El custodio del italiano: Guillermo Fernández
Este 2 de octubre el poeta y traductor Guillermo Fernández cumpliría 80 años. En el mes de marzo fue cruelmente asesinado. A meses de este hecho que nos deja sin el traductor del italiano más importante en lengua castellana, Héctor Orestes Aguilar, Vicente Quirarte, Sergio Téllez-Pon, Amelia Suárez y Luis Armenta Malpica construyen un retrato colectivo del autor de Arca. Aquí, Hernán Bravo Varela nos ofrece una antología de poetas italianos traducidos por Fernández, sus autores admirados y queridos tanto como sus amigos que ahora lo recuerdan.
Joven entre los jóvenes
Trazas de Guillermo Fernández
HÉCTOR ORESTES AGUILAR
Durante años, el poeta Guillermo Fernández encabezó una tertulia sabatina en un café de la Colonia Roma. Decenas de autores desfilaron por esa mesa. Héctor Orestes Aguilar fue uno de los muchos jóvenes que por ahí pasaron. Ahora nos comparte algunos recuerdos de esas conversaciones con Guillermo.
La amistad entre los escritores suele ser laboriosa. Puede darse cabal y desinteresada, pero con mucha frecuencia resulta una serie de componendas, reciprocidades calculadas y alianzas temporales. Con Guillermo Fernández esto era imposible. Él era solidaridad espontánea, lealtad a toda prueba; una generosidad desconocida.
A sus relaciones personales nunca antepuso, como casi todos los que se ven a sí mismos como autores, una coraza egocéntrica. Jamás trató a sus interlocutores con arrogancia, distancia o superioridad. Estaba curado de los complejos que nutren la pomposidad y el engolamiento de las divas literarias. Tal vez tenía otras extravagancias y zonas oscuras pero era incapaz de irradiar el mínimo aliento de mezquindad.
Fue mordaz, imprevisible y provocador. En parte porque no acostumbraba a decir las cosas a tres bandas, en parte porque cuando sí lo hacía su tino era infalible: daba en el centro del blanco y dejaba mudo a quien lo escuchaba. Espetarles a ciertos políticos “tolucenses”, como les decía, que se había mudado a la capital del Estado de México porque esa ciudad le recordaba a Florencia —“una es parejamente horrible, la otra parejamente bella”, explicaba para sus adentros y a sus íntimos Guillermo— es buen ejemplo de su puntería.
Italia pierde muchísimo con la desaparición física de Guillermo Fernández. Deberán pasar años para que alguien pueda ocupar su lugar como el gran multiplicador de la cultura literaria italiana en lengua española. Lo que nosotros perdemos es imposible de cuantificar. No poder volver a verlo es un sentimiento devastador. Provoca una sensación que te parte en pedazos. Sientes algo cercano a un cercenamiento, como si te hubieran despojado de algo que te pertenecía de forma entrañable. Él nos dio a todos una clase de afecto festivo, de respeto y cariño fraternal que no volveremos a encontrar.
En la primera imagen del libro de fotos Los conjurados (1990), que reúne retratos de cincuenta y un autores mexicanos por Alberto Tovalín, aparece un grupo de jóvenes nacidos en los años sesenta: Jorge Fernández Granados, Omar Ocampo, Ignacio Padilla, Pedro Guzmán, Roxana Elvridge-Thomas, Ernesto Lumbreras, Enzia Verduchi, Rosa Lira Saade y Mario González Suárez. Entre ellos está Guillermo.
Aunque para entonces tenía cincuenta y ocho años de edad, era un estricto contemporáneo de los demás. Algo en él (temperamento, actitud vital, espíritu de ligereza) lo empataba con quienes eran casi tres decenios menores. Todos los escritores de mi generación sabíamos que le debíamos el trato de un mayor, a mí me costó años dejarle de hablar de usted —cosa que públicamente me reclamaba pero que en el fondo siempre le gustó, yo era de los pocos que le mostraba esa “distancia reverencial”—, pero al tiempo que estábamos conscientes de su precedencia, de su magisterio diverso (gastronómico, futbolístico, traductológico, poético, publicitario y musical, en cualquier orden), era difícil sustraerse a la idea de que para todos nosotros era un cómplice por igual. El compinche que sabía entusiasmarse por los “versitos” de uno, por los hallazgos en la lectura de otro, por las audacias en la prosa de un tercero; el que tenía la admonición justa ante los excesos y los yerros de nuestra inmadurez. El poseedor para mí envidiable de la primera traducción de El barón Bagge de Alexander Lernet-Holenia, en una diminuta edición de la revista argentina Sur.
