Tierra Adentro
Imagen de Diane Arbus según una fotografía de Roz Kelly, finales de los 60. CC BY-SA 4.0

A estas alturas de la pandemia, parece cada vez más difícil imaginar otros escenarios que no incluyan el miedo cotidiano a perder seres queridos, a ser una agente infecciosa. Poco a poco la memoria se desliza hacia algún rincón de la casa, aquel donde se van dejando los recuerdos de los años anteriores, de las visitas sin cubrebocas, las fotografías en diversos paisajes, de los besos dados a extrañas en las noches interminable y los secretos que se despliegan fuera de la vida compartida antes de la tercera semana de marzo del 2020. Los correlatos y las narrativas interminables de la vida adentro integran una memoria poco nítida, una opacidad que no visibiliza lo que ocurre sin las salidas descaradas, sin el sentido de la multitud y el roce con sus cuerpos. ¿Qué imágenes integran la memoria de esta pandemia? La escritura de millones sugiere el sentido de proximidad ante la muerte, pero no una imagen clara de lo que sucede en el interior de la vida, ahora trastocada por una experiencia mundial que, sin embargo, no termina por hacernos conscientes del sentido de la experiencia vital.

Dice Natalia Ginzburg que “el miedo nos pone la mirada oscura y nos hace hacer pequeños gestos tajantes”. ¿Cómo traduciríamos esos gestos? Las cifras lo envuelven todo, hemos tenido que contar millones de muertos, camas que se cambian y sanitizan a la brevedad, miles de pacientes que por días olvidan cómo se sentía su cuerpo antes de la llegada del virus. Hasta ahora nadie ha sabido describir la profundidad del miedo y del dolor que, en cada despertar, incluso de manera secreta, nos unen en la primera respiración y luego se desvanece como el vaho sobre el vidrio mientras llueve. ¿Cuál podría ser la imagen que develaría nuestros secretos en esta época? ¿Cuál es el trabajo de la memoria ante la propia devastación?

Durante la segunda mitad del siglo veinte, el sentido humano comenzó a desdibujarse. Con el rescate de los archivos en los campos de concentración, sucedió el cambio de narrativa en prácticamente toda la industria cultural del resto del siglo: la reproducción del cuerpo devenido cadáver.1 La masificación de la muerte sostuvo la pérdida de cualquier gesto de humanidad, pero es el sentido del anonimato —refrendado de manera explícita en cada mirada otorgada a las fotografías que develan montañas de cuerpos sin vida— lo que ha dejado de ser relato y ha encarnado finalmente en lo informe: el horror y lo grotesco. Vale la pena señalar que igualmente es el sentido de vacuidad —aquello que se escapa del encuadre— el punto de veracidad sobre aquella narrativa que engendró la política del terror. El secreto que queda en el corte de la imagen es aquello que no podemos interpretar de otra forma que no sea en el silencio; como un hoyo negro, succiona cada escena que no puede siquiera nombrarse ¿Qué clase de ser humano haría eso? Lo único que se nombra en la memoria es un dato, un número aproximado, los cuerpos amontonados sin vida, pero los minutos antes no pueden ser relatados, como en el judaísmo no puede existir la imagen de dios.

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Todavía en la época de las redes sociales, los discursos contemporáneos sobre la auto estimación de la cuerpa y el amor propio no se reproducen con la misma eficacia en los millones de publicaciones que en este momento se suben. No todo puede ser visto. El sentido de realidad frente al cuerpo-red tiene una resonancia directa con las corporalidades aceptadas: que nadie ose mostrarse de cara a la lente ­—y a su vez a cientos de miradas— si acaso no cumple con la regla. Se piensa que todo puede ser arreglado, en esta época donde la forma elegante del trabajo informal se nombra, de manera complaciente, “emprendimiento”, no hay duda de que, si la cuerpa provoca malestar, de acuerdo con la lógica del capital no pasa nada, algo podrá hacerse: repararse, vaciarse, llenarse, restirar cada centímetro donde el pasado ha tatuado su camino. ¿Cuántas oquedades hay que llenar —o vaciar— para sentirse completa? Un año antes de su suicidio, Diane Arbus en alguna de las clases que daba en Nueva York sostenía el hecho de que “nuestro aspecto está dado como un signo al mundo”. Este último discurso sería capturado en el documental que lleva su nombre como una prueba de lo que la lente de Arbus había roto: el orden de la mirada.

