El cero, el uno y el infinito: Bowie, lector de Koestler
Tras la muerte del Camaleón circuló en internet una lista con los «100 libros favoritos de Bowie». David Miklos se dio a la tarea de analizar dicho recuento y revela que los gustos lectores del músico arrojan un resultado un tanto decepcionante.
Desde y para el Imperio Horizontal
I. Poco después de la desaparición física de David Bowie, muerto a los sesenta y nueve años y dos días, el 10 de enero de 2016, salió a la luz una lista de sus «100 libros favoritos», que en realidad son setenta y cinco, número no redondo que, claro, no funcionaba bien como encabezado periodístico.
Dicha nota apareció el 1 de abril, firmada por Martin Chilton, editor de cultura de The Telegraph, y fue replicada por otros tantos medios, entre ellos el portal culturacolectiva.com, que destacaba los quince principales.
El texto de Chilton, sin embargo, ofrece una anécdota que nos habla mucho del carácter de Bowie como lector:
Bowie se llevó consigo 400 libros a México para la filmación de la película The Man Who Fell to Earth (1976). En 1997, le dijo a Mr Showbiz: «Me moría de miedo de dejarlos en Nueva York, porque me estaba llevando con algunas personas sórdidas y no quería que maltrataran ninguno de mis libros».
Lo anterior estableció el patrón de llevar una biblioteca viajera cuando estaba de gira, y Bowie dijo: «Tenía estos gabinetes parecidos a aquellos en los que se empacan los amplificadores… Es gracias a ese periodo que tengo una muy buena colección de libros».
Es claro que, como cualquier buen lector, Bowie tenía más libros de los que en realidad podía leer, y es que una biblioteca que no tiende al infinito —o al cero—, es decir, a la imposibilidad de leerla entera, no es una verdadera biblioteca sino una mera reunión de libros sobre una mesa de noche (que luego uno tampoco acaba de leer).
Pero vayamos a la lista de setenta y cinco libros que nos ofrecieron los medios, que, en realidad, fueron compartidos por Geoffrey Marsh, el cocurador de una exposición de la obra plástica de Bowie en Toronto, Canadá.
En su gran mayoría, todos los libros están escritos por anglosajones, salvo seis excepciones: una alemana, dos rusos (una mujer y un hombre), un japonés y dos italianos.
Ningún hispanoamericano figura en la lista de Bowie y, salvo los rusos (que en realidad son más europeos en este caso) y el japonés, tampoco hay asiáticos presentes.
Muchos de los libros son novelas, pero también hay ensayos y obras de periodismo, casi siempre relacionados con la música,así como tres distintas colecciones de revistas (es decir: la lista, además de no ser de cien libros, contiene revistas, que rompen con el espíritu meramente bibliográfico del asunto).
Casi todos los libros están escritos por hombres.
Hay, entre las novelas, pocos clásicos y muchos libros moderadamente recientes.
También hay colecciones de poemas y algún volumen de cuentos.
En suma, la «lista de Bowie» es decepcionante, y luego no creo que sea la real lista de sus cien libros favoritos, sino el destilado que hizo el ya mencionado Marsh a partir de lo que Bowie le habrá dicho de su yo lector.
Confieso que, de esa amplia lista de cien (menos veinticinco libros) he leído tan sólo cuatro, si bien conozco veinte y, de esos veinte, tengo trece.
Los cuatro que he leído, todos novelas, me parecen fundamentales: Wonder Boys, de Michael Chabon; Flaubert’s Parrot, de Julian Barnes; The Master and Margarita, de Mikhail Bulgakov, y Nineteen Eighty-Four, de George Orwell (los cito en inglés, aunque El maestro y Margarita es el único de los cuatro que leí en español y no en el mismo idioma que los leyó Bowie).
Lejos de ser una lista, digamos, alternativa o dotada de una personalidad, por decir algo, distinta, la lista de libros favoritos de Bowie es bastante conservadora, para decir lo menos.
Uno esperaría más ciencia ficción, más literatura exótica, algunos guiños excéntricos, libros pertenecientes a sellos independientes, pero no: los «100 libros favoritos» de David Bowie no son un hallazgo y nos hablan de un lector no muy aventurero y sí muy mainstream (siempre y cuando, insisto, la lista sea la de Bowie lector y no la del curador de las lecturas de Bowie).
