Tierra Adentro

Fotografía: Carol Espíndola

 

Vivimos en un tiempo en donde las estadísticas y los datos duros han perdido la confianza popular. En medio de ese vacío y desconcierto, la llamada posverdad reina a sus anchas: el territorio ideal para que proliferen en la web las páginas falsas, los bots, los trolls y otros fenómenos que se venden al mejor postor.

 

EL PROBLEMA DE LA VERDAD DE LA REALIDAD
Aceptemos la premisa de que la realidad es tan sólo una construcción perceptual compartida, una serie de condiciones que «aun si dejamos de creer en ellas, seguirán ahí», como dijo Philip K. Dick. No tenemos más opción que confiar en la fidelidad y la resolución de nuestros sentidos para conformar una idea del mundo, la cual imaginamos universal. Sin embargo, sabemos que los objetos que nos rodean están constituidos por trillones de átomos y partículas subatómicas rodeados de vacío. Por tanto su «materialidad» y su solidez en términos estrictos son ambiguas y en cierta manera, una ilusión. Todos y todo está hecho principalmente de ausencia. La distancia entre un neutrón y su electrón más cercano sería proporcionalmente dos veces y media la distancia de la Tierra al Sol. Sin embargo, si dudamos de la firmeza de una piedra o una pared, no tenemos más que darles una patada con el pie descalzo. Lo real es mucho más complejo y potencialmente doloroso de lo que parece.

El mundo pudo haber sido un lugar simple si el conocimiento hubiera sido únicamente como lo definió Platón: una creencia verdadera y justificada. No obstante, las cosas nunca fueron tan sencillas y el propio Platón sabía que para justificar una creencia verdadera hacía falta que la justificación misma fuera conocimiento y por lo tanto estábamos ante un círculo vicioso, ya que la justificación debía a su vez ser justificada. En la mayoría de los dominios de la cultura —fuera de aquellos asuntos que es posible conocer por experiencia propia—, la forma de adquirir conocimiento es a través de las explicaciones de autoridades y expertos. Por tanto, no podemos saber con absoluta certeza si el conocimiento que se nos ofrece es justificado y verdadero. Tenemos que aceptar su autoridad y tener fe en su sabiduría. Una de las ideas centrales de la cultura Occidental parte de la Biblia, Juan 8:32, «y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». No obstante, esta verdad dependía de la fe en un ser mágico y de creer en una serie de dogmas religiosos. No hace falta ser cristiano para suscribir esta máxima pero conocer la verdad es más difícil de lo que parece.

En el siglo XVII Descartes propuso que nuestra relación con el conocimiento y la verdad se daba de manera causal, a través de percepciones influenciadas o distorsionadas por nuestra imaginación, nuestros sueños, nuestros dioses y demonios. A partir de entonces la epistemología, es decir las teorías del conocimiento, se han vuelto más y más complejas, ya sea debido a los racionalistas, como Spinoza y Leibniz, o a los empiristas del corte de Locke y Hume, hasta llegar a Kant, quien propuso que toda percepción era filtrada a través de las categorías que determinaba nuestra mente, y ofreció una especie de conciliación entre quienes veían la realidad como algo externo y aquellos que la imaginaban un fenómeno interno: el mundo fenomenológico era empíricamente real. El propio Friedrich Nietzsche, quien vio y celebró la decadencia de la autoridad religiosa, también temía que en su lugar se erigiría una mentalidad de manada, dañina y estéril. Nietzsche era particularmente escéptico al respecto de quienes afirmaban decir la verdad; no negó que ésta pudiera existir pero la consideraba una función del poder para conformar la visión de la realidad. La objetividad debía ser múltiple, fracturada, parcial y contingente. Wittgenstein propuso que la justificación respondía a un juego de lenguaje interno más que a la realidad externa. No son pocos quienes han señalado que el hecho de que en mecánica cuántica la presencia de un observador determine o influya en las características del fenómeno observado es una demostración de que la verdad es inasible, transitoria e influenciable. Así tenemos una enorme variedad de teorías y visiones de la realidad que están limitadas por su parcialidad y en ocasiones su autismo.