La herida más lacerante es la silente. Aun ante el sufrimiento, la libertad se encuentra en el silencio, llega el momento en que no es necesario emitir un grito, el resto de la cuerpa ya lo hace: los ojos logran emitir el mensaje, ya sea que adentro no se sufre más o que tal vez la piel se siente de manera distinta, abriéndose un lugar en el mundo. Si acaso se es consciente de que el trauma se ha hecho visible desde nuestro nacimiento, que la impronta no será disuelta, lo propio es hacerse cargo de ella, vivir bajo su signo. Diane no podía saber desde el principio que su herida era más profunda. Nacida el 14 de marzo de 1923, en Manhattan, Nueva York, su infancia y adolescencia transcurrieron en una comunidad judía de clase alta dedicada al comercio textil y la venta de pieles. Su trabajo comenzó con la fotografía para revistas de moda de la mano de su esposo Allan Arbus, con quién contrajo matrimonio a los 18 años: fue Allan quién le mostró el trabajo fotográfico y así comenzaron a hacer portadas para revistas como Vogue, así como para catálogos para la propia tienda del padre de Diane.

 

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El momento crucial para el trabajo de Diane ocurre cuando por primera vez observa la película de culto, Freaks, de Tod Browning. En el filme de 1932, encontró lo que representa lo prohibido en la sociedad de clase media y alta occidental: la falla, estructura esperpéntica que suele ser escondida como signo de vergüenza. En un mundo donde todo funciona de acuerdo con el nivel socioeconómico, la fisiología distinta se encuentra desde el principio desplazada de lo que a todxs nos corresponde: el derecho a ser vistxs, nombradxs, amadxs. Como su biógrafa y amiga Patricia Bosworth lo menciona, desde muy pequeña tuvo la instrucción de no mirar a las personas que presentaban alguna diferencia, incluida, desde luego, la comunidad afrodescendiente. 2

La otredad siempre ha estado desterrada de la tierra donde las fantasías se materializan. La idea de belleza dentro de las máquinas deseantes sostiene discursos donde los ideales de bondad y belleza únicamente pueden ser vividos, encarnados y reproducidos por quienes generan el capital y sus adhesiones simbólicas. La blanquitud, la jovialidad, incluso los maniqueísmos con los que se formó la cultura occidental mantuvieron hasta los últimos instantes el orden visual. Pienso en el hecho de que fue hasta que elementos como la aparición de las imágenes de los crímenes de lesa humanidad, así como la percepción de la otredad, donde emergen estas narrativas compulsivas que derivan entre el horror, lo grotesco y la seriedad que el espacio de lo artístico, incluso académico, le dan a la aparición de lxs otrxs dentro de la historia del arte moderno, incluida la producción de Arbus. Como lo menciona José Luis Barrios:

Así pues, el horror y la fascinación adquieren un significado inédito, significado que por lo demás será determinante en la redefinición que se hará del sentido de representación en la cultura visual del siglo XX y que abrirá un nuevo territorio de explotación al mundo del arte. Las relaciones entre el orden masivo de la imagen, la estética del horror inscrita en el cuerpo, la condición ideológica que se desprende de la manipulación de la imagen y la condición de objetividad de estas imágenes tendrán un impacto innegable en la configuración axiológica y simbólica en la cultura y el arte del siglo XX. A partir de ello nace una nueva dimensión de lo grotesco: lo serio, y una nueva consideración sobre el cuerpo: el horror.

Sin embargo, de manera cotidiana, las derivas del extrañamiento de la mirada de Arbus, y con éstas del cuerpo extraño, nacen con la idea de la urbe. En la necesidad de deambular de un extremo a otro por las grandes ciudades, el registro de las personas que se encontraban fuera del canon no sólo nace sociológico, sino que dentro de las tramas del pensamiento moderno condensarán junto con la imagen nuevas direcciones para pensar en las grandes ciudades como Nueva York, presentada como el escenario ideal desde donde emergen los secretos de la sociedad. De esta forma, los parias que deambulan como figuras residuales, fantasmas que enfrentan a la memoria y a la reproducción del capital, emergen al orden de la mirada como una condensación de aquello que había quedado oculto, silente, pero sobre todo fuera de cualquier discurso, político o estético. No es casual que la fotografía haya sustentado este cambio de orden, ella misma es el puente entre la reproducción del capital y la cultura, entre la sensibilidad y la mercancía. Ya Benjamin lo había admitido, pero sobre todo refrendado, que detrás de la objetividad al ser un aparato de producción puede cambiar igualmente las narrativas, incluso hacia el espacio de lo político. Además, dichas reproducciones no pueden escapar dentro de este orden a convertirse en un objeto de disfrute.3

