El mecanismo de lo vivo
Dentro de la prolija obra de Clarice Lispector, Agua viva —a pesar de su brevedad— ocupa un espacio significativo. Karla Montalvo desenreda la madeja narrativa de estas páginas inclasificables, contándonos de la propensión orgánica que las anima, en la que escritura y cuerpo permanecen co(n)fundidos.
Se suele hablar del gran libro, de la obra maestra, de aquel poema, aquel cuento, aquella colección o novela en la que el o la escritora llegó a su cumbre. Pero hay autores de los que es difícil —por no decir imposible, incluso fuera de lugar— afirmar semejante cosa. Clarice Lispector es una. La obra de la escritora brasileña puede leerse como una serie de búsquedas estéticas, espirituales, expresivas, que en conjunto no forman una línea ascendente, sino, más bien, ondulaciones, digresiones, tanteos que se abren paso en la oscuridad, a través de la tierra, en distintas direcciones. Cada una implica dificultades o estados distintos.
En 1973 Clarice publicó Agua viva, que ocupa un lugar especial dentro de esas búsquedas. Se trata de una muy particular. Es posterior a La pasión según G.H. (1964) y a Aprendizaje o El libro de los placeres (1969). Nádia Battella Gotlib y Benjamín Moser, biógrafos de Lispector, coinciden en que le llevó tres años de trabajo, aunque en términos de extensión es bastante breve (menos de cien páginas en algunas ediciones). Aprendizaje…, en cambio, como cuenta Battella, fue escrita en nueve días. La pasión… en no más de un año. Si bien había trabajado en la edición de La ciudad sitiada (1948) el mismo tiempo, tres años, esa obra tiene el doble de extensión. La manzana en la oscuridad (1961), uno de sus textos más largos, lo trabajó y editó en once versiones. Pero con Agua viva el asunto era otro: “Lo interrumpí —dice Clarice— porque no llegaba a lo que quería alcanzar”. [1] Según Olga Borelli, la gran amiga y secretaria de Lispector, ésta nunca había dudado tanto antes de entregar un manuscrito a un editor. “Este librito tenía 280 páginas—dijo Clarice en una entrevista—; lo fui cortando —y torturando— durante tres años. Ya no sabía qué más hacer. Estaba desesperada. Tenía otro nombre. Era tan distinto… Era Objeto gritante, pero no funcionaba. Prefiero Agua viva, algo que burbujea. En la fuente…”.[2]
Fue un proceso tortuoso, frustrante, largo, aunque eso no se transmita en la lectura, que suele ser fluida e hipnótica.
Una de las primeras versiones se llamó Más allá del pensamiento, tenía 151 páginas y contenía varias referencias autobiográficas. En la siguiente, Objeto gritante, esas referencias fueron eliminadas, pero curiosamente creció en páginas. El miedo y las dudas venían, podemos intuir, de que en términos forma¬les Agua viva es un texto sumamente radical. Monólogo, diario ficcional, narración poética, ensayo, no cuenta una historia, no tiene una trama en el sentido convencional del término. Según Moser, [3]
Olga Borelli la ayudó a encontrar la estructura final del libro. No es extraño: al no tener una historia, una trama, su mayor dificultad radicaba justo en el orden de ese fluir del yo y de sus instantes.

Ilustración de Inés de Antuñano (Ciudad de México, 1982)
Más allá del pensamiento, como título, apela a esa parte abstracta, ensayística del fluir; Objeto gritante, a la personificación de ese objeto textual. Agua viva, por su parte, sugiere el organismo. Algo que “burbujea”. Algo que vive. La propuesta va más allá de no contar una historia. Se trata de una manera de entender y de indagar la relación de la palabra con la realidad. Cuando se escribe, ¿se copia el mundo?, ¿se representa? En esta obra, se crea. Se genera. Al menos, es la intención. Agua viva no es un libro, es un organismo. Algo así como un Frankenstein, pero que no pretende humanidad; no trata de imitar la forma, el cuerpo, la apariencia de lo humano. No busca lo autobiográfico, sino lo “bio”: lograr un mecanismo vital. Hacia allá apunta la cita de Seuphor, epígrafe del texto: “Debería existir una pintura libre de la dependencia de la figura —el objeto— que, como la música, no ilustra nada, no cuenta una historia y no lanza un minuto. Esa pintura se contenta con evocar reinos incomunicables del espíritu, donde el sueño se convierte en pensamiento, donde el trazo se convierte en existencia”. El trazo que es. La palabra que vibra, late, respira.
