Tierra Adentro
Vista de la ciudad desde el Cerro de los Remedios. Fotografía de Eugenia Montalván

 

Un amigo escritor del D.F., establecido en una aburrida provincia mexicana, cuando le mandé un correo electrónico contándole que estoy viviendo en Durango, me respondió: “Yo no conozco ese estado, siempre me lo he imaginado repleto de pistoleros, alacranes güeros y con tormentas de viento en el desierto”. No, no, no… ¿Por qué? ¿Quién se encargó de crear esta imagen? No me ofendo si me dicen que lo de “pueblo pistolero” se lo debemos a Jhon Wayne, protagonista de siete películas filmadas aquí en una época memorable para las producciones duranguenses, de mediados de los sesenta a principios de los setenta, cuando empezó a correr como pólvora para el estado el mote de “Tierra del Cine”, entre otras cosas porque en las montañas, a quince minutos de la ciudad, se asoleaba el guapo actor norteamericano haciendo una película tras otra: Los hijos de Katie Elder, Lucha de gigantes, Los invencibles, Chisum rey del Oeste, Gigante entre los hombres, Los chacales de Oeste y De su propia sangre. Y puedo mencionarlas de corridito porque tengo frente a mí un libro aparentemente bien documentado que circula como coffe table book desde hace casi dos semanas: Durango 450 años (producido por el gobierno en conjunto con Banamex e Índice Editores).

También es cierto que en esos años llegaron a rodar aquí algunas películas mexicanas, ¡con pistoleros valientes en primera línea! Soy testigo de la filmación de algunas a la vuelta de mi casa y en el bar de mi papá, con Mario Almada, Julio Alemán y Valentín Trujillo, entre otros señores mal encarados dispuestos a dejarse morir o a desenvainar su arma a la primera provocación.

Y de los alacranes, ¿qué decir? El libro en cuestión rehúsa ahondar en ese escabroso tema; solamente hace alusión a ellos brevemente; primero vemos al temido animal reproducido casi a tamaño natural, pero esculpido en plata, y páginas más adelante aparece como la especie venenosa que es, y que estudiaron a fondo dos científicos cuyos nombres se rememoran en dos calles importantes: Carlos León de la Peña e Isauro Venzor, quienes a principios del siglo pasado desarrollaron el antídoto contra la picadura, “logrando con ello salvar muchas vidas a muy bajo costo”.

Lo cierto es que los alacranes son el souvenir más popular y económico: “en los mercados [especialmente el Gómez Palacio] pueden hallarse en forma de dulces, en llaveros, en ceniceros y postales”, aunque también se consiguen vivos y muertos, a cinco pesos el ejemplar. Pero de ahí a que la gente que no conoce Durango se imagine que son tan comunes como los mosquitos en Yucatán, no es justo. Diversos repelentes inhiben su aparición, y ya es realmente remota la posibilidad de escuchar que alguien muere por un piquete de alacrán.

Fotografía de Christian Saucedo

Fotografía de Christian Saucedo

Javier Guerrero Romero y Miguel Vallebueno Garcinava, autores de esta obra, documentan con datos y fotos de Federico Gil la geografía privilegiada que tenemos repartida en 123,420 kilómetros cuadrados, “donde confluyen dos de los accidentes más notables del país: la Altiplanicie mexicana y la Sierra Madre Occidental”. Desde luego, acepto que conozco poco la variedad de paisajes que transportan ríos y conectan zonas áridas con cadenas montañosas, pero para eso estoy aquí, para empezar a entender qué pasa más allá de la ciudad que, gracias al libro, ahora vuelve a agarrar vuelo para continuar en su celebración de 450 años de fundada. Y, por cierto, otro gran suceso para animar esta fiesta fue el Concierto “Septiembre mexicano 450” de la Orquesta Filarmónica de Durango, bajo la dirección de Juan Manuel Arpero: ¡de lujo! Válgame Dios, Arpero hizo unos arreglos muy buenos a algunas piezas clásicas del cancionero mexicano y se lució, sobre todo con la famosa “Negra consentida” de Joaquín Pardavé, en la que cada sección de la orquesta se desdobló en un conjunto musical por sí mismo, como si se tratara de una revancha; es decir, como si nos hubiéramos transportado a un bar de jazz, especialmente por el deslumbrante soliloquio del saxofón y la vibrante intervención de las percusiones. En efecto, la gente sintió correr entre las butacas cierto aire “pro”, y los que empezaron a marcar el ritmo con las palmas, después movían los hombros y terminaron cantando. No exagero si digo que la figura del director creció al doble de su proyección real, y aunque puedo sonar extrema, me gustó verlo enérgico, incluso sobreactuado, exigiéndoles más a sus cantantes, conmovido con ciertos deslices de patriotismo sonoro en ejecuciones impecables.

