Tierra Adentro

El cuento que da el título al libro de Laia Jufresa es una historia situada en un futuro remoto en el que el género humano vive ha­cinado en ciudades hechas de edificios, calles y autopistas que se conectan y entrecruzan a diferentes alturas, de tal manera que el suelo ya no es visible y la mayoría de los pobladores perdió el recuerdo de él. No sólo la tierra firme sino también el cielo se ha tornado una utopía y apenas se logra atisbarlo entre los pilares, las columnas y las vías rápidas. En ese mundo aéreo cobra cuerpo una nueva forma de arte, el esquinismo, que consiste en vislum­brar en medio de esa ciclópica maraña constructiva alguna forma sutil y familiar, una silueta o un contorno coherentes, que ya esta­ban allí, que nadie veía y que sólo la perspicacia del artista (¿o ha­bría que decir: su alucinación?) supo sacar a flote. En otro cuento del libro, «Cristina», regresa esta idea de la belleza como algo pre­existente y oculto que estaba a la espera de ser descubierto. La protagonista del cuento es una niña de once años que ha tenido a la vista durante toda su infancia una reproducción de la célebre pintura de Andrew Wyeth, «El mundo de Cristina», y ahora, por primera vez, puede admirar esa pintura en un museo. Teniendo el original a pocos metros de sus ojos, se da cuenta de que Cris­tina, la mujer pintada en un rincón del cuadro, está gravemente enferma; es una inválida, y ese descubrimiento la sacude, como si sellara el fin de la infancia y el ingreso a una edad marcada por el derrumbe de sus certezas.

En ambos cuentos se plantea una nostalgia por la materia pura y original. La niña descubre la verdad de la pintura de Wyeth mirando el cuadro que Wyeth pintó de su puño y no una de sus innumerables reproducciones; sólo la cercanía con el cuadro «verdadero» le permite descubrir su sentido. Y el arte del esqui­nismo, por su parte, es claramente un intento de suplir la pérdida del contacto con la tierra firme, buscando una armonía de for­mas en las estructuras vertiginosas de unas ciudades disparadas hacia el cielo.

Dicho así, parecería que estamos ante un libro nostálgico, que deplora la pérdida de una materia firme sobre la cual apo­yar los pies y las propias convicciones. Por suerte no es así, y en todos los cuentos, junto con esa pérdida, se insinúa su contrario: la liberación, la fuga en busca de otros aires, el desprendimien­to como la condición para poder ser lo que se quiere ser. Así, en otro cuento, «Eusebio Moneda», el desfalco espectacular que el dueño de un negocio de autos blindados perpetra contra sus em­pleados se presenta con una escenografía que tiene algo de feliz desorden y de vuelta a la infancia, simbolizados por la hoguera que los trabajadores encienden al final en medio del taller vacío. En virtud, pues, de esa doble mirada que sabe ver en la carencia la ocasión del cambio y que en la falta de suelo firme vislumbra la oportunidad del vuelo, obedeciendo con ello a un esquema men­tal típicamente infantil, el libro de Jufresa sortea el peligro de convertirse en un reclamo, uno más, contra la inmaterialidad e impersonalidad de nuestras vidas. La ironía que campea a sus anchas en su libro es el fruto de la ambivalencia entre la instinti­va necesidad de cosas duraderas, y la desconfianza, igualmente instintiva, hacia los valores establecidos. Es ejemplar, en este sen­tido, el cuento «Mamá contra la Tierra», que transcurre en ese entorno estable por excelencia que es el campo y que puede leer­se como un personalísimo homenaje de la autora a Rulfo. Están ahí los rasgos más notorios del universo del escritor jalisciense: la soledad rural, la aridez de la tierra que se convierte en una ponzoña del alma y ésta en un vicio del cual el sujeto no puede o no quiere curarse. En medio de esta planicie rulfiana surge el elemento utópico y discordante: un estudio de danza, con todo y espejos y piso de duela, que la madre de la protagonista manda construir junto a su casa para que ella y su hija se entreguen al baile después de sus faenas campiranas. Sin embargo, por falta de recursos económicos, el estudio no puede terminarse. Le falta una pared, lo que obliga a la madre y a la hija a una permanente protección del piso de duela, que queda expuesto a los elemen­tos naturales, al mismo tiempo que les otorga a las dos mujeres, ellas también expuestas a la intemperie mientras bailan, un vín­culo inesperado con el campo, justamente a través de aquella actividad, el baile, con el que pretendían separarse de él. Así, la falta de esa cuarta pared adquiere la categoría de un símbolo de todo el libro, cuyas historias plantean la misma sencilla verdad: en cada mutilación se oculta un lazo de unión y, al revés, todo vínculo profundo encubre una herida. Campo y ciudad, opaci­dad y brillantez, intemperie y calidez se comunican a través de ese muro faltante. Del mismo modo, más esquinado el mundo, más disparado locamente hacia las alturas, más necesaria será la vuelta simbólica al suelo a través de la vislumbre de sus for­mas más elementales.

El que aparezca el esquinismo al final del libro nos autori­za a ver en él una suerte de declaración estética y, me parece, arroja luz sobre ciertas características del estilo de Jufresa, por ejemplo su escasa afición a los finales sorpresivos, por no de­cir al propio suspenso. Excepción hecha por uno de los cuen­tos, sus historias evitan la vuelta de tuerca, porque son cuentos concebidos como indagaciones de misterios sin solución. No es gratuita la frecuente aparición en ellos de las artes plásticas, porque en cierto modo son historias concebidas como cuadros. Un cuadro no tiene vuelta de tuerca y el suspenso que nos pro­duce no depende de un acertijo cuya solución se nos oculta. En este sentido, todo cuadro es inconcluso o, mejor dicho, abando­nado ante la imposibilidad de concluirlo. Los cuentos de Jufresa comparten este rasgo de la imposibilidad de un final conclu­yente, que delata, de paso, su secreta vocación novelesca. Son truncos o, si se quiere, escritos desde su final, en un recorrido hacia atrás que les otorga su talante irónico y corrosivo. No quie­ren sorprender al lector, sino adentrarse con él en un misterio determinado. Desde la frase aparentemente trivial con la que arranca el libro: «Hace un par de años me inscribí en una alber­ca», se establece entre autora y lector un pacto de complicidad, de cercanía que admite o más bien exige el tono confesional. Más adelante otra frase refrenda esto: «Desde una pared en el estudio de mi padre, Cristina me dio durante años la espalda».

Es una frase suficiente para sustentar en ella una poética: el au­tor interpela un enigma, y no puede hacerlo sino de la mano del lector. Como este último, persigue un sentido que le da la espalda. Sabe e ignora lo mismo que sabe e ignora el lector. El enigma aparece y hay que escribir sobre él. Volvemos a uno de los principios subyacentes a esta narrativa, que es que la histo­ria que se cuenta ya estaba ahí, dormitando en espera de la mirada que la despertara de su letargo. Esto configura un estilo mo­roso, de gradual develamiento, como quien deshila una madeja, y no es esta una de las virtudes menores de la escritura de Laia Ju­fresa, que no nos deslumbra con frases brillantes, como ya parece ser un lugar común en la narrativa mexicana reciente, y prefiere avanzar con un pausado trabajo de espiral y de concatenación, ganando gradualmente las alturas de su muy personal esquinis­mo. Un trabajo llamado a ser, por su rigor y su imaginación, una referencia clave en la prosa de nuestros días.