El Paz joven: primeros ensayos y el primer poema
El corpus literario de Octavio Paz está regido por la fidelidad a sí mismo: son sus cambios los que expresan la continuidad y la lógica interna de una obra en constante reescritura. En este texto, Anthony Stanton ofrece una labor de investigación literaria pura. A partir del poema “Juego” y del ensayo “Ética del artista”, primeros antecedentes contundentes de la poética de Paz, el académico rastrea ideales, preocupaciones y obsesiones de un joven que, años más tarde, se erigirá como faro para generaciones enteras de escritores y lectores.
Vigilias de un soñador
Lo que se puede llamar la prehistoria de la poética de Octavio Paz está trazada fragmentariamente en algunos textos en prosa de la época formativa (1931- 1943), cuando empieza a germinar una concepción de la poesía que será revisada y transformada después, pero cuyas semillas jamás desaparecerán. Es más: muchos de los cambios posteriores que marcan esta trayectoria estética se pueden ver como el paulatino despliegue de unas cuantas ideas esenciales, presentes ya en forma embrionaria en los primeros textos. La obra de Paz está regida por un principio dinámico: el artista es fiel a sí mismo a través de sus cambios y son precisamente estos los que expresan la continuidad o lógica interna de la obra.
Este itinerario se remonta a un momento muy temprano cuando un Paz adolescente de 17 años publica en el número 5 de la revista Barandal (diciembre de 1931) su primer ensayo, “Ética del artista”. Aquí se pretende dar una respuesta a la pregunta formulada explícitamente en la primera página: “¿Arte de tesis o arte puro?”.[1] Hablando en primera persona del plural, a nombre de una generación, el autor invoca una tradición “mística y combativa” (8: 191) para justificar su preferencia por el arte social. El arte, sostiene, casi siempre ha tenido a través de la historia un fin extra-artístico, sea religioso, político o social: arte de partido o de intención moral. Se destacan en este ensayo primerizo un tono de marcada exaltación religiosa, cierto fervor platónico y una sorprendente ecuación entre lo místico-religioso y lo político-social. Aunque habrá después una seria revaloración de la poesía pura y de algunos poetas —por ejemplo Góngora, condenado aquí como “decadente”—, este torpe intento de fusionar la experiencia poética con la religiosa y con la política persistirá, en forma refinada, en la obra posterior. Pero por encima de la evidente impaciencia y el comprensible maniqueísmo del principiante, ¿no es elocuente y premonitorio que en su primera salida ensayística al mundo de las letras un joven haya sentido la apremiante urgencia de enfrentar polémicamente la cuestión candente del momento, aunque haya sido con armas insuficientes? Asimismo, ¿no es revelador que este ensayo primerizo trate precisamente de la estética como un problema ético?
También se sitúa en esta prehistoria una serie de textos en prosa que recibieron el nombre genérico de “Vigilias. Fragmentos del diario de un soñador”. De clara estirpe romántica, los cuatro conjuntos de fragmentos, publicados en diferentes revistas mexicanas entre 1938 y 1945, constituyen un espléndido ejemplo de fusión genérica y son, me atrevería a decir, el lejano y primitivo origen de El mono gramático (1972). Sorprende que la crítica no haya estudiado con detenimiento estas piezas que anticipan claramente las líneas centrales de la poética paciana. Klaus Müller-Bergh fue uno de los pocos críticos en mencionar las “Vigilias”, aunque con el propósito de demostrar lo que tienen en común con la temprana poesía del autor.[2] También las menciona Enrico Mario Santí, sin analizarlas en detalle.[3]
La primera serie empieza con una dramática confesión en torno a la separación radical entre el yo y el mundo natural: “…Y la naturaleza, frente a mí, muda e indiferente” (8: 141). Puesto que no hay posibilidad de fusión, el sujeto vive encerrado en un angustioso solipsismo, pero con el deseo de integrarse a la naturaleza: “pretendo sumergirme en su dulce y frío torbellino; pero quedo, irreparablemente, extraño, como el aceite del agua. Ésta es la verdadera soledad: sin palabras, estrangulado por un mundo fríamente enemigo” (8: 141). A continuación se hace una distinción entre dos formas de conocimiento, distinción que será seminal en la poética posterior. Existe el conocimiento racional que implica una penetración conceptual que deforma la realidad: “Somos, para siempre, los descontentos del universo. Los que siempre pedimos más. Jamás entenderemos su simplicidad y su fuerza, porque cuando lo intentamos lo reducimos a un seco, trunco sistema” (8: 142). La poesía, en cambio, se presenta como una forma de conocer que es un ignorar, un abandono, “una apasionada, heroica disolución del hombre en el mundo” (8: 143).
