía con el Día de Muertos.

Nuestra intención era documentar la fiesta principal y Todos Santos, y luego irnos con el material suficiente para presentar un brevísimo documental etnográfico de la región. Sin embargo, el primer problema que enfrentamos fue en torno a la Fiesta Patronal, pues lo único que pudimos observar fue lo que nos mostró don Gemayel, porque los días siguientes eran “de guardar”. La imagen no saldría hasta unos días después, para conmemorar a los Fieles Difuntos, y a quienes aún no lo estaban, según los pobladores, por gracia del Arcángel Rafael.

Arturo estaba cada vez más nervioso, él creía, como yo, que la imagen saldría en algún tipo de procesión, como habían documentado algunos etnógrafos, estudiosos de la región. Sin embargo, quedaba claro que la información había sido falseada, pues a pesar de lo que ellos consignaban, en las actas del concejo, que nos mostró don Gema, leímos esta prescripción sobre la imagen, que al parecer se remontaba hasta el siglo XVI.

La razón por la que habían mentido inquietaba a mi compañero y, a decir verdad, a mí también me parecía extraña. Si la procesión del 24 de octubre por la mañana, sin importar qué día fuera, como aparecía documentada en tres de las etnografías, no se realizaba, ¿por qué hablar de ella con tanto detalle? No creíamos que se debiera a la invención de tres antropólogos distintos, incluso en nacionalidad. Además, varios detalles coincidían, como el encuentro del Arcángel San Rafael con los otros dos, quienes forman parte de un triunvirato angelical canónico para la iglesia católica. Este evento, tan similar al de otras procesiones celebradas durante la Semana Santa, recordaba a la reunión de la Virgen María y Jesucristo, quien avanza por el Viacrucis hacia el Gólgota.

Además del encuentro, tenía lugar un segundo evento durante la procesión del Arcángel, pues en cierto punto, frente a la casa de uno de los concejales elegidos la gente se congregaba ante el Ichta-Ichta. Se retiraba el velo por unos segundos, para así otorgar la sanidad y hasta la absolución a quienes estuvieran presentes. Sin embargo, solo los locales podían obtener esta bendición, pues los foráneos tenían que apartar la vista, e incluso el cuerpo, mostrando la espalda o escondiéndose ante la mirada del Arcángel, so pena de sufrir lo contrario, enfermedades terribles y maldiciones de corte divino.

El último informe había tenido lugar ocho años antes de nuestra investigación, por lo que, pensamos Arturo y yo, el encierro de la imagen de San Rafael obedecía a una eventualidad que desconocíamos. Tal vez tenía relación con las lecturas astrológicas llevadas a cabo por los concejales, a pesar de la constatación oficial de que el icono no salía en la procesión documentada por etnografías varias.

En los siguientes días, don Gemayel nos presentó a varios miembros de la comunidad. Nos dio su venia para preguntar algunas cuestiones sobre el ejercicio de la ritualidad propia del pueblo, así como de creencias ancestrales que tuvieran algún viso sincrético o incluso completamente pagano.

Documentamos la elaboración de efigies hechas con totomoxtle, que se colocan en los campos para ahuyentar las heladas; las cruces dobles de ramas bendecidas en el templo de San Rafael para evitar que algún mal viniera de las montañas; incensarios preparados con copal y hojas de una planta que únicamente crece en los montes del norte de la Sierra, que algunos conocen como aglaophotis; rezos en náhuatl, latín y español para alejar a las criaturas de la noche… Es decir, tradiciones que ya conocíamos en Tierra Grande, aunque algunas de ellas tuvieran un indicio de unicidad.

A pesar de todos nuestros temores, y del nerviosismo que había visto en Arturo durante todo ese tiempo, nos sentimos decepcionados, como si no lográramos nada a pesar de encontrarnos en un lugar de difícil acceso, donde algunos grupos de autodefensa lo hacían, además, peligroso. ¿Cuál era el misterio en la tradición de ocultar la imagen de un santo? ¿No ocurría en otras partes, en pueblos de España? A pesar de lo curioso que nos parecía, no distaba demasiado de algunas prácticas perfectamente cristianas.

Entendíamos que el pueblo se enorgulleciera de sus tradiciones y al mismo tiempo las mantuvieran, en parte, ocultas a los profanos. Pero lo poco que estábamos abonando al terreno nos hacía sentir como estudiosos sin demasiado tino ni perspicacia: repetíamos lo que otros ya habían documentado, con la gran diferencia de que no habíamos podido observar la procesión del día de San Rafael, ni siquiera la quema de una imagen de San Ignacio.