Guillermo Fernández es el joven que se queda dormido a cielo abierto en las ruinas de Pompeya hasta que los carabineros lo arrestan y el Embajador mexicano en Italia debe llamar para reclamar su liberación con el único argumento posible: déjenlo salir, es un poeta. Es el joven traductor que se atreve a corregirle, en italiano, el final de un célebre poema a Salvatore Quasimodo, ganándose la adusta y paternal aprobación del Premio Nobel. Es el copy de los cientos de slogans publicitarios para prensa, radio e incluso televisión. Es el poeta de culto capaz de ganarse la admiración salvaje de un pintor puro corazón como Vicente Gandía, quien navega una tarde de Cuernavaca a Metepec para asistir a un homenaje a Guillermo y regalarle su bufanda en prueba de hermandad y tributo intelectual. Es el escritor de edad madura y cierta fama que de repente, en una fiesta en casa de Gandía, por cierto, se topa con su Doppelgänger y después de escrutarlo de cerca sólo acierta a decirle: “Tú eres Cordera, ¿verdad?”, que bien es correspondido por Rolando con un: “Y tú eres Fernández, ¿no?”, (compárense fotos de ambos de hace quince años). Fernández es también el joven que huye de las represalias del 68 jalisciense para esconderse en Yucatán, donde entrenará a un equipo de futbol y nos enseñará todos los recursos en su haber (que no fueron pocos, era un verdadero costal de mañas para faulear); es el impulsor de la hermosa colección literaria La Canción de la Tierra, fraguada durante más de quince años; es el traductor de los aforismos de Francesco Guicciardini que una tarde, inopinadamente, recibe una larga llamada telefónica de Carlos Monsiváis felicitándolo por sus versiones a esas sentencias cruciales, comparables a los mejores momentos de Maquiavelo.
Sindudamente, Guillermo Fernández sobrevive para nosotros como todos esos episodios de su biografía real y su intensa leyenda. Es un puñado de libros de poesía que escoltarán nuestras noches y es cientos, miles de páginas de literatura italiana vertidas a nuestra lengua. Es un manantial de recuerdos y enseñanzas. Es el mejor amigo que me espera entre mis muertos.
Epitafio para Guillermo Fernández
VICENTE QUIRARTE
Vicente Quirarte leyó este texto en un homenaje dedicado a Guillermo Fernández. En él habla de la amistad, la generosidad y el dolor ante la pérdida de este poeta.
Pero recordadle cuando
tengáis puentes de concreto,
grandes turbinas,
tractores, plateados graneros,
buenos gobiernos.
“Epitafio por Joaquín Pasos”, Ernesto Cardenal
“¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen de ellos? / Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable / para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella”, escribió Luis Cernuda. Guillermo fue la única persona que en 1963 veló toda la noche el cuerpo del poeta sevillano. Alguien de quienes acompañaron al de nuestro amigo la noche del 2 al 3 de abril de 2012 tuvo la afortunada idea de colocar ante su ataúd un ejemplar de La realidad y el deseo, muy deshojado, con huellas de múltiples combates. Hay en ese libro muchas palabras queridas, hechas suyas, por Guillermo. Porque era tan semejante a Cernuda en su feroz lealtad a sus principios, en su entrega incondicional a la palabra y su crítica al impostor o al mal enmascarado, es justo traer a la memoria algunos de sus versos. Por ejemplo, la estrofa final de “A un poeta futuro”:
Yo sé que sentirás mi voz llegarte,
No de la letra vieja, mas del fondo
Vivo en tu entraña, con un afán sin nombre
Que tú dominarás. Escúchame y comprende.
