El maravilloso mago de Oz: Segundo capítulo
2. El concilio con los munchkins
Dorothy se despertó por una sacudida tan inesperada y fuerte que si no hubiese estado recostada en su cama, quizás habría salido lastimada. Aún así, el golpe hizo que perdiera el aliento y que se preguntara qué lo había causado, mientras Toto ponía su fría naricita en la cara de la niña y chillaba desconsoladamente. Dorothy se sentó en la cama y se dio cuenta de que la casa había dejado de moverse y ya no estaba obscura, pues la brillante luz del sol entraba desde una ventana inundando la habitación. Se levantó de un salto de la cama y corrió a abrir la puerta con Toto pisándole los talones.
La pequeña soltó un grito de asombro, mientras observaba todo lo que la rodeaba sus ojos se abrían más y más; incapaces de contener su maravilla ante las cosas que veía
El tornado había llevado a la casa de Dorothy nuevamente al suelo—con una delicadeza inesperada para un tornado— y la había dejado en medio de una tierra de belleza extraordinaria. Por todos lados estaba la tierra adornada por hermosas alfombras de pasto, con árboles majestuosos cubiertos por deliciosa fruta. Se veían flores coloridas por todos lados y unos pájaros con plumajes raros y brillantes cantaban y saltaban entre los árboles y arbustos. No muy lejos se distinguía un pequeño arroyo que corría y centelleaba entre los parches verdes de maleza borboteando con una voz que la niña, que había vivido tanto tiempo en las praderas grises y secas, recibía con agradecimiento.
Mientras observaba parada la vista tan hermosa como extraña, se percató de que se aproximaba hacia a ella un grupo conformado por las personas más raras que había visto jamás. No eran tan altos como los adultos que conocía, pero tampoco eran pequeños, parecían ser tan altos como ella, quien era alta para una niña de su edad, aunque parecían, a primera vista, ser mucho más grandes en edad que ella.
El grupo estaba conformado por dos hombres y una mujer, todos vestidos con ropa extraña. Llevaban unos sombreros redondos que tenían una punta alargada que se extendía hasta un pie por encima de sus cabezas y campanitas en las alas que tintineaba a cada paso que daban. Los sombreros de los hombres eran azules, mientras que el de la mujer era pequeño y blanco. La mujer vestía un vestido blanco que colgaba haciendo pliegues desde sus hombros, el vestido tenía estrellas que brillaban al sol como si se tratara de diamantes. Los hombres estaban vestidos del mismo tono de azul que sus sombreros y usaban botas bien lustradas que lucían un doblez de un azul más obscuro. Dorothy pensó que los hombres debían ser de la edad del tío Henry, pues dos de ellos tenían barba. Pero la mujercita era sin lugar a dudas mucho más grande, pues su cara estaba cubierta de arrugas, su cabello era casi blanco y caminaba con dificultad.
Cuando las personitas se acercaron a la casa de Dorothy desde cuya entrada ella los veía, se detuvieron a susurrar entre ellos como si tuvieran miedo de seguirse acercando. Pero la mujercita caminó hacia Dorothy, hizo una reverencia muy pronunciada y dijo con una voz muy dulce:
—Bienvenida seas, noble hechicera, a la tierra de los munchkins. Estamos profundamente agradecidos contigo por haber matado a la Bruja Malvada del Este y de esa manera haber liberado a nuestro pueblo de la esclavitud.
Dorothy escuchó maravillada el discurso. ¿Qué querría decir la ancianita al llamarla “hechicera” y al decir que ella había matado a la Bruja Malvada del Este? Dorothy era uno niña inocente e inofensiva que se encontraba a muchas millas de su hogar al haber sido arrastrada por un ciclón y nunca había matado a nada en toda su vida.
Pero la viejecita esperaba evidentemente una respuesta, así que Dorothy dijo sin dudar:
—Es usted muy amable, pero seguramente debe de haber un error, verá, no he matado a nadie.
—Pues si no fuiste tú, lo hizo tu casa —respondió la mujercita con una risa— y da lo mismo. ¡Mira! —continuó, señalando a la esquina de la casa— ahí están sus dos pies, asomándose desde ese bloque de madera.