La misma idea se desarrolla en el siguiente fragmento donde la poesía aparece como una forma de reintegrarse a la naturaleza mediante el erotismo, la identificación entre mujer y mundo, el “regreso a la vida ciega del Principio” (8: 145). Esta transgresión de los límites que separan al yo del mundo nos permite vislumbrar “el secreto de la antigua unidad perdida”, un centro misterioso donde se unen erotismo y muerte: “a través del amor, como una secreta e invisible presencia, escuchamos, palpamos a la muerte” (8: 146 y 149). La plenitud vital es simultáneamente experiencia del vacío y de la nada.
La primera serie termina con una reflexión sobre las paradójicas relaciones de interdependencia entre libertad y destino: “La libertad es la única forma de la fatalidad que el hombre soporta, y resiste” (8: 152). La poesía, nacida del mundo natural de la “corriente ciega de la vida”, del mundo instintivo de la necesidad, requiere para su realización la voluntad consciente de la libertad. Ya se percibe aquí una idea de la poesía como una especie de puente entre destino y libertad, entre naturaleza y cultura, entre necesidad inconsciente y voluntad consciente: poesía como expresión de un mundo donde coexisten “el hombre reconciliado con la naturaleza y la conciencia con la existencia” (8: 149). Se trata, claro está, del sueño utópico de los románticos que intentaron unir arte y vida: “Mañana nadie escribirá poemas, ni soñará músicas, porque nuestros actos, nuestro ser, en libertad, serán como poemas” (8: 149).
El segundo conjunto, publicado en 1939, tiene un carácter más reflexivo y analítico. Ya no aparecen poemas intercalados en la prosa sino que se nos presenta una meditación libremente hilvanada que cuestiona la posibilidad o, incluso, la utilidad de escribir un diario. La única justificación de esta escritura narcisista, nos dice, es el deseo de autoconocimiento: “Y un diario es, al mismo tiempo, una confesión —un alimento— y una revelación —un descubrimiento—” (8: 152). Las confesiones íntimas dan lugar a una discusión más teórica y técnica sobre la naturaleza del ritmo en el verso, y sobre el papel de la Razón, para desembocar en una reflexión metapoética de suma importancia:
yo me persuado de la bondad del diario. Con él quiero justificar a mi voluntad y a mi apetito, expresados en la poesía, mediante este otro apetito de la razón que siempre intenta descifrar y, vanidosamente, prever y autorizar a la voluntad y al deseo, a la parte afectiva del hombre. Esta justificación no es más que una exigencia de la moral de la razón. (8: 155)
La reflexión introspectiva del diario resulta ser el complemento en prosa de la escritura poética. El diario sirve, entre otras cosas, para explicar lo que en la poesía es natural, intuitivo y espontáneo. Aquí habría que destacar la importancia de san Juan de la Cruz como modelo retórico: el poeta que asume el papel de comentarista en prosa de su propia poesía. Santí afirma que la autoglosa ocurre en las primeras dos series, pero es sólo en la primera serie de las “Vigilias” donde Paz cita y glosa dos de sus propios poemas (de Raíz del hombre).[4] Se entiende normalmente que la glosa tiene la función de explicitar lo que queda oscuro en los versos. Lo interesante, tanto en san Juan como en Paz, es que la operación se realiza en un género híbrido donde la función explicativa de la prosa coexiste con el lirismo irreductible del verso. Más que una explicitación de la poesía, tenemos una complicación textual: la exégesis se vuelve un pretexto para la creación. Lejos de disipar el misterio de la creación poética, la exégesis lo aumenta. Otro modelo para la escritura de las “Vigilias” es Novalis, autor de los Fragmentos, donde se alternan libremente lirismo, introspección, moralismo y reflexión en un intento de reconciliar el hombre con el mundo. Finalmente, habría que mencionar los escritos en forma de diario de Baudelaire, agrupados bajo el título de Journaux intimes,[5] como posible fuente de inspiración para la forma retórica de las preocupaciones moralistas de Paz.