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LA PALABRA DEL AÑO
Pero una cosa es el reconocimiento filosófico de que la verdad es ambigua, fluctuante y evasiva y otra es que como especie que sobrevivió a milenios de oscurantismo, represión intelectual y ceguera mística estemos de vuelta en una era en que ignorar los hechos contundentes, distorsionar de manera flagrante datos y negar verdades palpables se haya convertido en una característica de la política del siglo XXI, al grado de que el término posverdad se ha convertido en un mantra para describir el extraño estado de las cosas en Occidente, en particular en naciones usualmente democráticas. A diferencia de cualquier otra era en que los políticos mienten y abusan del poder con engaños, aquí es propiamente la verdad la que ha perdido su valor reivindicador de la realidad en medio de una multitud de «datos alternativos» que son lanzados por individuos en el poder, prácticamente sin consecuencia, y más bien como distracciones y propaganda para saturar los vertiginosos ciclos de noticias.

El 16 de noviembre de 2016 la casa de los diccionarios Oxford anunció que había elegido a post-truth (posverdad) como la palabra internacional del año, debido a que reflejaba mejor que cualquier otra los acontecimientos de los últimos 12 meses en términos de lenguaje, por encima de otros términos políticamente cargados como Brexit y alt-right. La definición que ofrecían era: «que denota circunstancias en las que los datos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que aquellos que apelan a las emociones y creencias personales».

Las primeras apariciones de este término datan del año 1992, pero su uso aumentó entre 2015 y 2016 en un dos mil porciento. Éste es un concepto surgido del populismo demagógico que en sus promesas, acusaciones y pretextos ignora de manera rampante la realidad. En buena medida este término es usado por los liberales para acusar a los conservadores, ya que en esencia la izquierda enfatiza que la verdad nos liberará, mientras que la derecha piensa que el bienestar viene de la preservación de los valores. Ahora bien, esta realidad liberada de la «verdad» coincide con la aparición y popularización de la nueva economía digital, en la cual el trabajo no necesita ser remunerado (basta con compensarlo con likes o me gusta); algunas empresas de internet que no generan ingresos súbitamente son consideradas entre los gigantes corporativos del planeta, y no se cumplen las leyes básicas de la oferta y la demanda. Desde la era del gobierno de Bill Clinton la política dio un viraje hacia el espectáculo, hacia el manejo de las apariencias y el diseño de imágenes para manufacturar el consenso. La primera guerra del Golfo Pérsico es una muestra notable de la administración de un conflicto bélico que trataron de hacer pasar por una confrontación higiénica, peleada con misiles inteligentes, voluntad libertadora y una precisión tal que, supuestamente, no traería como consecuencia «daños colaterales». Todo esto transmitido por televisión y convertido en episódico entretenimiento perverso y patriótico.

La era de la posverdad es irónicamente la era de internet y por tanto de la hiperinformación, el tiempo de Google y Wikipedia, en la que todo dato, fecha y anécdota puede en teoría ser verificado en segundos. Es el tiempo en que la información está al alcance de la mano, disponible en cualquier lugar para cualquiera en cualquier momento. Pero a la vez, estos datos aparecen de manera caótica, atropellada en una vorágine donde se mezclan versiones, visiones, ideologías y mala fe. En el ciberespacio no hay una policía del conocimiento ni una autoridad que pueda sancionar y poner orden a la desinformación y la propaganda. Al crear un medio universal donde cualquiera puede tener un canal o un podio virtual para pregonar su verdad ganamos en posibilidades de expresión al democratizar la cultura y, en teoría, nos liberamos del control de la información de los grandes medios pero a costa de haberse generado nuevos problemas de validación y legitimidad. Hoy podemos consultar los principales diarios y revistas del mundo, así como los sitios informativos y de análisis en nuestros dispositivos portátiles y caseros, muy a menudo de manera gratuita. Pero pisándole los talones a ese privilegio llegaron sitios propagandísticos, bots, páginas falsas, adolescentes macedonios, hackers, trolls (aquellos sujetos que hacen daño por placer) y el alt-right surgido de sitios como 4chan y Reddit (quienes hacen daño con un programa político de extrema derecha). Si a esto añadimos a las redes sociales como los medios informativos predilectos de las masas, en las que prácticamente se puede decir cualquier cosa y diseminar todo tipo de rumores absurdos, tenemos un medio cultural frágil, explosivo y extremadamente confuso.