Dorothy observó lo que la ancianita le señalaba y dio un grito to de terror pues ahí, justo bajo la esquina de la gran viga que sostenía a la casa, sobresalían dos pies vestidos con zapatos plateados y puntiagudos.
—¡Oh, cielos! ¡Oh, cielos! —chilló Dorothy, apretando las manos con desesperación— Le ha de haber caído encima la casa. ¿Qué hacemos?
—No hay nada que hacer— dijo la pequeña mujer calmadamente.
—¿Quién era?
—Como te dije antes, era la Bruja Malvada del Este —dijo la mujercita— mantuvo a los munchkins subyugados durante muchos años, convirtiéndolos en sus esclavos día y noche. Ahora han sido liberados y están agradecidos contigo por haberles dado su libertad.
—¿Quiénes son los munchkins? —preguntó Dorothy.
—Son el pueblo que habita esta tierra en el este, donde reinaba la Bruja Malvada.
—¿Es usted un munchkin?
—No, pero soy su amiga, aunque habito en las tierras del norte. Cuando vieron que la Bruja del Este había muerto mandaron un mensajero a buscarme y vine enseguida. Soy la Bruja del Norte.
—¡Oh, cielos! —exclamó Dorothy— ¿Es usted una bruja de verdad?
—Así es —respondió la ancianita—, pero soy una bruja buena y la gente me ama. No soy tan poderosa como la Bruja Malvada que reinaba aquí, o yo misma habría liberado a este pueblo.
—Pero pensé que todas las brujas eran malas —dijo la niña, que estaba un poco asustada al estar frente a una bruja de verdad.
—Oh, no, ese es un error muy grande. Solo había cuatro brujas en toda la tierra de Oz y dos de ellas, yo misma y la que vive en el sur, somos brujas buenas y es imposible que me equivoque. La del este era mala, así como lo es la del oeste, pero ahora que has matado a una de ellas queda tan solo una bruja mala en toda la tierra de Oz: la del oeste.
—Pero —dijo Dorothy después de pensar por un momento— la tía Em me dijo que todas las brujas habían muerto hace muchos años.
—¿Quién es la tía Em? —preguntó la ancianita.
—Es mi tía que vive en Kansas, de donde vengo.
La Bruja del Norte permaneció pensativa por un momento con la cabeza mirando hacia el suelo. Entonces miró a Dorothy y dijo —no sé en qué lugar se encuentra Kansas, pues nunca había escuchado hablar de tal país. Pero dime, ¿es una tierra civilizada?
—Sí que lo es —respondió Dorothy.
—Eso lo explica todo. Me parece que ya no quedan brujas, brujos, hechiceras o magos en los países civilizados. Pero verás, la tierra de Oz nunca fue civilizada, pues estamos aislados del resto del mundo, así que aún hay brujas y magos entre nosotros.
—¿Quiénes son los magos? —preguntó Dorothy.
—El mismísimo Oz es un mago —respondió la bruja convirtiendo su voz en un susurro— es mucho más poderoso que el resto de nosotros. Vive en la Ciudad Esmeralda.
Dorothy iba a hacer otra pregunta, pero en ese momento los munchkins, que habían estado parados en silencio, dieron un grito y apuntaron a una de las esquinas de la casa, en el lugar en el que había estado el cuerpo de la Bruja Malvada.
—¿Qué sucede? —preguntó la mujercita y al voltear a ver, comenzó a carcajearse. Los pies de la bruja muerta habían desaparecido por completo, dejando solamente sus zapatos plateados.
—Era tan vieja —explicó la Bruja del Norte— que se secó rápidamente bajo el sol. Ese ha sido su final. Pero los zapatos plateados son tuyos ahora y debes usarlos.
Se inclinó para recoger los zapatos, y, después de haberles sacudido el polvo, se los entregó a Dorothy.
—La Bruja del Este se enorgullecía de esos zapatos —dijo uno de los munchkins— y hay un encantamiento sobre ellos, pero nunca supe de qué se trataba.