En sus limbos mi alma quizá recuerde algo,
Y entonces en ti mismo mis sueños y deseos
Tendrán razón al fin, y abren vivido.
Alguna vez Guillermo, Raúl Renán, Francisco Hernández y yo leímos los versos anteriores frente a la aburrida tumba de Cernuda en el Panteón Jardín. Y digo aburrida no porque la última casa de un poeta deba ser suntuosa sino porque la de Cernuda no parece la tumba de un poeta. Casi en ruinas a través de los años, sólo en fecha reciente ha sido restaurada, pero mantiene su aspecto hierático, uniforme. En descargo, siempre hay el homenaje de su ignorado devoto es que lleva una flor violeta. Qué decir de la infamia cometida con el cuerpo de Baudelaire, enterradojunto a su padrastro, que le arruinó la vida, en el cementerio de Montparnasse.
El 2 de octubre Guillermo Fernández cumple ochenta años. Cuando estas palabras aparezcan publicadas, si hemos sido fieles a lo que prometimos, estará colocada en su tumba en el cementerio de Toluca una lápida que contenga un epitafio, para que nuestro poeta tenga un sepulcro que lo identifique y nos permita seguir hablando con él. Ignacio Padilla lanzó un mensaje en Twitter que decía, como adiós y epitafio en el ciberespacio: “Porque tú fuiste Bruno Bianco y por ti fuimos Bruno Bianco”. Los iniciados en ese heterónimo fernandino que llegó a tener más vida que él, conocen los numerosos senderos latentes en las palabras de Padilla. Gracias a esa criatura nacida de la pasión de Guillermo y los cofrades que entendieron la necesidad de darle voz y cuerpo a un ser paradójicamente inaprehensible, Bruno Bianco le sobrevive y seguirá dando la batalla.
Alguien que dedicó uno de sus libros “A todos lo chimpancés pasados, presentes y futuros” y que se burlaba como nadie de la solemnidad, fue de los más fieles a la idea de que el poeta debe ser la mala conciencia de su tiempo. Cada uno de nosotros tiene su personal anécdota sobre ese ser juguetón y desacralizador que no tenía misericordia con nosotros precisamente porque era el más misericordioso de los seres. Tal vez por eso uno de sus posibles epitafios puede surgir, como sugirió Hernán Bravo Varela, de los propios versos de Guillermo:
Yo soy el niño más pequeño,
El polizón de la luz
En los jardines de tu casa.
El vecino sin nombre del mundo.
O este otro, que da final al bello prólogo de Jorge Esquinca que antecede a Arca, poesía reunida de Guillermo que en 2010 editó el gobierno de Jalisco:
Que nada cante más allá ni más acá de la vida.
Nunca quiso ser un ciudadano útil a la sociedad pero fue un trabajador incansable. Si, como él dijo al poeta Víctor Ortiz en una entrevista, al traducir encontró una tabla de salvación en su personal naufragio, en el silencio que parecía querer ahogarlo, trabajaba con disciplina y eficacia de obrero y no permitía que nada ni nadie lo interrumpiera. Sin embargo, en sus últimos años regresó a la poesía personal, cada vez más breve, antirretórica y seca. Cada vez más alta y diferente a lo que había escrito antes.
En 1985, el terremoto nos expulsó del bello edificio conocido como Casa de la Brujas en nuestra amada y castigada Colonia Roma. Cuando en esos días de confusión y dolor, de duelo colectivo, el ejército avisó que iba a acordonar la zona y que podíamos entrar a nuestras casas a recoger rápidamente lo que pudiéramos, Guillermo eligió un pequeño óleo del volcán Popocatépetl y una flor enmarcada recogida de la tumba de Rainer María Rilke. Emigró de la ciudad de México pero supo encontrar una nueva familia por elección en tierra mexiquense. Tal vez por eso el dolor de su despedida fue aliviado por la enorme cantidad de gente que ahí estuvo, por los espontáneos que leyeron poemas para despedirlo en su velorio previo, que tuvo lugar en el espacio donde impartía su taller. Él, que se decía misógino pero que una vez aceptada una mujer en sus afectos la amaba sin condiciones, tuvo en poetas y periodistas a sus más auténticas lloradoras. Sus huérfanos, los integrantes del taller de poesía, se organizaron para pagar su funeral.