Ciertamente, dentro del ciclo de producción, todo lo que se produce en el capital regresa al capital; en ese sentido, Diane, mediante sus múltiples registros por las calles de Nueva York, crea no sólo una producción vasta, sino que le concede becas y un respeto dentro de la comunidad artística. Aunque que dentro de su práctica existiera un lazo entre sus modelos y ella más allá de la fascinación, ciertamente entre las décadas de 1960 y 1970, Arbus conduce la mirada de la sociedad hacia las capas que la forman atravesada por sus propias revoluciones culturales como el feminismo, el movimiento de las Panteras negras y la lucha en contra del aparato belicista y la Guerra de Vietnam. La revolución que se daba dentro del mundo occidental y la cultura norteamericana planteaba igualmente otras sensibilidades más allá del angular snob y su condición extractivista. Susan Sontag sostiene que “el fotógrafo saquea y preserva, denuncia y consagra a la vez”, quizá en el instante en el que el diafragma hace lo propio, al obturar se ha eternizado un momento; sin embargo, al “capturar” —de nuevo las metáforas colonialistas— este instante donde una persona dobla la estatura de sus padres y no puede erguirse porque el techo impone el límite, o las imágenes donde las parejas de lesbianas saltan del orden y posan, sin duda, Arbus planteaba su propia idea del mundo, su obsesión sobre lo que no podía —¿puede?— hablarse.

Como lo reconoce Sontag, Arbus y su maestra, Lisette Model, no solamente revelaban sus obsesiones, sino también la de sus modelos. La propia Arbus hablaba sobre el hecho de que podía tardarse todo un día en una sesión, hasta que la confianza construyera un lazo que le permitiera entrar hasta obtener la imagen que representaría la verdad de esa historia. En su técnica se introduce la intimidad como el mecanismo que crea las fotografías de nudistas o actores de circo —todavía vistos como freaks—, así como transeúntes en los barrios peligrosos de la gran ciudad. El registro de intimidad es el elemento que logra transformar no sólo la imagen o la persona que posa, sino la técnica fotográfica, lo que hace única la producción de Diane Arbus.

En ese sentido, su mirada contrarresta de alguna forma la masificación de la metáfora de la muerta constituida: el cadáver, una forma con órganos, extremidades, pero sin gesto, sin humanidad. Cada fotografía cargada de su obsesión, pero también de humanidad en cada modelo, es lo que por instantes rompe con la lógica de uniformar e integrar el sentido del horror; la operación radica en visibilizar las diversas corporalidades, en ser vistos, en fijar nuestra mirada y ver mediante los ojos de Arbus la humanidad sin filtros ni matices, y con ello romper con lo que la ley —moralista y depredadora— ordenaba.

Este año se ha cumplido medio siglo desde su último aliento. Quizá si aquel 26 de julio de 1971, Diane no hubiera encarnado la idea de tomar barbitúricos y, para estar segura, cortarse las venas, los arquetipos de belleza hubieran sido quienes en los imaginarios posmodernos se volvieran los extraños. Los últimos meses se han sentido como un tiempo aparte, ya no hay espacio en la intimidad que procure algún secreto. Mientras fijo mi mirada en el hombre con acondroplasia que desborda sensualidad entre las sábanas, pienso que la única extrañeza es la falta de cubrebocas: afuera, entre nosotros, ya hemos perdido el gesto.

 

 

 

  1. Cfr. Barrios, José Luis, El cuerpo disuelto, lo colosal y lo monstruoso, UIA, 2010, p. 25.
  2. Boswort, Patricia, Diane Arbus, una biografía, Circe, Barcelona, 1999, p. 44-45.
  3. Cfr. Benjamin, Walter, El autor como productor, Ítaca, 2004, pp. 41-42.

Autores
(Ciudad de México, 1984) Investigadora, docente, escritora y crítica. Es maestra en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y Doctora en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Realizó una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires y ha publicado artículos y reseñas en revistas como Este País, Pliego 16, Fundación, Casa del Tiempo, Revista de la Universidad, Écfrasis, Tierra Adentro. En 2011-2013 fue Becaria de la Fundación de Letras Mexicanas en el área de ensayo y en 2019 fue Becaria Fonca en el área de ensayo. Fue finalista en el Premio Internacional de Literatura Aura Estrada en su edición 2020 y aceptada por Ucross Foundation para hacer una estancia artística en el verano del 2021.