Dual City. Lo marginal en el centro
En el Tec de Monterrey, campus Puebla, entre letreros que anuncian pasos y consejos para «conseguir el éxito», se llevó a cabo la convención Dual City, un punto de encuentro en el que aficionados y público general se reúnen alrededor de los cómics, el manga y el anime. En esta crónica que transcurre en un 14 de febrero, Luis Reséndiz recorre los pasillos y los estando del evento mientras analiza la importancia cultural de productos culturales que permanecen, llenos de estigmas, fuera del centro.
Lo primero que pienso al llegar al Tec de Monterrey —o quizá lo que elijo decir que pensé primero— es que el contraste entre la retórica emprendedurista y una convención de manga y cómics no podría ser más acentuado. En el área que rodea al centro de convenciones del Tec —el sitio donde se realiza la Dual City, la convención cuyo desarrollo a lo largo de un día, el 14 de febrero de 2016, es lo que ocupa a este texto— cuelgan pendones con leyendas y eslóganes que estimulan o pretenden estimular el ánimo enérgico de los alumnos del Tec: «No hay montaña imposible de escalar», «Con buena compañía se llega lejos». Pienso entonces en las portadas de cómics de superhéroes, que trazan situaciones limítrofes en gruesas tipografías, con sentencias que terminan de forma casi unánime en signos de admiración («In 8 months… time runs out!», «For once, they agree… Guy Gardner MUST DIE!»). Quizá la relación entre ambos discursos es más bien complementaria: uno prefigura el fin del mundo, el otro sostiene que es posible salvarlo si se activa el instinto emprendedor: Superman como gerente.
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Una vez que Gerardo —autor de las fotografías que engalanan estas páginas— y yo ingresamos al centro de convenciones del Tec, nos encontramos con C., al que conocemos como cliente frecuente de Anti-Hero[1] , la única tienda de cómics de Cholula y una de las pocas en Puebla. En la fila, C. nos contó que su novia acababa de terminar con él, esa misma mañana del 14 de febrero. «Es temporal, supongo», le dije, y me contestó con un descorazonado «Pues me dijo que me quería fuera de su vida». No nos quedó más remedio que asentir apesadumbrados y entrar, después de que nos pusieran un sellito en la muñeca, a la Dual City, acompañados de un C. con ganas de acabar con el dolor que le provocaba un mito —el amor romántico—, mientras cubría las necesidades que le generaba otro —las satisfacciones del consumo—. Después de platicar un rato y lamentar el cierre de Anti-Hero, C. marchó en busca de una máscara de Kylo Ren, el nuevo villano de Star Wars.
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Lo primero que huelo al entrar al lugar —mi libreta de apuntes no me deja mentir— es un intenso aroma a fritanga. El aceite quemado, es cosa sabida, emite un olor que se desplaza con rapidez, cubriendo las superficies a su alrededor; en la entrada de la Dual City ni siquiera se puede ver un puesto de fritangas, pero el aroma ya advirtió de su presencia. Tiene sentido, no hay mejor forma de ponerle el código postal nacional a un evento tan inherentemente gringo como una convención de cómics —la primera se celebró en 1964, en Nueva York— que estampándole la hierra de nuestras bienamadas frituras.
No es, claro, el único momento en que el sincretismo cultural se hace presente. A lo largo del centro de convenciones del Tec —que parece más bien un Wal-Mart semivacío— hay mesas con mercancía, en las que están cerca de la entrada se encuentran lo mismo los nuevos modelos de Funko Pop!, que figuras de Batman y Spider-Man tejidas a mano. La artesanía poblana —que para 2008 tenía un padrón de doce mil artesanos en el Instituto de Artesanías e Industrias Poblanas, pero se estima que sean en total treinta mil, cifra de una vigorosa fuente de empleo que ya quisiera presumir Rafael Moreno Valle— se esfuerza por competir con la todopoderosa reproductibilidad técnica. Figuras de vinil y superhéroes bordados luchan para obtener la atención del potencial cliente.