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Éste es el tiempo de los amateurs y del rechazo a los expertos, especialistas y profesionales con experiencia. Buena parte del público se ha rebelado en contra de lo que perciben como la actitud condescendiente de los intelectuales y en general de las élites (los villanos favoritos de los movimientos populistas).
La gente fue engañada por George W. Bush cuando metió al país a una guerra sin fin, asegurando que Saddam tenía armas de destrucción masiva y fue engañada nuevamente cuando Obama les aseguró que si les gustaba su médico podrían conservarlo en el nuevo seguro médico. Pero más allá de esto el público se ha vuelto paranoico y conspiratorio (conspiranoico) al imaginar complots y manipulaciones por parte de poderes ocultos (como el «Estado profundo») y siniestros y secretos programas políticos. La era de la posverdad es una de improvisación y vértigo. Es un tiempo en que los datos duros y las estadísticas han perdido la confianza popular, especialmente después del fiasco de la elección estadounidense, que todos los conocedores aseguraban ganaría Hillary Clinton.

LA UNIVERSIDAD Y LAS MÚLTIPLES VERDADES
Durante siglos la academia fue la institución donde nacían las ideas y las propuestas transgresoras que representaban el progreso en todas las áreas de conocimiento. Fue también ahí donde hace algunas décadas el concepto de la verdad comenzó a ser cuestionado por motivos políticos y culturales, reducido a ser una versión, usualmente de una minoría con poder, que servía para justificar sus privilegios. Los académicos, en su mayoría de izquierda, trataron de inventar un mundo más justo al revalorar las diversas perspectivas de la realidad de distintos grupos (mujeres, gays, latinos, negros e indígenas de todas nacionalidades) que usualmente no tenían más alternativa que creer en las narrativas de los hombres blancos. A esta estrategia algunos la denominaron con sarcasmo «corrección política», pero el término eventualmente fue adoptado para hablar del respeto que se le debían a los individuos y grupos disidentes del «mainstream» o cultura dominante. De tal manera investigadores y profesores de diferentes facultades universitarias, principalmente del área de humanidades, comenzaron a enfocarse en que todo era relativo y la verdad era en realidad muchas verdades vinculadas con la identidad cultural, racial o étnica de quienes la promovían. En este caldo de cultivo de ideas transgresoras hasta las que se consideraban como certezas biológicas súbitamente fueron cuestionadas, de tal manera surgieron ideas contestatarias como la noción de que la genitalidad no determinaba los géneros sexuales. Las propuestas como ésta eran vistas por la mayoría conservadora, religiosa y a menudo retrógrada como una burla y una agresión a sus creencias. Poco a poco el relativismo cultural y las acciones de los «guerreros para la justicia social» (como se les conoce ahora a los militantes infatigables de internet) fueron convirtiéndose en el blanco de la frustración y odio de la derecha.