II. De todos los libros mencionados en la mentada lista, sin embargo, uno me llamó la atención por encima de los demás: Darkness at Noon, del húngaro Arthur Koestler (y que no puedo sino hermanar con los libros de Orwell presentes en la lista).
En español, la novela de Koestler tiene un título formidable: El cero y el infinito, en vez de «Oscuridad al mediodía».
El libro, escrito en alemán —no puedo dejar de pensar en los años berlineses de Bowie: los mejores, cuyo gran fruto es Heroes (1977), acaso su mejor disco— y titulado Sonnenfinsternis (es decir: «Eclipse solar») se publicó en 1940 y en inglés, ya que el manuscrito original se perdió (y las versiones alemanas son traducciones del inglés, hechas a partir de ese manuscrito desaparecido: no olvidemos que fue escrito en plena Segunda Guerra Mundial y que Koestler, judío, estaba en movimiento perpetuo, por no decir en escape permanente).
En suma, el libro de Koestler es un típico caso de «lost in translation», perdido en la traducción: escrito en una lengua, publicado en otra, poseedor de tres títulos distintos, para decir lo menos.
Y no puedo más que pensar que es, de algún modo, el reflejo de lo que nos significa y nos significó Bowie, al que se le llamó, malamente, un «camaleón».
Bowie no se adaptaba a su entorno, no cambiaba de color, no necesitaba camuflarse: era evidente y siempre brillantemente él, un hombre en cambio perpetuo, alérgico al lugar común, apodos incluidos.
Es decir: Bowie siempre sabía traducirse a otra cosa.
Y nosotros, de algún modo, lo tradujimos mal y, sin pensar mucho, lo llamamos camaleón cuando en realidad era, sin más (y con mucho) un animal único en la especie humana: David Bowie (que alguna vez fuera David Robert Jones), con sus múltiples encarnaciones y personas.
Pero regresemos a Koestler (cuyo libro, lo confieso, no he leído: lo tengo, sí, pero tantas veces me lo han contado y referido, que apenas lo abro siento que ya he estado allí y no emprendo su lectura, lo cual no sé si sea peccata minuta).
El cero y el infinito es un libro centrado en su tiempo: 1938.
Su contexto es la consolidación del totalitarismo de Stalin en la URSS, aunque escrito de manera alegórica (Koestler también participó en la Guerra Civil española —lo echaron del país al reconocerlo como comunista— y también hay algo de Franco en el dictador que esboza).
Se trata, pues, de una obra que disfraza su lugar y su tiempo, porque es una obra sobre el presente, un presente que era
amenazador y cruel y había atentado contra la vida de su creador.
Entre el cero y el infinito se encuentra el uno, es decir, el dictador.
El único.
Un único destructor.
Y, regresando a Bowie, podemos pensar que el cantante era, también y a su manera, otro uno, entre el cero y el infinito.
El único.
Un único creador.
Los dictadores, sus escuchas y acuñadores de apodos fallidos como «el Camaleón», éramos y somos el cero y el infinito.
La multitud.
Inmóvil.
No deja de ser curioso que Bowie muriera, aparentemente feliz, a dos días de cumplir sesenta y nueve años.
Se sabía enfermo.
Tanto, que su último disco se llama Blackstar (aparecido el día mismo de su cumpleaños sesenta y nueve), como el cáncer que lo consumía.
No hay que atar muchos cabos: es muy posible que Bowie haya decidido morir antes de que el cáncer lo matara.
Su muerte fue, como toda su vida, una obra de arte total.
La muerte, pues, de ese uno que se tiende entre el cero y el infinito.
Como dato curioso, hay que anotar que Arthur Koestler murió a los setenta y siete años junto con su tercera esposa, Cynthia, de setenta.
Ambos se suicidaron.
Pertenecían a Exit, una sociedad que defendía el derecho a la eutanasia y al suicidio (no era la primera vez que Koestler intentaba suicidarse: la primera, sin éxito, fue durante la guerra).
Bowie murió en Nueva York, lejos de su natal Londres.
Koestler murió en Londres, lejos no sólo de su natal Budapest, sino de su idioma, el húngaro.
Bowie murió en su propia traducción.
Koestler murió perdido en la traducción.
Y ambos fueron anomalías de la historia, hombres excepcionales, únicos, entre el cero y el infinito.