Pero “la moral de la razón” tiene otra función: examinar sus propios fundamentos. Esta función se ejemplifica mediante una discusión de ciertos conceptos vacíos, como “dinero” y “trabajo”: “El dinero es una abstracción sin savia ya, un signo hueco y mágico […] ha adquirido su libertad y su autonomía, obra ya por sí solo” (8: 157). En lugar de ser instrumentos para la transformación de la condición humana, estas abstracciones se han vuelto fines en sí, fuentes de enajenación de los auténticos valores morales. La crítica también se aplica a la razón misma: “La razón, como procede objetivamente, por generalidades y abstracciones, al dar la ley, mutila a la vida, porque no puede abarcarla en toda su riqueza” (8: 160). Puesto que tiene un fundamento racional, la razón jamás puede aspirar a constituirse en moral de la vida. El arte, como pertenece a los dos reinos de la creación espontánea y de la reflexión crítica, tiene que ser un arte lúcido: el poeta moderno es “la conciencia de la embriaguez, la reflexión del vértigo”, un ser que debe “contemplar y ser contemplado, ser el delirio y la conciencia del delirio” (8: 160). A pesar de ser antagónicas, o tal vez por eso mismo, poesía y razón necesitan fundamentarse recíprocamente, como libertad y destino. Construir “una moral de la razón” implica, pues, darle a la razón un fundamento humano y ético, trazar sus alcances y límites, otorgarle una meta vital.
Tal vez la consecuencia más interesante de la propuesta de escritura de las “Vigilias” sea este reconocimiento de la oposición complementaria de las dos formas de conocimiento postuladas. No sólo coexisten la aspiración poética hacia el universo armonioso de la religión y la angustiosa conciencia racional de la escisión del ser moderno, sino que la escritura misma es la encarnación de este drama: representa el esfuerzo por forjar un modelo retórico capaz de contener y expresar diferentes discursos, un modelo cuya heterogeneidad constitutiva sea la expresión del principio dialogístico de confrontación interior en el poeta-pensador.
Es en la tercera serie, publicada en 1941, donde se ve con más claridad que el paradójico título genérico alude a una constante oscilación entre diferentes discursos que se manifiestan en distintas formas expresivas. Así como el canto lírico coexiste con la introspección psicológica, la confesión intimista del diario se alterna con la reflexión analítica del ensayo:
Escribir un diario (así sea un diario de pensamientos, reflexiones, ocurrencias de cada día, inútiles divagaciones), entraña lucha, dualidad o, por lo menos, análisis. El yo que vive y el que contempla: el verdugo y la víctima. Pues bien, yo quisiera que esta lucha se reflejara en lo que escribo; todo, hasta las mismas mentiras, reveladoras, y lo que yo me atreva a decir (y lo que yo no pueda decir); lo falso y la verdad oculta; la confesión tumultuosa y el análisis tranquilo de mi pasión —más conmovido en su claridad cruel que ella en su abandono—; todo, porque el hombre es doble y triple. En estas notas he de estar, humano e inhumano, alternativamente monstruoso y pecador como cualquier hombre y, como él, inocente. (8: 163)
Los temas centrales de los cuatro conjuntos se sintetizan, aquí, en los súbitos cambios entre la escritura confesional y los discursos lírico, analítico y reflexivo. La conciencia examina la “transparencia” de su propio discurso mientras el estilo se mueve libremente en los destellos cristalizados de máximas y aforismos para luego fluir en descripciones líricas o en comentarios sobre la ausencia de Dios y los orígenes de la moral cristiana, lográndose así un equilibrio contrapuntístico entre concentración elíptica, cargada a veces de ironía, pasajes de gran aliento lírico y otros dominados por el razonar discursivo.
La presencia de Nietzsche es abrumadora y no sólo en el aspecto estilístico: la huella del “filósofo de la vida” se aprecia en la apasionada denuncia del aplastamiento de los instintos vitales por las abstracciones sistemáticas de la razón y la moral, en la proclamación, como valores supremos, de la energía heroica, de la experiencia instantánea, de la verdad existencial que se contradice eternamente para ser fiel a sí misma y para no petrificarse en rígidas convenciones. Hay, sobre todo, una divinización de la vida sensorial y una certeza de que toda convención social mata lo inconmensurable de la experiencia vital. Nietzsche había escrito en efecto: “la palabra mata, todo lo que está fijo mata”.