Ante su tumba le prometieron que dentro de siete años, cuando sea posible exhumarlo, se cumplirá su voluntad: ser cremado y que sus cenizas sean dispersadas en el Nevado de Toluca, su espacio predilecto de peregrinación, el cual mostraba con orgullo a los visitantes como si fuera de su propiedad, porque era de su propiedad. Callado, blanco y flotante, el volcán fue testigo, al fondo del cementerio, del compromiso que la poeta Blanca Ocampo formuló en voz alta: “ya falta poco, Guillermo”.
Con su vehemencia habitual, Guillermo nos habló varias veces de su visita a la tumba de John Keats en el cementerio protestante de Roma. No se consigna en ella el nombre de autor de “Oda a una urna griega” pero sí estas palabras elocuentes con las que terminan las mías y que pueden darnos la pauta para el epitafio que hubiera deseado Guillermo Fernández: “Aquí yace todo cuanto fue mortal de un joven poeta inglés que, ante el malvado poder de sus enemigos, deseó que estas palabras se inscribieran en su lápida: Aquí yace uno cuyo nombre estuvo escrito en el agua”.
El corazón diabólico
SERGIO TÉLLEZ-PON
Guillermo Fernández siempre se refería a los poetas que admiraba como “el maestrín”; por ejemplo, decía: “san Juan de la Cruz… ¡el maestrín!” o “el maestrín Cernuda” o “el maestrín Luzi” o “Ah, el maestrín Gamoneda”. El eufemismo que heredó de Pellicer podía sonar despectivo a quien no conociera su puntilloso sentido del humor pero en realidad era una forma íntima y cariñosa de llamarles. Esto porque Guillermo no era muy dado a confesar sus pasiones, era más bien hosco, seco, directo: “Me gustan los norteños porque siempre te hablan de frente”, dijo una vez. En el uso de ese “maestrín” se escondía una profunda admiración.
Muchos domingos en la tarde le marqué por teléfono. Al principio se mostraba bastante parco, incluso huraño, como si lo hubiera interrumpido en algo (en medio de alguna película italiana, o viendo el futbol o escuchando música), pero pronto supe cuáles eran sus temas débiles para sacarle plática y hacer que la conversación durara horas. La charla iba y venía sobre poetas y libros y conforme los mencionábamos yo los iba sacando del librero. Una vez me espetó: “¿A poco vives en un cuartito de azotea o qué?” Me quedé mudo. Entonces me contó que él había vivido en un cuartito de azotea en Tlatelolco donde tenía el libro que quería con sólo extender la mano. O me contaba sobre el asombro que le dejó leer Los ríos profundos, de Arguedas, pues lo remitió a sus años de estudiante en un internado de Zamora. O me confiaba algunas claves, como la de su seudónimo Bruno Bianco: en italiano, Bruno es moreno y Bianco, claro, blanco; un genial oxímoron como en unos “versitos” suyos: “Aquí tu nombre bruno / es un claro en el bosque”.
La mayoría de las veces me hacía leer algún poema con detenimiento, por ejemplo, “Lázaro”, de Cernuda, uno de sus poemas favoritos del que tanto le gustaba ese principio sentencioso: “Era de madrugada”, más adelante: “Hubo un silencio largo”, ese silencio que pedía el propio verso al terminar de decirlo, y luego: “Así lo cuentan ellos que lo vieron”. En mi temprana juventud había leído a Cernuda y quedé deslumbrado, pero debo reconocer que gracias a Guillermo lo leí en serio, no sólo al rebelde y erótico si no sobre todo al visceral, al misántropo. Frecuentemente en nuestras largas pláticas mencionaba con mucho entusiasmo el Ernesto, de Saba: “A ti te encantaría, lástima que no está traducido”, y remataba con una de sus sonoras carcajadas, sabiendo que me había metido el gusanito.