Seguimos trabajando en el pueblo, reconociendo la zona, los campos y a los miembros de las familias de los concejales más amables y dispuestos de San Rafael del Velo, y grabamos lo necesario para tener los minutos suficientes con los que armar nuestras evidencias y, después, una narrativa para un mediometraje decente.

Nuestras energías sobrantes las dedicamos para disfrutar de la noche y de nosotros. Arturo ya había dejado de temblar. Quien lo hacía, en cambio, era yo, después de que él me dejara retorciéndome de placer. Al menos, pensamos, estábamos pasando unas vacaciones improvisadas.

*

Cuando se acerca la tormenta es sencillo predecir su inminencia, e incluso la potencia que ésta podría tener. Lo más sensato es alejarse o, si no es posible, afrontarla con resolución. Sin embargo, la mayoría de las tempestades no son del todo visibles, pues en lugar de parecerse a criaturas mastodónticas cargando contra las defensas colocadas, son más semejantes a bestias acechando en la oscuridad, esperando el momento perfecto para revelar sus colmillos.

Esa noche debimos largarnos. Queríamos hacerlo. Ya existían documentos suficientes sobre las tradiciones de Días de Muertos en la región. Lo que nosotros registráramos en video y con nuestras evidencias no sería distinto. Deberíamos habernos ido esa noche, en medio de la oscuridad, tomar la camioneta y largarnos de ahí. Pero no teníamos idea de lo que venía, ni tampoco estoy segura de que nos hubieran dejado pasar.

Empezó con la quema de un San Ignacio. Don Gemayel nos había invitado a un almuerzo donde estaría don Abundio y otros concejales, además de miembros de familias relevantes, pues planeaban la celebración de Todos Santos con enormes ofrendas frente al Ayuntamiento y adornos por todo el panteón del pueblo, además de algunos espectáculos de titiriteros y catrinas para los niños. Lo más importante, sin embargo, sería la salida de la imagen del Arcángel, pues en esa ocasión se había descubierto que era propicio realizar la procesión en las vísperas de Todos Santos.

Nos sentamos en una sección de la enorme mesa de don Gemayel, cerca de la cabecera donde él mismo solía dirigir las comidas familiares o de carácter oficial en su propiedad. Saludamos a los presentes que ya conocíamos, y cruzamos algunas fórmulas sencillas con quienes no. Me sorprendió la vitalidad de don Abundio, quien debía tener más de noventa años, aunque por sus movimientos y voz, además de su energía física, no aparentaba más de sesenta.

El concejal estaba emocionado. Él había descubierto en las cartas astrales los signos propicios. Lo anunció con una expresión difícil de interpretar en el rostro: quemarían una imagen de San Ignacio, cuando el sol se ocultará por el horizonte, para iluminar el camino de San Rafael. Miré a Arturo con una sonrisa que lo decía todo: nuestra estancia no sería, al fin y al cabo, una pérdida de tiempo.

Los presentes aplaudieron y soltaron vivas para el Ichtakayotli, San Rafael el Velado, Arcángel protector del pueblo. Nos llenamos de la misma emoción que ellos, o al menos como creímos que se sentirían, y luego fuimos agasajados por el desayuno consistente también en tamales, pero esta vez de ayocotes, pan dulce, cacao y texmole de guajolote.

Faltaba apenas un día y medio para quemar la imagen, y mientras tanto nosotros podíamos documentar algunas cosas que nos hicieran falta, nos dijeron, pero nosotros ya habíamos dado una vuelta a los alrededores, y habíamos subido a los cerros cercanos para realizar un par de tomas. No nos pareció que entrevistar a más pobladores nos proporcionara nueva información, pero tal vez en la biblioteca y en el registro del pueblo encontráramos algo interesante.

Nada más mencionarlo, algunos concejales se pusieron nerviosos, y nos aseguraron que el archivo estaría cerrado, pues toda la gente del pueblo se alistaba para ello. No podíamos contar con los libros. Sería para después. No le tomamos mucha importancia y seguimos comiendo. Una vez estábamos de nuevo en nuestra recámara, Arturo mencionó el nerviosismo de los concejales. “Podríamos ir y asomarnos; si están tan ocupados no se darán cuenta; además, no es que deseemos robar algo, tan solo ver.”