Pero, ¿cómo lograrlo? No de una vez por todas. No llegamos al texto y aquello, lo bio, la vida, el organismo, ya está hecho. No. La obra es el proceso, el intento que nos lleva a ello. Para lograrlo la narradora-escritora parte de sí. De su cuerpo. De su mundo. Recurre, sí, a la representación, pero apenas, con muy pocos elementos, aludiendo, bosquejando. Casi sin descripciones. “Después de un cierto tiempo cada uno es responsable de su cara. Voy a mirar ahora la mía. Es un rostro desnudo”. [4] Mención breve y ambigua, no vemos el rostro, sino el efecto que le produce a ella. Los detalles y la apariencia no se nombran. Pero la narradora alude a sí, a su cuerpo. Ése con el que fuma y teclea en la máquina de escribir… Ése que, aunque a veces le cueste trabajo creerlo, sabe mortal. “Siento ahora mismo el corazón latiendo desordenadamente dentro del pecho” (71). De forma simultánea, el personaje siente su cuerpo y lo escribe. Pero la cita implica dos tiempos, dos planos: el del cuerpo que experimenta el corazón en el pecho y el de la escritura-representación de ese cuerpo. “Para escribirte antes me perfumo toda” (57). Antes: el tiempo fuera de la escritura. Pero que, en cierto sentido, llega a ella a partir del perfume en el cuerpo que escribe. Cuerpo origen. Primigenio. Que se mueve en la realidad del teléfono y los floreros y São Paulo. Esa escritora —pensemos en las primeras versiones donde se hacían claras referencias autobiográficas— se lleva al texto, se desdobla en él: “… intento dar los primeros pasos de una convalecencia débil. Estoy consiguiendo equilibrarme” (23). El cuerpo que llega a las palabras intenta avanzar en ese otro plano. La experiencia del cuerpo en el lenguaje, en esa realidad creada, es una experiencia menos limitante que la del cuerpo “real”. Es menos estable, también. No, no es uno, es muchos. Cuerpos varios, sólo posibles en la escritura, cuerpos que aparecen como en un caleidoscopio: “… soy caleidoscópica, me fascinan mis mutaciones centelleantes que aquí caleidoscópicamente registro” (37). La narradora pasa de tener el cuerpo de un animal, “…lamo mi hocico como el tigre después de haber devorado el venado” (27, las cursivas son mías), a tener un cuerpo vegetal, “De madrugada despierto llena de frutos” (42), “Mis raíces están en las tinieblas divinas” (76). Incluso, a través de la analogía, sugiere uno mineral: “No pienso, como un diamante no piensa” (46). Pero después dice: “Brillo nítida. No tengo hambre ni sed: soy” (46, las cursivas son mías). Se ha convertido en un diamante y, sin embargo, un punto y seguido después, vuelve a transformarse: “Tengo dos ojos que están abiertos. Hacia la nada. Hacia el techo” (46). Un ser que no piensa, brilla y pareciera ser esa piedra que no tiene hambre ni sed pero que en el fluir, al crearse a sí misma, de pronto, adquiere ojos. ¿O los recupera?
Pero ella no es la única que se desdobla. Hay un tú al que le habla: “Hoy por la tarde nos encontraremos. Y no te contaré ni siquiera eso que escribo y que contiene lo que soy y te regalo sin que lo leas. Nunca leerás lo que escribo” (78). Un tú que es al menos dos, ése con el que ella se verá en la tarde —y fue su amante— y, aquel otro, al que se dirige en el texto. Él también se desdobla, ella lo desdobla: “Te estoy dando la libertad. Antes rompo la bolsa de agua. Después corto el cordón umbilical. Y estás vivo por tu cuenta” (38). La narradora ayuda a ese tú a nacer en el plano de la escritura. Pero ese nacimiento no está expresado en términos abstractos, sino corporales: la bolsa, el cordón… Es ese mismo espacio donde ella, de pronto, dice: “… tengo a mis pies todo un mundo desconocido que existe pleno y lleno de rica saliva” (34). Mundo construido en el lenguaje — en la voz—, que se conforma de saliva, elemento que está en la frontera entre el cuerpo y la enunciación. Y ahí el lector también adquiere otro cuerpo, otra existencia.