Dorothy tomó los zapatos y los metió a la casa, dejándolos sobre la mesa. Cuando salió le dijo a los munchkins:
—Estoy ansiosa por regresar con mis tíos, pues seguramente estarán muy preocupados por mi, ¿me ayudarían a encontrar el camino de regreso?
Los munckins y la bruja se miraron entre ellos, después miraron a Dorothy y sacudieron sus cabezas.
—Al este, no muy lejos de aquí —dijo uno de ellos— hay un gran desierto, tan grande que nadie ha podido cruzarlo con vida.
—Es igual al sur —dijo otro— pues he estado ahí y lo que visto. El sur es el país de los Quadlings.
—Me han dicho —dijo el tercer hombre— que sucede lo mismo en el oeste. Y en ese país, donde viven los Winkies, reina la Bruja Malvada del Oeste, quien te convertiría en su esclava si te atrevieras a cruzar sus tierras.
—El norte es mi hogar —dijo la ancianita— y en su borde se encuentra el mismo desierto que rodea a toda nuestra tierra de Oz. Me temo, querida, que tendrás que quedarte a vivir aquí con nosotros.
Al escuchar eso Dorothy comenzó a llorar, pues se sentía sola entre todas aquellas personas extrañas. Sus lágrimas parecieron conmover a los amables munchkins, pues sacaron de inmediato sus pañuelos y también comenzaron a llorar. En lo que a la mujercita respecta, se quitó su sombrero y balanceó la punta debajo de su nariz mientras contaba “Uno, dos tres” en una voz solemne. En ese instante el sombrero se convirtió en un pizarrón en el que estaba escrito con gis lo siguiente:
DEJEN A DOROTHY IR A CIUDAD ESMERALDA
La ancianita tomó la pizarra de debajo de su nariz y, habiendo leído lo que decía preguntó:
—¿Tu nombre es Dorothy, cariño?
—Sí —respondió la niña, mirándola y secándose las lágrimas.
—Entonces debes ir a Ciudad Esmeralda. Quizás ahí te ayude Oz.
—¿Dónde se encuentra esa ciudad? —preguntó Dorothy.
—Está justo en el centro del país, y está gobernada por Oz, el Gran Mago, como. Ya te había dicho.
—¿Es un buen hombre? —preguntó Dorothy ansiosamente.
—Es un buen mago. No sabría decirte si es o no un buen hombre, pues nunca lo he visto.
—¿Cómo puedo llegar allí?
—Debes caminar. Es un viaje largo a través de un país que es a veces agradable, aveces oscura y terrible. Sin embargo, usaré todas las artes mágicas que conozco para alejarte de cualquier peligro que pueda atravesar tu camino.
—¿No me acompañarás? —rogó la niña, quien había comenzado a ver a la viejecita como su única amiga.
—No puedo —respondió— pero te daré mi beso, y nadie se atreverá a lastimar a alguien que ha sido besando por la Bruja del Norte.
Se acercó a Dorothy y la besó gentilmente en la frente. En el lugar en el que sus labios habían tocado la frente de la niña, quedaría una marca brillante, como Dorothy descubriría más adelante.
—El camino a la Ciudad Esmeralda está pavimentado con ladrillos amarillos —dijo la bruja— así que es imposible que lo pierdas de vista. Cuando llegues con Oz no le tengas miedo, cuéntale tu historia y pídele que te ayude. Adiós, querida.
Los tres munchkins se inclinaron ante ella y le desearon un buen viaje, después, caminaron hasta desaparecer entre los árboles. La bruja inclinó la cabeza con amabilidad hacia Dorothy, dio tres vueltas sobre su talón izquierdo y desapareció por completo para la sorpresa del pequeño Toto, quien ladró con fuerza una vez que había desaparecido, pues había estado demasiado asustado como para siquiera gruñir mientras la bruja aún estaba presente.
Pero Dorothy, sabiendo que se trataba de una bruja, había esperado justamente que desapareciera de esa esa manera, así que no se encontraba ni remotamente sorprendida.