Lo que me propuso mi compañero no era tan grave, pero entendía su insistencia: quería saber si realmente existían pruebas de la procesión de San Rafael. Lo que encontramos, sin embargo, fue algo muy distinto. Esa misma tarde salimos con las cámaras a dar un paseo por el zócalo de San Rafael, tomando fotografías y extractos de video de los adornos, la ofrenda y de la iglesia. Luego nos fuimos alejando hasta pasar el primer cuadro y adentrarnos en la zona occidental, donde no había nada interesante además del archivo. Sin embargo, cuando encontramos el acceso a un pequeño patio trasero, vimos pasar a varios hombres que llevaban un bulto vestido con ropajes regios. Debía ser un icono de San Ignacio.

Entramos al archivo sin forzar la puerta, pues no estaba cerrada con candado alguno. Para entonces, ya nos habíamos dado cuenta de las costumbres en cuanto a cerraduras en San Rafael. Confiaban en ellos, y de foráneos eran protegidos por sus autodefensas. ¿Quién iba a querer robar cualquier cosa? Nosotros tampoco lo deseábamos.

No nos costó demasiado encontrar los registros. No eran como lo imaginábamos. No estaban escritos en español, ni siquiera en náhuatl registrado con nuestro vocabulario. Eran glifos, como si el arte de los códices jamás se hubiera perdido. Sin embargo, la escritura también tenía algo de tridimensional. Los símbolos menos parecidos a objetos de la realidad podían tergiversarse de diferentes maneras. Pensé en los tejidos de los ndé, en las tradiciones de las hilanderas en ciertas regiones de Perú. Cada nudo tenía un significado, y las uniones podían ser tan complejas como “erráticas”. Lo mismo ocurría con esta escritura.

Nos hallábamos ante un tesoro inimaginable. Arturo mencionó el lenguaje de los ángeles, el enoquiano del que hablaba el viejo astrólogo inglés, John Dee. Podía ser algo similar. Además, los pobladores de San Rafael creían tener tratos con lo angelical.

Entonces encontramos un libro, un ejemplar que debió imprimirse hacia el siglo XVII. Poseía esa misma escritura, pero también había secciones enteras en español y en náhuatl, escrito con nuestro vocabulario. Leímos el título en las hojas interiores: Tlayohuacitla. Arturo tradujo: “aunque no es un concepto canónico del náhuatl de la región, podría significar algo parecido a Estrella Negra.

Sentí un escalofrío como no había experimentado en muchos, muchos años. Ese libro tenía información sobre la naturaleza de su culto… y de la imagen velada de San Rafael, el Ichtakayotli. Era carne celestial convertida en carne terrenal; los antiguos pobladores habían sabido cómo invocarla, cómo traerla desde los abismos superiores, y cómo encadenarla para obligarla a hacer lo que ellos quisieran.

Una peste, el inicio de todo. Los españoles encadenando a la gente de la región norte, los más salvajes de entre los tlaxcaltecas, quienes nunca agacharon la cabeza ante los conquistadores, a pesar del yugo. Tlaxcala tuvo un trato especial por parte de la corona, pero era una trampa, y la gente de Ajcopica lo sabía. La única manera era defenderse con un arma mucho más poderosa. Y lo hicieron, y cuando los españoles se adentraron en la sierra, y vieron lo que ahí estaba encadenado, se arrodillaron y lloraron llenos de espanto y exaltación. Dieron entonces todo al pueblo, lo que quisieran: construir una iglesia sobre el viejo templo, el que había sido destruido por una intrusión de las huestes texcocanas. En él, elevarían a la Creatura.

La única condición que pusieron los españoles ya había sido contemplada por los habitantes del pueblo: el ser debía ser tratado como un icono religioso, lo cual era fácil, pues las artes del libro de la Estrella Negra lo maniataban, y evitaban que pudiera moverse a voluntad. Debido a su naturaleza numinosa, también debía ser cubierto por un velo. El lugar se llamaría con el nombre del ángel que, en cierta forma, representaba la criatura celestial: San Rafael del Velo, pues la gracia del celestial curó la peste entre los habitantes de la región, y también las aguas contaminadas y envenenadas.

Solo cuando los astros lo indicaran, podían levantar el fuego hacia los cielos, y pedir la gracia de “San Rafael”, levantando su velo por unos segundos, y así eliminar cualquier mal, cualquier enfermedad, que hubiera caído en el pueblo. Lo que había detrás del velo, lo entendí en ese momento, era un ángel caído del cielo, es decir, el horror encarnado.