Pero, como dije más arriba, en ese plano, en el de la palabra, hay una mayor inestabilidad, no sólo por las variaciones, sino, también, porque la narradora establece otros intentos, búsquedas en distintas direcciones, para multiplicarse, despersonalizarse, perderse en ese nuevo organismo que está creando:
Dentro de la caverna oscura centellean colgados esos ratones con alas en forma de cruz los murciélagos. Veo arañas peludas y negras. Ratones y ratas corren espantados por el suelo y por las paredes. Entre las pie-dras el escorpión. Cangrejos, iguales a sí mismos desde la prehistoria, a través de muertes y nacimientos, que parecerían bestias amenazadoras si fuesen del tamaño de un hombre. Cucarachas viejas se arrastran en la penumbra. Y todo eso soy yo. (17)
Los murciélagos cuelgan, los ratones y las ratas corren, las cucarachas se arrastran. Acciones que implican el cuerpo de los animales, al tiempo que los caracterizan. Un espacio que contiene múltiples seres vivos, formas y acciones. Cuerpo diverso, lo mismo animal que piedra: es ella. La cita va de lo múltiple e impersonal a lo singular y personal. Pero a veces la dirección es la opuesta: “Y si digo ‘yo’ es porque no me atrevo a decir ‘tú’, o ‘nosotros’ o ‘uno’. Estoy obligada a personalizarme empequeñeciéndome pero soy el eres-tú” (15). O, más adelante, con una forma más radical: “Yo es” (40). “Yo es” alude a los desdoblamientos, a la capacidad de multiplicarse y sucederse en un caleidoscopio y, al mismo tiempo, a la posibilidad del yo de introducirse como parte de ese nuevo ser que es la obra. Acto que, al mismo tiempo que la constituye, la despersonaliza. Yo es, como ese nombrarse en el texto y a la vez convertirse en él. No deja de nombrarse (yo), pero al mismo tiempo se transforma en algo distinto (es): la obra. “¿Qué soy en este instante? Soy una máquina de escribir que hace sonar las teclas secas en la húmeda y oscura madrugada. Hace mucho que ya no soy humana. Quisiera que fuese un objeto. Soy un objeto. Soy un objeto que crea otros objetos y la máquina nos crea a todos nosotros… si tengo que ser un objeto, que sea un objeto que grita” (91). Se introduce en ese nuevo organismo como un yo, para sucederse, mezclarse, multiplicarse, transfigurarse. Ser escritura: “Lo que te estoy escribiendo no es para leer; es para ser” (41). La propuesta de la que hablaba: no quiere crear un libro, un texto; no busca copiar la vida o representarla, sino crearla, hacerla: “… ésta es la vida vista por la vida” (16). Se pierde en las palabras para que éstas logren vivir por cuenta propia, sin dependencia del referente. Un organismo, como vemos, que a su vez está hecho de múltiples cuerpos. Escritura-cuerpo: “Sé qué estoy haciendo aquí: cuento los instantes que gotean y son de sangre gruesa” (25).
Nuevo organismo, con su propia corporalidad.
“Veo que nunca te dije cómo escucho música: apoyo levemente la mano en el fonógrafo y la mano vibra y transmite ondas a todo el cuerpo: así oigo la electricidad de la vibración, sustrato último en el dominio de la realidad, y el mundo tiembla en mis manos” (13). La acción de sentir la música a través del tacto, del cuerpo todo, es un elemento que ayuda a configurar en el texto la forma en que la mujer quiere ser leída: “También con todo el cuerpo pinto mis cuadros y en el lienzo fijo lo incorpóreo, yo cuerpo-a-cuerpo conmigo misma. No se comprende la música: se escucha. Escúchame entonces con todo tu cuerpo” (12). El personaje pinta con el cuerpo, aunque lo que busque sea fijar lo incorpóreo, aquella parte inasible de la realidad. Y es que para experimentar lo inefable se requiere de un cuerpo: “Espero que vivas ‘X’ para que sientas esa especie de sueño creador que se despereza a través de las venas. ‘X’… sólo le sucede a lo que tiene cuerpo. Aunque sea inmaterial necesita de nuestro cuerpo y del cuerpo de la cosa” (84). Y, así como pinta y escucha música, espera que el lector la escuche. De esa forma, llama la atención sobre el sonido del texto, sobre su dimensión material. El sonido se percibe tanto con el oído como con el tacto. “Y si tengo que usar aquí palabras, tienen que tener un sentido casi únicamente corpóreo, estoy en guerra con la vibración última” (13); “Al escribir no puedo fabricar como en la pintura, cuando fabrico artesanalmente un color. Pero estoy intentando escribirte con todo el cuerpo… Mi cuerpo incógnito te dice: dinosaurios, ictiosauros y plesiosauros, con sentido tan sólo auditivo…” (14). El cuerpo del lenguaje, su parte material, sonido, vibración, es el cuerpo que ella descubre en la escritura, al que traslada lo inefable de sí. Los dinosaurios, los ictiosauros y los plesiosauros no se mencionan en términos figurativos, sino en cuanto a su materialidad, su sonido. La relación entre el sonido y el cuerpo es clara. Así, la narradora conforma un cuerpo más.

