El gran oso de los miércoles
A los diecisiete años estaba decidido a ser escritor pero no sabía cómo. Mientras, iba diario a Ciudad Universitaria a fin de entender la bioquímica aplicada a la farmacia con la promesa de que, al cabo del tiempo, podría ganarme la vida diseñando pastillas para aliviar el dolor humano. Luego cruzaba el campus hasta la Facultad de Filosofía y Letras, urgido de encontrar un orden en las alocadas lecturas que nutrían mis alucinados y crípticos relatos. Entonces pasó algo: se abrió un taller de cuento en el décimo piso de la torre de Rectoría, los miércoles al caer la tarde, promovido por la revista Punto de Partida. El tutor era Miguel. La vista privilegiada de la noche capitalina, el emocionante preludio a la sesión, sentados en una mesa redonda, su maestría para conducirla, las lecciones «en línea» sobre el oficio de construir personajes factibles, su talento para ayudarnos a encontrar nuestra propia voz, todo se convirtió en un acontecimiento en la vida de algunos de nosotros. Un bono extra para mí fue que Miguel vivía en la colonia Roma, y yo a unas cuadras, en la Juárez, así que con frecuencia Juan Villoro nos llevaba en su fino y eficiente Renault 12 hasta la casa de Don-oso (realmente era un hombre robusto, encantador). A principios de la década de los setenta se circulaba con fluidez por la Ciudad de México, y así transcurría la charla concisa, inteligente, pródiga en el auto de Juan. ¿Los temas? Filosofía del futbol, geopolítica beisbolera, el futbol americano como metáfora de la novela, chismes de escritores, recomendaciones para seguir leyendo, anécdotas de vida, mucha risa. El rire immense de Rabelais flotaba en la cabina mientras Juan pisaba el acelerador. Un día Miguel me dijo: «Chimal, creo que debes de tener cuartillas suficientes para concursar por la beca de narrativa del INBA». Así lo hice. Gracias a él pude aplicar algo de alquimia y transmutar mis aspiraciones de curar personas en el oficio de entretenerlas al contar una buena historia. Descanse en paz el gran oso.