*

Se incendió un San Ignacio, un bulto de madera de ayacahuite, y la noche se cubrió de fuego. Arturo quería irse. Pasamos esa noche y el día siguiente debatiéndonos sobre la naturaleza de lo que habíamos leído. Le dije a mi compañero que era tonto y un miedoso. ¿Cómo podía creer que esa historia fuera literal? Muchas leyendas hablaban de iconos religiosos encontrados dentro de árboles, o traídos por burros. Formaba parte del folclore cristiano. No hablaban de monstruos caídos del cielo.

Sin embargo, en sus palabras y en su rostro notaba una desesperación que yo trataba de evitar… y que también sentía. Pero no quería irme así. No sin tener algo más para presentar en nuestro documental, no sin haber visto por lo menos la procesión del Arcángel en la fiesta de Todos Santos. Debía comprenderme. Solo eso y podíamos irnos y no volver a pisar el pueblo, pero fue demasiado tarde.

Los concejales vinieron por nosotros. Nos invitaron a la procesión. El fuego arribó a San Rafael del Velo, y el San Ignacio fue inmolado. Salió la imagen de la iglesia, cargada por una comitiva de dieciséis personas, ocho hombres y ocho mujeres. El icono era mucho más grande de lo que se observaba desde el atrio. En realidad, me pareció inmenso… y ominoso, con ese velo ondeando con el ligero viento de octubre, pegándose a las formas de la figura religiosa. Sentí miedo. Me sentía paralizada, embelesada. Quería acercarme lo más posible y espiar lo que había debajo.

La gente comenzó a cantar. Vi de nuevo a las mujeres portadoras de velos negros. Seguían a la comitiva y, de cierta manera, la rodeaban. Sus cantos eran profundos, y la lengua no me parecía náhuatl, español ni latín. Tomé mi cámara, una de las más pequeñas que habíamos llevado a San Rafael, y me sorprendió que nadie dijera nada, ni una mínima advertencia. Así que me sentí libre de enfocar los rostros de los asistentes, el velo de las mujeres, los contornos del santo y los tonos de la procesión. Era bellísimo, mucho más de lo que había esperado. Valía la pena, me dije. Y entonces surgió el fuego del cielo. O, mejor dicho, la bóveda celestial se convirtió en un incendio.

No sabía lo que ocurría, y en mi embelesamiento había perdido Arturo. Lo localicé por sus gritos. Me pedía ayuda. “Diana, Diana, haz algo, me tienen, no así, no así”, para después pedirme, rogarme que me largara. Pero no me moví ni hice ningún amago de correr a salvar la integridad de mi… ¿qué era? ¿Amante, novio, pareja casual, colega? En cambio, me quedé parada. La imagen de San Rafael Ichtakayotli también se había detenido. El San Ignacio seguía ardiendo, y ese era el momento propicio, uno de varios durante esa noche, en la que el velo sería descorrido.

Enfoqué mi cámara. La imagen cada vez más cerca. Los gritos de “Diana, Diana, ayúdame, haz algo”, cada vez más agudos. El velo descorriéndose, y la enfermedad, la negrura, la estrella negra que habita en las profundidades de los abismos celestiales, una de tantas, abrió su boca y mostró sus lenguas pútridas, las hileras de dientes de distintos tamaños, la caverna tripartita que llevaba a las entrañas de la creatura… ¿cuántos estómagos sería? ¿siete, tres? San Rafael del Misterio. San Rafael del Velo. La carne celestial hecha tierra, ahora prodigando sus bendiciones sobre los pobladores de esa sierra.

Para hacerlo, sin embargo, debía tener energías, y la naturaleza de la Bestia siempre es voraz. Si no se alimenta apropiadamente, la sanación podría convertirse en otra cosa, y volverían las pestes, la enfermedad como un manto sobre la tierra; el Jinete Esquelético volvería a cruzar los campos y a segar los tallos altos y bajos por igual.

Bajé la cámara, ya no hacía falta que registrara nada más en video. No era necesario. La contemplación con el ojo desnudo era preferible. Yo había sido bendecida por la oscuridad de Ichta-Ichta, el Arcángel-ahora-desvelado, y debía guardarle respeto. Escuché una vez más la voz de Arturo, tratando de vocalizar mi nombre, Diana. Y lloré, pero no por su desaparición o por el sufrimiento de mi compañero, sino porque, por un momento, me pareció que la palabra, Diana, era pronunciada por algo más que los labios ensangrentados de Arturo. Por un instante, escuché, y sentí, que el mismo San Rafael, el Ichtakayotli, era quien clamaba mi nombre y lo elevaba en un murmullo hacia los cielos.

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KSI Photography, 2013. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0
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