Como la realidad última es inefable, más allá de toda conceptualización o verbalización, el lenguaje metafórico del arte sólo sugiere. Aquí Nietzsche se alía a otro crítico del racionalismo: D. H. Lawrence quien, en palabras de Paz, quería “fundar una religión que hincara sus raíces en lo más antiguo del hombre: el sexo” (8: 169). También están presentes en estos textos ciertos poetas románticos de la tradición visionaria, como Blake y Novalis, quienes no distinguen entre experiencia poética y visión religiosa. Asimismo, la conjunción de misticismo y erotismo recuerda de nuevo a san Juan de la Cruz, una presencia clave en este momento. Incluso hay citas textuales (no identificadas) de san Juan diseminadas en la prosa de Paz en este periodo (cf. 8: 248).
Se habla aquí de un “nuevo romanticismo” que propone un regreso a un primitivismo elemental de las sensaciones, a una armonía anterior a la escisión: “Esto es el nuevo romanticismo, que busca, defiende y rescata no a la conciencia del hombre, no al individuo, no a lo que separa y aísla, sino a lo que liga […] no pretende rescatar nada más al hombre, sino a lo anterior al hombre en su estado actual” (8: 169-170).Aquí el joven escritor está pensando seguramente en la creencia apocalíptica de Lawrence en el nacimiento de una nueva (antigua) “conciencia de la sangre”. Cuando llega la escritura a su punto culminante, a la anhelada revelación total del ser, el discurso se vuelve lírico hasta que el canto se estrella contra la barrera de la conciencia reflexiva: “Pero ¿a qué relatar estos delirios, esta conciencia del vértigo, si son indecibles, rebeldes a la palabra y al pensamiento corriente?” (8: 173). Como en san Juan, la única manera de “decir” lo inefable es mediante paradojas, antítesis, oxímoros…, fórmulas que intentan sugerir la embriaguez del éxtasis avasallador.
La cuarta y última serie participa del mismo movimiento dialéctico entre arrebatado sueño y reflexiva vigilia. Aunque estos fragmentos son menos logrados que los anteriores, contienen una lúcida descripción de la poética de Paz, descripción que no ha perdido su vigencia: “El arte no es un reflejo de la vida. Tampoco es solamente una profundización de la vida, una visión más pura y limpia. Es algo más: limita el acontecer, extrae del fluir de la vida unos cuantos minutos palpitantes y los inmoviliza, sin matarlos” (8: 184).
Aunque después de 1945 Paz no vuelve a emplear la forma expresiva del diario, sí rescata elementos de este tipo de escritura en Águila o sol (1951) y El mono gramático (1972), pero estos son textos más complejos porque construyen un espacio textual en el cual la forma del diario se funde con otros modelos retóricos. ¿Por qué abandona el modelo de las “Vigilias”? Por una parte, el espacio del diario íntimo es ocupado cada vez más por la poesía en verso en los años posteriores. Por la otra, es probable que el autor se haya dado cuenta de los riesgos de caer en cierta retórica del candor en la escritura más íntima y confesional. De hecho, se vislumbran atisbos de una exagerada ingenuidad romántica en algunas partes, sobre todo en el cuarto conjunto: “La besé y creí que nuestro amor era divino, que poseía una significación especial” (8: 176). Con todo, el diario fragmentario le permite, durante algunos años, explorar con soltura varias de las obsesiones que serán centrales en la obra posterior: el fragmentarismo como vía de acceso a la totalidad; la relación de interdependencia conflictiva entre el sueño y la vigilia; la relación entre arte y vida; la interacción entre reflexión y lirismo.
El poeta que nace
“Juego”, el primer poema publicado por Paz, vio la luz en El Nacional Dominical del periódico El Nacional el 7 de junio de 1931.[6] Apareció en una sección que daba a conocer a los jóvenes, llamada “Los nuevos”, bajo la firma de Octavio Paz Lozano, nombre que usaba para distinguirse de su padre, Octavio Paz Solórzano, conocido intelectual que participó en la vida política. Los artículos y ensayos del padre aparecían con frecuencia en las publicaciones periódicas de la época. Después de su inesperada e insensata muerte en 1935, la sombra de su ausencia dejaría no pocas huellas en la poesía del hijo. De las nueve publicaciones en verso en los dos primeros años de actividad del adolescente, entre junio de 1931 y septiembre de 1933 (ocho poemas sueltos y el folleto Luna silvestre), seis ostentan el apellido materno.