Orquesta Filarmónica de Durango. Fotografía de Eugenia Montalván.

Orquesta Filarmónica de Durango. Fotografía de Eugenia Montalván.

La Orquesta Filarmónica de Durango es un logro del músico Enrique Escajeda González, ex funcionario cultural que ahora trabaja de manera independiente en una Asociación Civil capaz de generar todo un movimiento artístico para hacer venir desde cualquier otra provincia, e incluso de la ciudad de México, a los músicos que, de manera fija o esporádica, sustentan los programas de orquestación clásica para los melómanos duranguenses.

Esa noche, además, me gustó porque la primera parte del concierto la escuché en primera fila, y después me cambié a un palco, por el puro gusto de tomar fotos desde otra perspectiva. Es así, en este Teatro majestuoso llamado “Ricardo Castro”, en honor al gran compositor nacido en esta tierra, no hay edecanes incómodos que te hagan la vida difícil. Obviamente no fui la única que cambió de lugar.

Fotografía de Christian Saucedo

Fotografía de Christian Saucedo

Con este aperitivo, era imposible volver a casa tranquilamente. Se me antojó un mezcal. Caminé unas cuadras hacia el histórico barrio de El Calvario y llegué a “La Fonda de la Tía Chona”, un lugar excepcional en el Centro Histórico. Cada veladora, cada flor, cada mueble y cada artesanía hacen que se te abra el apetito visual, y aun en medio del asombro de la decoración, el sentido del gusto se estimula deliciosamente al paladear un chile rojo relleno de queso añejo servido en salsa de piña. Confieso que esa noche brindé sola; el día del Grito, en cambio, cubierta con mi rebozo rojo de seda, cené en casa de Christian Saucedo. Ahí, en la mesa de la sala, descubrí el libro que hoy reseño; así es como todo confluye en un sabor de boca exquisito: Descubrí una mención de Christian Saucedo en la página 167. Se refieren a él como un escultor “con una trayectoria diferente”; los autores quisieron decir que hace instalación, obra pública, video, arquitectura, fotografía, últimamente especializado en vistas aéreas y celestes, etcétera. Esa noche, sin embargo, con su camisa y moño de charro, Christian cocinó unos ricos y hermosos chiles en nogada.

Volviendo al libro di el grito, pero de sorpresa, cuando descubrí, en fotografías, el recetario de “La  Fonda de la Tía Chona”, propiedad de Ángel de los Ríos y Jesús Ibarra. Su cocina es la imagen de la gastronomía duranguense, la cual rebasa, por su buen gusto, los límites del desierto, los cielos rojos de fuego encendido, las cascadas, el puente tirante más grande de Latinoamérica, las cuevas rebosantes de alacranes güeros y los westerns de pistoleros.


Autores
Es autora del libro Premio Casa de las Américas. 50 años – 11 entrevistas, investigación con la que se tituló como antropóloga con especialidad en lingüística y literatura por la Universidad Autónoma de Yucatán. Para 2014 prepara un libro testimonial sobre los contrastes culturales entre Yucatán y Durango, proyecto que surgió por iniciativa del programa Tierra Adentro.