La modernidad representa una serie de logros acumulativos y progreso en términos de tecnologías, conocimiento y bienestar. En principio la modernidad es una visión de la realidad justa y despojada de mitos. Sin embargo, el término modernidad es bastante ambiguo y funciona como un comodín que es interpretado de distintas maneras. La modernidad es antes que nada una ruptura con el pasado y la tradición, es un distanciamiento con nuestros antepasados y si bien no está claramente definido cuándo comienza, podemos aventurar que se originó en el siglo XVI. No con alguna revolución tecnológica o un invento en particular sino con una condición subjetiva, como apunta Adam Kirsch, provocada por el vértigo que produjeron descubrimientos y creaciones que pusieron en entredicho el conocimiento de la época, y marcaron un parteaguas definitivo con respecto a las creencias de las generaciones anteriores. Rupturas, como pudieron ser el descubrimiento de que nuestro planeta no era el centro del universo, que la tierra era redonda, que había un inmenso continente entre Europa y Oriente y que habíamos evolucionado del mono, pusieron en evidencia la ignorancia de los intelectuales, monarcas y obispos de esas épocas y demostraron que su idea de la realidad era equivocada o falsa.

En la era de la posverdad parecería que estamos viviendo una pandemia de noticias falsas. No solamente se trata de Donald Trump y sus cómplices, que desprecian toda noción de decencia al afirmar mentiras descabelladas e insultantes, sino que la tendencia estuvo presente en Inglaterra durante el Brexit, cuando los políticos anti-Europa mentían al respecto de lo que se ahorraría el país al abandonar la Unión Europea. O bien en Alemania con los rumores de que Angela Merkel había trabajado para la policía secreta en Alemania Oriental o que era la hija secreta de Hitler. En Francia la «fachósfera» (los blogs y sitios de derecha que promueven ideas ultranacionalistas, antiárabes y antinmigración) con su particular paranoia conspiratoria y permanente tono de histeria, se ha vuelto muy popular en la última década y ha tenido una gran influencia al pregonar el odio racial en un país sacudido por numerosos actos terroristas.

VERDAD: INSTRUCCIONES DE USO
Aceptemos que la ciencia y el periodismo independiente son las principales herramientas en la defensa de la verdad. Por supuesto que no podemos ignorar que la ciencia ha sido en ocasiones usada de manera perversa para enriquecer a unos pocos y devastar el medio ambiente así como ha sido empleada por estados e instituciones para someter y agredir a parte de la humanidad. Sin embargo, la ciencia, aparte de explicar el mundo, nos ofrece contundentes logros que han creado condiciones de bienestar incomparables. De manera semejante el periodismo ha sido usado para manipular, adoctrinar y someter, pero a pesar de sus desviaciones y perversiones sigue siendo un recurso con el que podemos obligar a los poderosos a rendir cuentas de sus actos y abusos.

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Es un hecho que no regresaremos a un tiempo mítico de verdades incuestionables. Más allá de la defensa de la verdad absoluta quizás nuestra prioridad debería radicar en que las verdades sirvan para promover el respeto, la solidaridad y erradicar las actitudes que se traducen en explotación, despojo, crueldad y humillación. La defensa de la libertad de expresión debería ser siempre una prioridad cultural, pero es claro que si se es coherente es necesario proteger todas las formas de expresión, incluyendo las más perturbadoras y tóxicas, que pueden engendrar ideas corruptoras, perversas y totalitarias. Es legítimo preocuparse por la proliferación de noticias falsas, por esa contaminación intelectual que amenaza con hundir al mundo en la ignorancia, como señaló el profesor de Stanford, Robert Proctor, quien acuñó el término «agnotología» para definir a la deliberada propagación de la ignorancia. La verdad no puede pertenecer a un bando político ni puede ser botín ideológico. Parece fácil diferenciar la información verificablemente falsa y eliminarla y en eso radica el peligro. Detrás de la vigilancia de lo que es falso y lo que es real puede esconderse un afán totalitario y censor, una policía del pensamiento y una herramienta censora equiparable a las propias noticias falsas que se quieren eliminar. Más que tratar de borrar noticias e información distorsionada, lo importante es saber de dónde vienen y cuál es su objetivo. Estas distorsiones pueden ser resultado de errores, odio o ambición pero es claro que su popularidad y circulación refleja problemas sociales y de comunicación. Sobre todo, es fundamental entender que no basta con censurar mensajes inaceptables para curar a una sociedad delirante.