Además de esta explicación “práctica” del nombre utilizado, es lícito proyectar retrospectivamente una dimensión simbólica. El apellido materno, usado esporádicamente hasta 1936, simboliza la dificultad que tienen tanto el poeta como el hombre para asumir una identidad propia. El hijo vive todavía a la sombra del padre (como antes había vivido a la sombra del abuelo, Ireneo Paz, muerto en 1924, quien lo había introducido al mundo de los libros), de la misma manera en que el poeta vive a la sombra de sus padres poéticos. El caso se acentúa porque tanto el abuelo como el padre son conocidos escritores que actúan en la esfera pública. Desde el comienzo el joven sabe que su estirpe familiar entraña una genealogía literaria e intelectual. Las implicaciones de esta herencia familiar se verán años después en obras de madurez como El laberinto de la soledad, ensayo que intenta ser, entre muchas otras cosas, una resolución ideal de la tradición liberal del abuelo y de la zapatista del padre. De hecho, el tema obsesivo de la identidad inasible se vislumbra en esta primera etapa y se vuelve central en la poesía posterior.
Regresemos al primer poema. Desde su título, “Juego” es una declaración y una realización de arte poética. Por ser su estreno público, lo reproduzco íntegramente:
Juego
Saquearé a las estaciones.
Jugaré con los meses y los años.
(Días de invierno con caras rojas de veranos).
Y por la senda gris,
entre la muda procesión
de los días duros e inmóviles
colocaré a los azules y gimnásticos.
Una mañana ondulante
y de labios pintados,
fresca, como acabada de bañar,
con un crepúsculo otoñal.
Y cogeré a las nubes
—rojas, azules, moradas—
y las arrojaré en el papel inexpresivo
del lívido firmamento,
para que escriban una carta,
en el lenguaje universal,
a su buen amigo el viento
a su buen amigo el viento.
Para ayudar a los burgueses,
haré anuncios luminosos,
con foquitos de estrellas.
Quizá asesine a un crepúsculo,
para que, desangrado,
tiña de púrpura una nube blanca.
Venderé en la tienda de las estaciones,
manzanas maduras de otoño
envuelto en papel de neblina invernal.
Me raptaré a la Primavera,
para tenerla en casa,
como a una bailarina.
(El viento alterará sus horarios.
Travesías inseguras de las nubes.)
Y por la carretera del Futuro, arrojaré al Invierno,
para tener la sorpresa de encontrarlo después,
mezclado con el verano.
En el tapete verde del Espacio,
apostaré a los días,
que rodarán como los dados.
Jugaré con lo[s] meses y los años.
Se trata de un texto que celebra el espíritu juvenil y deportivo de cierta vanguardia despreocupada, embelesada con su capacidad creadora. La contundencia afirmativa comunica una impresión de poderío y seguridad: el resultado es una especie de sobrecompensación del principiante. El joven se estrena en la libertad expresiva del verso libre, forma reivindicada por las vanguardias, y en este festejo de la modernidad se dirigen ráfagas de humor iconoclasta sobre los tópicos convencionales de la poesía modernista (lo gris, lo crepuscular, la solemnidad de la parábola moralizante). “Juego” es un tributo a la vanguardia lúdica y hace pensar en poemas de Rafael Alberti, Gerardo Diego y Jean Cocteau o en el creacionismo de Vicente Huidobro. Es un homenaje todavía más explícito a Carlos Pellicer, el miembro del grupo de los Contemporáneos que más influye en los inicios poéticos de Paz y quien en ese momento, además, era el profesor de literatura del joven en la Escuela Nacional Preparatoria. Para el adolescente, Pellicer es, en más de un sentido, la encarnación de la poesía moderna. El poema comparte con Pellicer no sólo el deslumbramiento ante la plenitud de la naturaleza, ante el brillante colorido y la luminosidad, sino también la sensación de juego, humor, gozo, frescura y alegría. El poeta habla con desparpajo, confiado en su relación íntima y familiar con todas las cosas, inmerso en lo que Pellicer llamó “este libre tuteo con el mundo”.
