El tiempo en una botella
Hace aproximadamente tres meses me enteré de que mis antiguos compañeros y compañeras de la universidad tenían un grupo de WhatsApp. Me lo dijo mi amigo Humberto, me consta que sin mala intención. Fue algo como: “¿No viste lo que publicó fulanita en el grupo?”. Pregunté: “¿Cuál grupo?”, y en seguida se dio cuenta de que había metido la pata. “Ah, pues es que los de la carrera tienen un grupo de WhatsAppdonde siempre se están contando lo que hacen… Pero no es tanto, ¿Eh? No te pierdes de mucho. Ya sabes cómo son esos güeyes”. Sentí en el pecho una bola caliente, viscosa, de tamaño considerable. No había pensado en ellos en más de cinco años, salvo de manera fugaz al encontrarme con alguna foto perdida en la galería de la computadora. Sabía que había pasado ese tiempo porque hace cinco años vi por última vez a Paloma, mi mejor amiga de la universidad. Hace cinco años ella seguía casada con el mejor amigo de mi marido. Ahora ellos están divorciados y yo no he hablado con ella en mucho tiempo.
Cuando terminó la llamada con Humberto me cayó el veinte de que hacía mucho no veía publicaciones de Paloma. Y me pasó como en el meme: busqué entre mis amigos virtuales el nombre con el que la recordaba y bajo su foto de perfil encontré el botón azul para enviarle una solicitud de amistad. Ni siquiera me di cuenta del momento en el que me eliminó. Como buena ansiosa empecé a preguntarme qué había visto entre mis publicaciones para tomar aquella horrible decisión. Supuse que algún contenido feminista, puesto que, aunque durante la escuela nos unieron intereses similares respecto a abrirnos paso siendo mujeres en una industria machista y retrógrada, una vez que tomamos nuestros caminos, cada una asumió el propio de distinta forma.
Casi en seguida me dio la impresión de que me había eliminado como en una especie de ajuste de cuentas, pues eso que ella hizo conmigo, antes yo lo había hecho con compañeras y compañeros que publicaban contenidos que me molestaban o me parecían agresivos o irrespetuosos de alguna forma. Después de reflexionarlo, llegué a la conclusión de que merecía la distancia que Paloma había interpuesto entre nosotras, pero ¿Qué había hecho para que ninguna de las personas con quienes estudié la universidad pensara en mí como miembro de ese grupo de WhatsApp? De ese exclusivo, reservado y único grupo de WhatsApp. Pasé varias horas pensando en sus interacciones, una a una me fueron llegando a la mente sus caras y las expresiones de quienes seguro sí tenían espacio donde yo no. Con las caras también llegaron los recuerdos y las emociones que me provocaban. De manera racional, llegué a la conclusión de que en realidad yo ya no tenía nada en común con nadie. Después de todo abandoné la profesión tras diez años de ejercerla, pero ni una sola vez en ese tiempo intenté buscar a nadie más que a Paloma o a Humberto. Entonces, si mi molestia estaba infundada, si no tenía vínculos con nadie, si no recordaba un solo momento genuinamente feliz con ninguna de esas personas, ¿Por qué me dolía la exclusión?
Pasé días con la enorme pregunta ocupando todo el espacio dentro de mi cabeza, mordiéndome las uñas, contándome mi propia historia para buscar aquello tan malo que hice para no merecer un espacio en ese grupo. Y con frecuencia yo misma me preguntaba: ¿Y luego?, ¿Qué vas a hacer si te meten?, ¿De qué vas a hablar?, ¿Estás segura de que tienes algo en común con ellos, además de haber compartido algunas clases o de haber estudiado en grupo? Quizá porque no podía responderme, en automático regresaba a la sensación de malestar y de que había algo en mí que no les era suficiente o les desagradaba. Incluso también a Paloma, quien sí pertenecía. Tenía la idea de ser excluida de un grupo de gente exitosa, que no tenía las mismas crisis que yo, que no se cuestionaba cada paso que daba, cada decisión.
Dos días después, cuando aún tenía todas las preguntas y los razonamientos revueltos, Elma Correa me dijo: “¿Para qué quieres estar en un espacio de cualquier tipo donde te sientas así? Next, ellos se lo pierden”. No es que realmente crea que se pierden de algo, pero sus palabras apuntaban a esa razón de peso que por algún motivo yo no terminaba de formular.
Después apareció Diego en mi cabeza. Lo dejé de ver por el 2006, más o menos. Terminamos mal, sin duda, y mi sensación recurrente al pensar en él los años posteriores era que las circunstancias no habían sido justas, que me debía algo. Con frecuencia pensaba también en cuando le presté Olga encuentra su media naranja, el primer libro que leí a los ocho años, y lo hizo pasar por suyo para no devolvérmelo. Nunca se disculpó, ni por el libro ni por nada. Los años siguientes aquella sensación volvía en los momentos menos oportunos, como una especie de sombra que se me aparecía a voluntad y me sacaba del equilibrio que me costaba tanto trabajo mantener.
En algún punto comencé a imaginar —quizá a desear— que tarde o temprano me buscaría para darme explicaciones y pedirme perdón. Repetía en mi mente las palabras exactas con las que lo haría: “Xo, la neta te traté mal, te desperdicié, sí te quise, pero estaba muy clavado conmigo mismo y no pude darme cuenta”. Y por supuesto yo no lo perdonaba, y eso era lo que me provocaba paz, o me la devolvía.