Hablando de obtener la atención de potenciales clientes: al fondo de la convención —es un decir, el lugar en el que estamos no tiene propiamente un «fondo», toda vez que es como un cajón de zapatos gigantesco con la entrada en un costado, pero convengamos en que es el fondo para poder seguir— se desarrolla una subasta: unas sesenta sillas ocupadas a medias frente a una tarima desde la que se muestra la mercancía. Hay poca gente ocupando a medias unas sesenta sillas y los productos ofertados no parecen particularmente atractivos, pero el presentador —después sabré que es uno de los organizadores de la Dual City—, quien viste unos brazaletes de piel que cubren buena
parte de su antebrazo, se empeña en azuzar el ambiente mediante chistes que de graciosos tienen poco. En algún momento toca el turno de subastar la figura de algún personaje de anime que no conozco —me inclino para preguntarle a Gerardo si sabe, pero él también lo desconoce—. La escultura es de una chica de falda tan corta como largas son sus piernas, inclinada de forma tal que si se la mira de frente se ven sus senos colgando, y si se la mira por detrás, las nalgas descubiertas por su minifalda. «Chéquense esta estatua», promocionaba el subastador; «ideal para tenerla en tu escritorio, dándote la espalda. Novias: ¡el perfecto regalo de 14 de febrero!», remataba.
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Detrás de las sillas de la subasta veo caminar a un personaje de Star Wars con un fulgurante sable láser. Se lo señalo a Gerardo para que tome una foto. «Es C.», me dice. Claro, cuando nos despedimos, C. partió en busca de una máscara de Kylo Ren. Se puso una larga bata negra con logos de Naruto y ahora está transformado: su espada emite una poderosa luz entre naranja y roja que ilumina la máscara y le otorga un aire de amenaza. Me acerco a él mientras en mis recuerdos reverbera la voz del Kylo Ren de las películas —aquel que con voz grave aseguraba «estar desgarrándose» antes de atravesar a su padre con un sable láser— y escucho un murmullo incomprensible que viene del otro lado de la máscara. «¿Qué dices?», pregunto. Otro murmullo incomprensible. Tengo problemas para escuchar, así que me acerco lo suficiente como para sentir el calor que emana el plástico de su disfraz. Finalmente logro comprender el grito desesperado que emitía a través del respirador del villano: «Me estoy asando en esta madre». En el cosplay, como en la vida, antes muerto que sencillo.
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Los ñoños representan una poderosa fuerza monetaria que, por razones que se antojan oscuras, había sido ignorada durante varios años.[2] Aunque las películas de superhéroes habían sido ya ocasionales éxitos de taquilla —piénsese en Superman (1978) de Richard Donner: cincuenta millones de dólares de presupuesto y trescientos millones de dólares de recaudación a nivel mundial, o en Batman (1989) de Tim Burton: treinta y cinco millones de dólares de presupuesto, más de cuatrocientos millones de dólares de recaudación—, no fue sino hasta comienzos del siglo XXI que los estudios voltearon a ver en serio a los superhéroes como fuente de ingresos. Es una historia mil veces contada: la industria del cómic —en específico, Marvel Comics—, cercana a la bancarrota, ofreció jugosos contratos a cambio de los derechos de producción de varios de sus personajes más famosos. Fue entonces que Fox lanzó la película que inició la ola de superhéroes en la gran pantalla: X-Men (2000), de Bryan Singer. A partir de ese momento, se ha librado una batalla que lleva ya dieciséis años por ganar el gusto —y las quincenas— de los aficionados a los superhéroes, y las mesadas de los niños ávidos por figuras de acción en los anaqueles y explosiones en las pantallas. Ahora, Marvel Studios, con doce películas lanzadas a la fecha y cuatro series de televisión —dos en abc, dos en Netflix— se corona como rey de la taquilla, pero la improvisada creación del universo cinematográfico de dc —con dos películas y tres series —comienza a reclamar su lugar en la arena. Cada universo tiene sus defensores y detractores a ultranza, pero las convenciones son el lugar donde los aficionados —en ocasiones— entierran la proverbial hacha: en la Dual City no resulta ninguna sorpresa el avistamiento de un niño con máscara de Deadpool, playera de Batman y hoodie de Superman. Recuerdo 3 Dev Adam, aquella película turca protagonizada por Spider-Man, Santo el enmascarado de plata y Capitán América, y pienso en lo fútil de los esfuerzos de tantos ejecutivos que pugnan por la sinergia corporativa y la fidelidad de las adaptaciones.