No es difícil reconocer la fuente directa de este poema inaugural: “Estudio”, composición recogida en Colores en el mar y otros poemas (1921), el primer libro de Pellicer. El muy conocido modelo pelliceriano comienza así:
Jugaré con las casas de Curazao,
pondré el mar a la izquierda
y haré más puentes movedizos.
¡Lo que diga el poeta![7]
“Juego” emplea los mismos verbos performativos en futuro, revela la misma concepción plástica y afirma el mismo poderío ilimitado y cosmogónico del artista (Huidobro había proclamado: “El poeta es un pequeño Dios”). El joven se apropia de la voz poética del precursor, de su vocabulario, de sus metáforas audaces que transmiten una sensación de velocidad vertiginosa. El poeta ordena e inventa el mundo. Lo real se metamorfosea gracias al poder liberador y transformador de la imagen. La actitud de travesura irreverente, clara herencia de las vanguardias, se traduce en el placer de poder destruir los símbolos estereotipados de cierta poesía modernista: “Quizá asesine a un crepúsculo”. Se juega con el tiempo, la geografía, la naturaleza y también con el poder metafórico del lenguaje: el poeta es el que “arroja” las nubes-palabras sobre el “papel inexpresivo” del cielo para provocar asombro ante lo nuevo.
Tal como se esperaría de un producto tan juvenil, el poema está demasiado cerca del modelo (no es más que una imitación), pero no desmerece. El poeta vive a la sombra de sus padres poéticos, pero esta sombra es luminosa. No hay transformación de lo recibido, pero lo más significativo es la rapidez y precocidad del proceso de asimilación. Por último, ¿no es revelador que el principiante haya seleccionado, entre todos los modelos disponibles, el que representa una poesía expansiva, impulsada por la energía vital y lúdica, en lugar de una poesía encerrada en los confines rigurosos del intelecto? El poeta empieza a buscarse en los otros y hay que reconocer que para su estreno público escogió muy bien su modelo: Carlos Pellicer, una voz madura e inconfundible en su primer libro. Desde el principio, Paz es un poeta que sabe reír. El humor es una de sus voces; el juego, una de sus lecciones; la apuesta por la aventura, su signo. Se estrena dialogando no consigo mismo sino con el mundo, un diálogo que pronto se convertirá en el sueño de “una poesía de comunión”.
[1] Todas las citas a los ensayos tempranos de Paz se toman de Primeros escritos y entrevistas, incluido en Obras completas, vol. 8 (Miscelánea), 2ª ed., Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2005), p. 189. En adelante se incluye la referencia en el texto citando sólo el volumen y la página.
[2] Klaus Müller-Bergh, “La poesía de Octavio Paz en los años treinta”, en Octavio Paz, Alfredo Roggiano (ed.), Fundamentos, Madrid, 1979, pp. 60-61.
[3] Enrico Mario Santí, El acto de las palabras. Estudios y diálogos con Octavio Paz, Fondo de Cultura Económica, México, 1997, pp. 29-30.
[4] Ibid., p. 30.
[5] En el último número (12) de Taller (enero-febrero, 1941) se publicó una selección de estos escritos con el título de “Trozos escogidos de los Diarios íntimos y de los Consejos a los literatos jóvenes”, selección, traducción y prólogo de Lorenzo Varela (pp. 77-94).
[6] “Juego”, El Nacional Dominical (suplemento de El Nacional) (7 de junio de 1931), p. 2. Estas páginas sobre “Juego” reproducen el texto de la presentación que publiqué cuando di a conocer este poema inaugural en “El primer poema de Octavio Paz”, La Jornada Semanal, nueva época, núm. 145 (14 de diciembre de 1997), pp. 10-11. Posteriormente, esta composición y muchas otras de la misma época fueron reproducidas por el mismo poeta (aunque no siempre en sus primeras versiones) en sus obras completas bajo el título de Primera instancia. Poesía [1930-1941] (8:25-134). Este mismo tomo da a conocer cinco poemas inéditos, de los cuales cuatro son de los primeros años: “Nocturno” (1930), “Vocación I” (1930), “Vocación II” (1931) y “Poema de la mujer asesinada” (1931). Como se trata de inéditos, publicados por primera vez en las obras completas, no los comento aquí.
[7] “Estudio”, en Carlos Pellicer, Obras. Poesía, Luis Mario Schneider (ed.), Fondo de Cultura Económica, México, 1981, p. 23.