Hasta que una vez le dije: “Si tú lo traduces yo lo publico”, y así fue como apareció en la editorial Quimera. Además, gracias a Guillermo leí la poesía del mismo Saba, de Penna, de Ungaretti, de Cardarelli, y la obra de Leopardi, Papini, Bufalino, Tomasi de Lampedusa (“Lighea” era uno de sus relatos predilectos). La deuda es enorme.
A su monumental labor de traducción ya conocida quedan pendientes la publicación de una antología de la poesía italiana del siglo xx en dos tomos que entregó al fce, además, la traducción completa del Zibaldone (¡casi 4 mil quinientas páginas!), de Leopardi, que dio a la Universidad Veracruzana, y la obra poética, también completa y a la que dedicó los últimos años de su vida, del “maestrín” Mario Luzi.
Hace unos años, Cristina Rivera Garza organizó algunas reuniones en su casa de Metepec, donde Guillermo se instalaba frente a una botella de tequila, siempre con un cigarro en la boca. Pasaba toda la noche bebiendo, bromeando, polemizando, totalmente lúcido, mientras los más jóvenes caíamos uno a uno al pasar de las horas, por eso Rivera Garza solía decir con gran tino que Guillermo era dos jóvenes de veinte años, a lo que él agregaba sardónico: “¡Pues ya voy siendo cuatro!” Así queremos recordarlo, jovial, entusiasta, vitalista, como un joven de veinte a sus casi ochenta años.
Cara, dolce, buona, umana, sociale mamma morfina
AMELIA SUÁREZ ARRIAGA
Bonobos Editores nació bajo los buenos auspicios del maestro Guillermo Fernández. Hace más de diez años, Santiago Matías y yo acudíamos al taller de poesía que daba los lunes en la Casa de Cultura de Toluca. Teníamos pensado abrir una pequeña editorial que diera espacio, sobre todo, a escrituras inusitadas y propositivas, pero no sabíamos por dónde empezar. Admirábamos el trabajo de la editorial Filodecaballos que dirigía León Plascencia Ñol en Guadalajara y deseábamos hacer algo parecido. Por supuesto, le pedimos consejo a Guillermo una noche al salir del taller, en la sala de su casa, mientras bebíamos el infaltable tequila que ofrecía a sus invitados.
Tras lanzarnos una mirada entre divertida y suspicaz, nos dijo: “Ah, con que ustedes también quieren publicar versitos, eh!, un trabajo heroico en estos tiempos”, y de inmediato abrazó el proyecto. Platicamos largo rato sobre el tema y de repente se levantó de su sofá favorito y nos trajo un manuscrito. Se trataba de Mamá morfina de Eros Alesi (un poeta italiano que se suicidó en Roma, a los veinte años de edad, y cuyos “escasos poemas que de él se conocen fueron publicados hasta 1973, dos años después de su muerte”, como menciona Guillermo en el prólogo a este breve título). Se lo entregó a Santiago y nos dijo: “Qué les parece si comienzan su editorial con esto”. Parte de Mamá morfina se había publicado con anterioridad en ediciones que no habían dejado satisfecho a Guillermo y nos prometió darnos la “obra completa” de Alesi, con unos poemas inéditos que había localizado no sé cómo y que justamente estaba traduciendo. Santiago y yo no podíamos ser más felices. Guillermo nos acompañó durante todo el proceso de edición, revisó y corrigió los viejos poemas, añadió los nuevos, leyó las galeras, escribió el prólogo y finalmente nos dio el visto bueno. Cuando le llevamos a su casa de la colonia Científicos la plaquette, financiada con el alquiler que dejamos de pagar ese mes a nuestros respectivos caseros, se puso a dar saltitos en su sofá y a aplaudir como un niño pequeño. “Bien, maestritos, ya dieron el primer paso, síganle”, nos dijo radiante.