Ilustración de Inés de Antuñano (Ciudad de México, 1982)
Ese cuerpo incógnito, hecho de sonido, es una línea recta. No puede ser de otra forma, pues el lenguaje es sucesivo, no simultáneo. “Lo que digo es puro presente y este libro es una línea recta en el espacio” (20). No importa si entre las palabras que se suceden hay o no lógica o relación causa-efecto, concordancia temporal o gramatical, de todas formas, una palabra sigue a otra, y otra la sigue a ella. “Hay una línea de acero atravesando todo esto que te escribo” (43); la sonoridad de las palabras es la columna vertebral de ese ser múltiple y cambiante que llamamos Agua viva.
Para verlo, para entenderlo como una unidad, sin embargo, se requiere mirar desde el aire: “Este texto que te doy no es para ser visto de cerca: obtiene su secreta redondez antes invisible cuando se ve desde un avión en vuelo alto” (29). Unidad que respira, late, que tiene su propia anatomía; un organismo en tensión constante consigo mismo, con sus diversas partes. Por un lado, la línea recta, implacable en su naturaleza sucesiva, lo atraviesa y lo sostiene; por otro, la capacidad del lenguaje de crear imágenes, de representar, rompe esa linealidad: “Se me ha ocurrido de repente que no es necesario tener orden para vivir. No hay ningún patrón que seguir y ni siquiera existe el propio patrón: nazco” (41). Es en ese nivel —en el de la representación, en el de la capacidad del lenguaje para crear imágenes— donde la narradora puede romper con lo lineal. Así, logra establecer otra forma: no nace al inicio sino cuando quiere, muere o fracasa en el intento, vuelve a surgir. Se trata de otro orden, que escapa a la rigidez del tiempo y de la narración convencional. “Lo que te escribo no tiene un comienzo: es una continuación” (55). Continuación de la vida, probablemente del cuerpo de la narradora-escritora. Y, como se llega a sugerir, lo que escribe continuará en el cuerpo del lector. Así, ese otro cuerpo, que es la obra en su conjunto, se crea con menos límites y fronteras que el “real” o humano.
Multiplicar el cuerpo a través de la escritura es un acto vital. La narradora, más que multiplicarse ella misma como individuo, multiplica la existencia. Lo cual tiene mayor sentido si consideramos que hacia el final dice que no quiere morir y se rebela ante esa dimensión. Podría parecer contradictorio que quiera huir de la muerte a través de la multiplicación del cuerpo; podría pensarse, por ejemplo, en capturar el alma, categoría que, por otra parte, sí menciona y en dicotomía con el cuerpo. Sin embargo, la narradora no copia el cuerpo primigenio, aquel que pertenece a la realidad de la máquina de escribir; más bien, a partir de él y de esa acción física que es escribir, crea otros seres, cambiantes, independientes que, cada vez que un lector los lea, surgirán.
Por eso, como dije al inicio, Agua viva no es un cuerpo terminado, tampoco una unidad que se advierta desde el principio. Se va haciendo, generando, y el lector requiere distancia para percibirlo como tal. El proceso se origina en el cuerpo que escribe. Ese cuerpo, temeroso de la muerte, busca salir de sí, volverse otros, dar vida, expandirse, ir más allá de sus fronteras y lograr el mecanismo de lo vivo. Mecanismo, porque la narradora sabe que se trata de un artificio: “No, todo esto no sucede en la realidad sino en el dominio de… ¿un arte?, sí, de un artificio a través del cual surge una realidad delicadísima que pasa a existir en mí: la transfiguración me ha sucedido” (23). Así, entre la tensión de lo individual y lo múltiple, entre el cuerpo de quien escribe y los cuerpos de la escritura, la narradora crea un organismo que triunfa sobre la muerte. O, al menos, así será mientras haya un lector dispuesto a crearse con él.
Notas
[1] Nádia Battella, Una vida que se cuenta. Bibliografía literaria de Clarice Lispector. Trad. de Álvaro Abós (Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2007), 453.
[2] Ibídem.
[3] Cfr. Benjamin Moser, Why this World. A Biography of Clarice Lispector (Nueva York: Oxford University Press, 2009).
[4] Clarice Lispector, Agua viva. Trad. de Elena Losada (España: Siruela, 2003), p. 39.
Nota del editor: La revista Tierra Adentro usa el manual de estilo Chicago- Deusto para citar documentación; sin embargo, de esta cita en adelante, la autora utiliza la misma fuente (Agua viva de Lispector) y, por lo mismo, decidimos dejar el resto de sus referencias sin notas al pie, sólo señalando la página entre paréntesis, para privilegiar la fluidez de la lectura.