Un par de reglas
Regla 34:
Si existe, hay porno de ello.
Regla 35:
Si no se encuentra porno sobre ello
al momento, se creará posteriormente.
I
Uno aprende las cosas a fuerza de desobedecer a sus padres.
El primer día que toqué el teclado de la computadora de la casa, mi madre se me acercó llevando en la cara un gesto de preocupación genuina. Palpó mis hombros con la resignación de quien anticipa una desgracia. Me dijo:
─El uso de una computadora también es una responsabilidad, ¿sabes? No puedes andar por ahí como si nada, dando clicks con toda la confianza del mundo. En serio: hay sitios que no deberías ver. Ten cuidado con eso, ¿okay?
La miré sin encontrarle pertinencia a su consejo. Mi padre, escuchando desde la oscuridad del pasillo, dio un par de pasos aclaratorios:
─Tu mamá quiso decir que en internet hay mucho porno, hijo. Demasiado, de hecho. Más del que podrías ver en toda tu vida incluso si no te dedicaras a otra cosa.
Luego los dos se alejaron del escritorio, como si tras su espalda se acabara de inaugurar una segunda crianza que ya no les correspondía.
Desde luego, a mí me faltaban años y a ellos les sobraban cosas de qué preocuparse.
Supongo que no me costó trabajo olvidar la charla.
Dediqué mi pubertad a lastimarme las conexiones neuronales. Abrí perfiles de redes sociales de los que ahora me avergüenzo y, sin piedad ni escrúpulos, consumí las leyendas urbanas y los memes que hoy en día pueblan a mis ensayos y mis cuentos. Como les ocurre a las langostas hervidas en una olla, el progreso gradual de mi desgracia no me permitió alarmarme a tiempo.
Habituado a inaugurar cuentas, cometí el error de hacerme un perfil de Tumblr. Me gusta pensar que inicialmente lo hice por el arte compartido en el sitio, pero no tardé en darme cuenta de que el contenido era más pornográfico que cualquier otra cosa. Había mamadas varias, baños multitudinarios, desnudos artísticos. Muchos pies.
Navegando por ahí me encontré con el perfil de un ilustrador anónimo que se encargaba de dibujar personajes ficticios por comisión. El rostro bidimensional de una chica de anime (quién sabe si Misato Katsuragi o Faye Valentine; ya ni siquiera importa) me convenció de conocer el resto del trabajo del autor.
Bajé y atestigüé que los pixeles que componían a cada nueva imagen gozaban de una excentricidad más preocupante que la de las anteriores.
Estuve preguntándome qué desgracia íntima orillaría a alguien a masturbarse viendo deformaciones eróticas de su caricatura favorita de la infancia. En algún punto de la tarde se me pasmó el rostro en una mueca de horror, iluminada por la silueta amarilla de un minion.
Un minion, regordete y cíclope, siendo penetrado por Shrek.
II
Antes de que te desboques en cancelarme, probable usuario de Twitter, me adelanto a aclararte que soy un adulto que no consume pornografía ni productos similares. Acaté las normas del progresismo en turno y ejercí las practicas necesarias para lograr mi deconstrublah, blah, blah.
Ahora que tienes la consciencia tranquila, podemos proseguir.
III
Las fantasías acortan a los pliegues que nos separan de la realidad. Casi nunca satisfechos en el mundo, vivimos inventándole escenarios que sean capaces de compensar el aburrimiento y la ignominia del día a día.
Fantasear también es un intento humilde de apropiarnos de lo que no nos pertenece.
Hay en el cuerpo ─en alguno de sus recovecos incomprensibles─ un impulso caprichoso que asocia ciertos rostros, ciertos temas, ciertos sonidos, con el placer. Si repasáramos el compendio absoluto de los fetiches que han visto la luz del sol nos toparíamos con gente que se excita frotando látex, escuchando sirenas de policía o comiendo pollo frito.
La erotización de personajes ha existido históricamente con fines más picarescos que sexuales. Incluso dejando de lado a las caricaturas y las películas, resulta obvio que algunos lugares comunes de los juegos y las vestimentas sexys se basan en la asimilación estética de ciertos animales y profesiones. Rara vez miramos con extrañeza a las conejitas en leotardo o a los bomberos sin camisa.
Desde el siglo pasado se producen relatos eróticos y películas pornográficas que parodian figuras centrales de la cultura popular, como los monstruos y los superhéroes. La mayoría de la gente consumía las obras sin mucha seriedad de por medio.
Junto con la pluralización del internet y de las plataformas de blogueo, muchos creadores de contenido tuvieron la posibilidad de compartirle al mundo fan arts de sus personajes y actores favoritos. Muerto Dios, nada les impidió retratarlos de las formas más retorcidas imaginables.
Las dos reglas del internet empleadas como epígrafe de este texto demuestran que la pornificación del mundo virtual se balancea entre dos fines: la satisfacción de fantasías incumplidas y la mera desacralización de nombres y figuras. Por lo anterior, no sorprende que, cuando un personaje se ve envuelto en la Rule 34, se dice que ha sido profanado.
En diversas redes sociales hay microlebridades que se dedican a satisfacer las exigencias de profanación de sus seguidores. Ellos, con referencia en mano, se limitan a expresarle al artista: I have a request.
Tanto por las manos de ilustradores necesitados de dinero como por las de cineastas excéntricos (igualmente necesitados de dinero) ha pasado la producción de obras que sexualizan a todo objeto, material y abstracto. Habrá quien diga que esta actividad económica (con derramas que bien podrían contarse en millones de dólares anuales) es tan digna y lícita como hornear pan o litigar herencias.
Las cancelaciones a los artistas de Rule 34 son el pan de cada día en ese patio de sanatorio mental llamado Twitter. Cientos de usuarios, ad infinitum, se levantan a diario con la convicción de repetir la misma perorata en pro o en contra del trabajo de los profanadores de internet. Ahora, mientras lees, hay una feminista llamada Pan de zarzamora radical uwu discutiendo el tema con un sujeto llamado Agustín B. Peterson Shapiro.
Simultáneamente, habrá también un quinceañero perturbado pidiendo un dibujo de Shinji Ikari, triste pero con la verga enhiesta y cogiéndose a Maribel Guardia.