Después vendrían más libros que le entregábamos puntualmente recién salidos del horno, los examinaba con cuidado, nos daba su opinión y hacía sugerencias sobre todo de autores que, consideraba, valdría mucho publicar. Hasta el momento llevamos más de treinta títulos de poesía que nos han llenado de orgullo y satisfacción. Sin embargo, le tenemos un cariño especial a ese breve volumen de Eros Alesi, sin isbn, engrapado a caballo, muestra de los pininos con que nos iniciábamos en el arduo trabajo de la edición. Santiago y yo estamos seguros de que sin la generosidad, sabiduría y agudo olfato de Guillermo Fernández no hubiéramos conducido este barco de Bonobos a buen puerto. Entre muchas otras cosas (en las que contamos su cariño, sus enseñanzas de vida, sus regaños, incluso), le debemos habernos entregado el mapa de navegación, la brújula, el timón e inclusive los chalecos salvavidas en la cuestión literaria y editorial.
El pasado 29 de marzo Guillermo Fernández murió asesinado en la sala de su casa, la misma donde compartíamos los integrantes del taller de poesía “Joel Piedra”, su plática, sus risas, sus consejos “desencaminadores de almas”. Con él se fue también una parte esencial de mi vida personal.
Ahora, mientras todos los que lo consideramos nuestro “padre literario” esperamos se haga justicia y se esclarezca su homicidio, quisiera recordarlo con los últimos versos del poema “Que te cuento, querido padre…” de Eros Alesi que tanto le gustaba: “Que el ser viajaba. Que el ser estaba reducido a andrajos de colores. Que las campanas tocaban. Que tocaban lentamente los doce tañidos. Que con gusto me bebería un vaso de leche fría”.
Nacht und Träume
LUIS ARMENTA MALPICA
Al niño que se llevó el Coco.
“Abandona toda esperanza” parece decir el repiquetear del teléfono por la mañana. En la mitad del sendero de la vida, Guillermo Fernández responde de inmediato. Después de los saludos, me cuenta sus últimos afanes con Valerio Magrelli y trabajamos juntos (por oído) su traducción de Ascoltami, Signore de Emilio Coco. Luego de chascarrillos y posibilidades, de incansables afanes que no cansan, nos ponemos más serios y charlamos de música: Guillermo sigue maravillado (se horroriza) por el registro altísimo de Mado Robin, pero lo que agradece es el dvd de la Norman que le diera Alejandro. Le comento que no debe perderse (como toda esperanza) el video con Karajan, en sus últimos años, con el aria de Isolda. Tristón, me dice que no entiende Internet, y prometo buscárselo en su próximo viaje. Quedamos muy formales de repetir las veinte horas continuas de tequila y canciones, de confidencia pura y sin dolencias que tuvimos en casa hace ya algunos años. Le anticipo otros discos y paso del abrazo a la orfandad con un café en la mesa y, claro, Jessye Norman (“Premiers transports”) al fondo. Modifico las líneas en el libro de Emilio y voy directo al Arca más reciente de Guillermo. Siempre es reconfortante saber que a los amigos los tenemos tan próximos.
Un par de días más tarde, la línea está ocupada con su ausencia. Le robaron la infancia sin darnos cuenta apenas. Nos mataron la fe. Träume es el repiquetear en mis oídos. A Emilio lo sustituye el Coco. Y quién iba a pensar que llegaría la muerte y que tendría sus ojos. A Guillermo no hay forma de ponerle un video, de presumirle Roots. Se quedó sin raíces y nosotros sin árbol. Solo un amplio sendero de oscuridad y miedo. Escúchame, Señor, no son más que palabras y una rabia infinita. Escúchame, Señor, en un agudo extremo. Escúchame, Señor, cuando ni Dios contesta. Pero sigo al teléfono, porque la noche es larga.
Un par de días más tarde, la línea está ocupada con su ausencia. Le robaron la infancia sin darnos cuenta apenas. Nos mataron la fe. Träume es el repiquetear en mis oídos. A Emilio lo sustituye el Coco. Y quién iba a pensar que llegaría la muerte y que tendría sus ojos. A Guillermo no hay forma de ponerle un video, de presumirle Roots. Se quedó sin raíces y nosotros sin árbol. Solo un amplio sendero de oscuridad y miedo. Escúchame, Señor, no son más que palabras y una rabia infinita. Escúchame, Señor, en un agudo extremo. Escúchame, Señor, cuando ni Dios contesta. Pero sigo al teléfono, porque la noche es larga.