El arte no sería lo mismo sin café
Pocas emociones se comparan con la de descubrir un café, un cafecito, en toda la extensión de la palabra. Me refiero al establecimiento, al lugar físico que, al reunir ciertas características, se torna punto de encuentro indispensable para artistas, parejas y amigos de la vida, y también refugio para personas buscando paz en la soledad.
Me han contado que en el Distrito Federal y en otras ciudades se acostumbra escribir en cafés. El escritor va con su libreta o computadora y escribe. O finge que escribe, según algunos (http://tierraadentro.fondodeculturaeconomica.com/inspiracion-subita/). Creo que en Monterrey no es frecuente ni tradicional, aunque habrá quien lo haga esporádicamente. A mí no me gusta hacerlo. Como dice Etgar Keret, es necesario escribir en soledad para crear con libertad, pues si a uno le apetece sacarse el moco, es preciso poder hacerlo.
El café al que voy se llama Las tapas de arriba, pero los parroquianos le decimos Las tapas, y está cerca de mi casa. Al entrar se percibe de inmediato que el espacio es propicio para el arte. Propicio para pensarlo, conversarlo, observarlo o leerlo. De vez en cuando para escribirlo, cómo no. Habrá quien le llame hípster, otros le dirán bohemio, para mí es artístico.
En la terraza de Las tapas se permiten mascotas, es pet friendly, y hay platitos con agua y croquetas por si se requieren. No tengo perro, pero aprecio el detalle. El interior no es muy luminoso aunque cada mesa tiene una lamparita que provee luz; no mucha, la suficiente para leer. Algunas paredes están convertidas en pizarrones y tienen dibujos y frases graciosas: «Please excuse the mess, the children are making memories», por ejemplo. Otra pared es verde limón y tiene relojes, ninguno en funcionamiento. Algunos están dibujados, otros hechos de partes de objetos viejos, como la rueda de una bicicleta. La pared funciona como una metáfora que nos recuerda que en Las tapas el tiempo se detiene un momento y es posible descansar y dejar atrás la rutina y su monotonía. No seguiré describiendo las paredes. El local no tiene una forma geométrica definida, por lo que hay muchos ángulos, muchas superficies, cada una con su detalle.
Pero el lugar no es pretencioso, es honesto. Los dueños, Victor Terán, su hermana Cecilia, junto a Marcelo González, abrieron el café hace cerca de un año y casi siempre están por ahí sirviendo mesas, cocinando o trabajando en asuntos de sus otros empleos. Si preguntan el nombre de alguien no es para anotar un garabato en el vaso, sino porque les importan sus clientes. Se aprenden el nombre y los saludan.
Lo más sobresaliente de Las tapas es su labor como centro cultural y artístico. Semana a semana son cede de diferentes eventos: desde presentaciones de libro y lecturas, hasta noches de jazz y el ya famoso DesTAPAtuarte. En este último, artistas visuales presentan sus obras al público en una suerte de fiesta/ceremonia, además de que el trabajo permanece en exposición y a la venta por una temporada. Víctor Terán es, entre otras monerías, artista visual. «Desde el principio teníamos la idea de ser un punto de encuentro para la comunidad de esta zona de Monterrey. Una vez que logramos consolidar el negocio, buscamos interesados en exponer su obra. Después de la primera expo los artistas nos buscaron a nosotros. No tenemos requisitos excepto tener una obra lista para ser montada», me comenta.
¿Qué sería de la historia de la literatura sin los cafés? En París, La Rotonde era el segundo hogar de Hemingway, quien incluso lo menciona en su novela Fiesta. Lord Byron y Keats eran asiduos del Antico Caffe Greco en Roma. En Oslo, Henrik Ibsen comía a diario en el Grand Cafe. Cortázar menciona el London City en su novela Los premios. Este último reabrió sus puertas el año pasado después de doce meses de inactividad. A mí me tocó visitarlo en 2006 y bebí un irlandés junto a una mesa siempre reservada para el fantasma de Cortázar. En Monterrey existen otros cafés quizá con más historia y tradición artística. A mí me gusta Las tapas de arriba.
El menú es sencillo: pocos platillos, pocas bebidas y todo sabe excelente porque el pan es artesanal y no del Soriana que está cruzando la calle. La pizza, por ejemplo, la preparan desde cero y se tarda media hora o más en llegar a la mesa. Un letrerito cerca de la caja lo advierte. En Las tapas sirven slow food y sí, siempre vale la pena. El café, el producto elemental, es un triunfo para el paladar. No sé qué café sea y no quiero saberlo, pero es de esos que no necesitan endulzante para disfrutarse.
«El concepto de Las tapas es urbano, de reciclaje, muy Do It Yourself. Todos los muebles son piezas antiguas que nosotros restauramos. Las mesas con columpios, los sillones tapizados, el librero, todo lo fuimos construyendo de a poco». Hay orgullo en la voz de Víctor. Le confieso que no sabía eso de los muebles. «Sí, el local es un lienzo en blanco. Para mí lo mejor es ver cómo la historia de Las tapas se escribe mientras nuestros clientes escriben las suyas». Me gusta eso. También me gusta que casi no se ven señoras chismosas copetonas, ni adolescentes ruidosos, ni hombres de negocios con cara de mis problemas son más importantes que los tuyos. El ambiente es tranquilo en una ciudad donde la tranquilidad es un lujo. En Monterrey abundan los «no lugares», los lugares de paso, los espacios diseñados para no permanecer o para ser compartidos. En el café de la esquina que yo frecuento, cada quien anda en lo suyo. Al entrar encuentro una experiencia propia. Es mi lugar, mi rincón, mi silencio, mi tarde. Faltan lugares en el mundo que nos recuerden que el arte no sería lo mismo sin café.