EL LENGUAJE QUE CHOCA CONSIGO MISMO
Titulo: Mi nunca jamás
Autor: David Meza
Editorial: Cuadrivio
Lugar y Año: México, 2015
El libro de poemas Mi nunca jamás de David Meza (Ciudad de México, 1990) es un síntoma de que, cuando al lenguaje se le deja chocar consigo mismo, esplende causando figuras de belleza repentina o sucumbe devorándose. O ambas.
Hay desazón, preguntas por la existencia, desgarramiento y canto:
«El teatro de los sueños estaba roto» (p. 60).
«Dios duerme, esta noche, en una caja» (p. 62).
«Venimos del chaparral y tú lo sabes» (p. 65).
«Desde muy temprano en su edad había aprendido a odiar la vida» (p. 68).
«Terribles fueron los sueños del hombre para el hombre» (p. 74).
«La existencia en esos momentos no era otra cosa que las ideas de unas hormigas» (p. 74).
Meza abunda en una serie de significantes que se repiten hasta la saciedad: niños, ángeles, pájaros, mariposas, rosas, pétalos, sueños, estambre, colores morados, azules, cielo, firmamento, nubes, arcoíris, universo, meteoritos, cometas, astros, estrellas, nieve, planetas. Recurrente alusión al caos y lo celeste, en clara herencia de Altazor de Vicente Huidobro.
El abuso de estos campos semánticos puede resultar cansino para el lector pero, si se le tiene paciencia a este entrechocar de vocablos, aparece una serie de versos de una belleza inusitada:
«He transformado mi horario escolar en una placenta de pétalos» (p. 13).
«Sobre tu demencia sensual manifestada en árbol» (p. 19).
«Que tu galope es un nudo muscular de tendones, nervios y tristezas» (p. 20).
«Estrellas de carne. Clavículas de polvo» (p. 62).
En Mi nunca jamás encontramos un tratamiento de la figura amorosa, niña o madre, realmente perturbador y anómalo, pero no por ello menos esplendoroso:
Todo el pueblo del chaparral estaba enamorado de una niña con nueve años recién cumplidos. La niña se llamaba Lía y era bella. Y aunque sus senos no eran más grandes que una mano cuando entra a hacer relieve bajo las telas, la idea de besarlos era tan imponente en todos los hombres del chaparral que fue necesario borrar a esa niña para siempre (p. 73).
La figura de esa niña-madre que fluye desde el inconsciente lírico del poeta, transversal, encaramada y aleteante en su símbolo, es uno de los temas del libro que más gocé y destaco:
«Mi madre me cogió entre sus brazos y me bañó el cuerpo con leche. Mi madre usaba una corona de cruces» (p. 16).
«Madre es una niña con la panza grande» (p. 56).
«Los caballos comieron los huesos de mi madre. Una mañana empecé a caminar por los campos de martillos. No me detuve hasta que los ojos me comenzaron a llorar clavos» (p. 58).
«Madre se limpia la sangre del rostro. Una culebrita de sangre le nace de la nariz, como una niña que se asoma, tímida» (p. 60).
El cambio de persona en medio de los versos es recurrente y bien logrado; como un mago que sabe aparecer el conejo en el momento preciso, la voz poética se trasviste de sujeto a objeto, de hombre a mujer, con presteza:
«Mi niña, mi niña, me decían. Y mi novio se les puso enfrente […]
El cuarto era oscuro y mis palabras ya no consolaban a mi chica» (p. 37).
El autor se sitúa frente al «mundo» y el ser; Meza aclara qué es y no, para él, la poesía, el poema y el poeta:
«Me di cuenta de que, pese a todos los nombres, la única forma de encontrar el mío era explorando más allá de los niños que andan en mi cabeza, encarnar las voces de aquellos poetas que, como yo, miraron el mismo cielo» (p. 9).
«Que la poesía es una parvada de golondrinas despedazándote el cuerpo de adentro hacia fuera; que la poesía es platicar con las palomas en el techo de las catedrales» (p. 13).
«Es jueves, el día en que mueren todos los poetas. Y aunque yo no sea poeta, ni tampoco pretenda serlo, estoy muriendo» (p. 51).
«Y los bufones dijeron que la escritura se escribe con palabras» (p. 60).
El libro tiene dos momentos clave; por una parte, el manifiesto a las nuevas generaciones:
«Quiero ser llamado universitario no por estar en la universidad sino por estar en el uni-verso» (pp. 31, 32 y 33).
Y, por la otra, la reescritura de Canto de los ríos que se aman de Raúl Zurita; clímax, el mejor texto, estética y éticamente, de todo el libro:
«Pero mi amor quedó intacto, como una enciclopedia que de tan grande se volvió el mismo firmamento. Te lo heredo, entonces. El cielo, mi niña, te lo heredo. Lamento todos los golpes que tras mi partida te tocaron. A la orilla de mi vértebra, un niño jugaba con las aguas» (p. 42).
El «discurso» con que termina el libro tiene tropiezos pero espero que en sus próximos libros Meza tenga más agudizados esos recursos narrativos que ahora está probando. Mi nunca jamás está lleno de metáforas insospechadas y repentinas; en él se afinca una honda vocación poética, no sólo en ciernes sino en acto.
No sabemos hacia dónde irá la mancha de la escritura de David Meza, por ahora, furibunda y punzante. El autor tendrá mucho que chaponar de su obra y lenguaje, trozar y afinar; mientras tanto, sus lectores somos embestidos por el canto y la belleza de su libro.