En 2020, de la nada y sin previo aviso, Diego volvió. Por supuesto no fue como supuse. Aunque sus palabras y explicaciones me provocaron escalofríos por el parecido que tenían con lo que había imaginado durante años —incluso la intención que percibí en la distancia de la virtualidad se asemejaba—, mis emociones al leerlo no se acercaban ni tantito a ese estado de paz que había necesitado. Por el contrario, en todo el tiempo que la interacción duró, me llené entera de incertidumbre, me cuestioné todo: “¿Por qué había esperado tantos años?, ¿Por qué no lo hizo antes?, ¿Qué hubiera pasado de haberlo hecho antes?, ¿Qué era yo para él en ese momento?, ¿Por qué creyó que podía dirigirse a la misma persona que fui en la adolescencia?, ¿Qué buscaba de mí?, ¿Por qué me revictimizaba?, ¿Por qué yo le permitía revictimizarme?”. Las preguntas en mi mente siempre corren el riesgo de sobrepasarme y salirse de control, por eso, al llegar a la última, caí en cuenta de que ese era el momento para cerrar con el tema para siempre. Lo mandé a la chingada, lo bloqueé de todos lados y dejé macerar la experiencia para escribirla después.
También recordé cuando mi papá nos corrió a mi mamá, a mi hermano y a mí de su casa varias veces, la última y determinante en el 2007, cuando yo tenía veintidós años. Nos obligó a buscar un lugar donde pasar aquella primera noche y las siguientes, a rentar un departamento tan barato como inconveniente, a buscar chambitas que nos permitieran cubrir por completo nuestros gastos y asegurar lo que faltaba de mi educación superior. Decidió que estar enojado conmigo lo eximía de cualquier responsabilidad, y se olvidó de mí. O quizá no, pero eso he sentido desde entonces. Hasta hace poco aún me preguntaba cómo podía andar por la vida tan tranquilo, a sabiendas de que su mujer, su hija y su hijo no tenían una cama, ropa, casetes, zapatos, porque todo se lo había quedado él. También me peguntaba si yo podría desarrollar ese desinterés hacia un hijo o hija, si alguna vez decidía ser madre. Y aunque no asumió ninguna responsabilidad hacia mi hermano o hacia mí, durante mucho tiempo intentó convencer a mi mamá de regresar. Supongo que en algún momento se cansó de las negativas y hasta ahí cerró ese ciclo. Igual hicieron varios de sus hermanos, a quienes habríamos visto dos o tres veces en la vida. En aquella época me dio por pensar que la muerte de mis abuelos paternos, durante mi adolescencia, fue la manera de cerrar un ciclo de apariencias que sus hijos se esmeraron en cumplir, pero que se volvió insostenible cuando se quedaron por su cuenta.
Actualmente, en casa de mis suegros cada fin de año participamos en la repetición de los rituales típicos: barrer el agua en el umbral de la puerta, dar la vuelta a la calle con maleta en mano, escribir los malos pensamientos en papel y quemarlos en una olla vieja. Entiendo el significado de cada uno y hasta me divierte ser parte de esta ritualística, pero, sin duda, lo más importante siempre es el brindis, porque cada elemento que lo compone dice algo: cómo fue el año, la medida en la que los conflictos han sido solucionados, el lugar que cada persona ocupa en el orden familiar y quiénes han dejado de formar parte de la dinámica. Soy pariente política, por eso siempre estoy en los últimos lugares, pero debo reconocer que soy la primera en esos últimos lugares, porque a través del tiempo he sido la pareja más constante y, en teoría, estable.
Cada año preparamos un discurso que ayude a reconfortar, a comprender o conmemorar lo que ha pasado, a agradecer, pero, sobre todo, a cerrar una especie de ciclo que culminamos con una cena, en donde el gran protagonista es el espagueti rojo que prepara mi suegro.
Yo pienso durante varios días lo que dicen esas personas que me han hecho un lugar en su mesa desde hace doce años: piden salud, mejor actitud, fortaleza, resiliencia, mejores cosas por venir. Agradecen a Dios todo lo que les concedió. Yo cada año exalto lo enorme que me siento ocupando ese espacio, ese momento. Me gustaría creer en Dios y poder atribuirle estos sucesos, pero no creo, y no sé si haya algo de karma o de equilibro universal o de justicia poética en el hecho de que, reunidas y reunidos ante una mesa con once o quince lugares dispuestos, conozco las historias personales que les atravesaron a lo largo de un año, las emociones que experimentaron, todo lo que no pudieron hacer y lo que sí. Entiendo que eligen ese día para pasar la página, quizá para experimentar un cambio de actitud, una recarga de energía, una renovación. Quizá esa también es una buena forma de cerrar un ciclo: pensar, valorar, aprender y continuar.
Mi amiga Paloma cerró el ciclo conmigo al poner un límite entre nuestros espacios. El resto de mi generación lo hizo excluyéndome del grupo de WhatsApp. Diego buscaba cerrarlo a través de un perdón o una especie de expiación. Mi papá lo hizo pasando página. Mi familia política lo hace en voz alta. Quizá, después de mis comunes momentos de ansiedad, mientras observo desde los lugares que me he ganado, pienso que para mí esos ciclos se cierran en tanto los escribo.