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Los tentáculos del mercado se hacen presentes en un hecho patente: a esta convención de cómics la gente no va a comprar cómics. Si uno se pasea por La Mole, la convención por excelencia de México, encontrará muchos stands con números atrasados —mejor conocidos en la anglófona jerga del aficionado al cómic como back issues—; por el contrario, las convenciones de provincia, al menos las que yo he visitado, no cuentan con ese rasgo. Debe haber varias razones para esto, pero aventuro una: mover a las editoriales y distribuidoras —centralizadas, como casi todo lo demás en México, donde la mayoría, si no es que todas, radican en la capital del país— cuesta tiempo y dinero, y el consumo de cómic, cuyas adaptaciones cinematográficas viven un feliz auge de público, aún es minoritario. Quienes cargan con back issues y otras curiosidades para comerciar son vendedores locales o gente que tiene el suficiente músculo financiero para costear viajes a través del país mientras trasladan su mercancía, pagar el precio de colocar su stand en la convención y aún así salir con ganancias producto de las ventas de cómics. O sea, prácticamente nadie.
No, a esta convención de comics no se va a comprar cómics sino, más bien, juguetes. Montones de ellos: kilos y kilos de plástico brillan bajo la pálida luz del centro de convenciones. La industria del juguete es el ramo que deja más dinero a las editoriales de cómics, cuando menos a las más grandes. Esto ha incidido en la industria a niveles incluso narrativos. Va un ejemplo: en 1984, Marvel llegó a un acuerdo con Mattel para crear una serie de juguetes basada en los personajes de la compañía. Para lanzar esa línea de juguetes hacía falta un evento de altos vuelos que sucediera al mismo tiempo en los cómics; un estudio de mercado arrojó que las palabras que más atraían al grupo de prueba eran dos: Secret y Wars. El nombre de uno de los primeros crossovers superheroicos de la historia —recientemente reciclado para otro mega evento que transformó el status quo de Marvel— salió de un estudio de mercado cuyo propósito era única y exclusivamente vender juguetes. La creatividad está sobrevalorada.
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(Sin embargo Key Issue, el mayor puesto de back issues y cómics antiguos —antiguos: treinta años de existencia, rara vez más— de la convención, tenía una pequeña gema escondida entre su mercancía: el #1 de Batman de Snyder y Capullo, firmado por este último. Costaba mil pesos. No lo compré —tengo un límite para la cantidad de dinero que puedo gastar en un cómic de grapa, por muy antiguo o valioso que sea—, pero sí me llevé el #1 de Gotham Academy, una serie que narra las aventuras de unas adolescentes en un internado ubicado en la misma ciudad en la que opera Batman).
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Me paro en el puestecillo de Arturo, que prepara unos hot-dogs con pepperoni, otra amalgama tan improbable como la de Deadpool y Batman. Pido uno mientras platico con él, que lleva una sudadera con el almirante Ackbar, de Star Wars, pronunciando su más famosa sentencia en un globo de diálogo: «It’s a trap!». Como los superhéroes que lo rodean en papel y plástico, Arturo tiene doble identidad: abogado de día y preparador de hot-dogs los domingos de convención. Arturo me cuenta que cada jornada le reporta $1,500.00 de ganancia neta. Nada mal, pienso: alguien que ganara esa cantidad al día juntaría cuarenta y cinco mil pesos al mes. Desafortunadamente, las convenciones son mensuales, así que los hot-dogs tienen que permanecer como una ayudita más que como fuente principal de ingresos. El aceite crepita mientras Arturo continúa contando la vida del juzgado, y mi hot-dog finalmente emerge de la sartén. Aunque el olor a aceite es intenso, y la grasa que desprende es abundante, no está nada malo. La oferta gastronómica de la Dual City es atípica: además de los hot-dogs, hay bolas de arroz con camarón a ocho pesos —pertenecen a un puesto que vende comida japonesa—, bebidas gasificadas con sabores frutales y cerveza de mantequilla en botellas con la tipografía de la franquicia de Harry Potter —mi pasado como pottermaníaco me permite recordar que esa cerveza la vendían en El caldero chorreante, a las afueras de Hogwarts—. Esta versión casera la preparó Claudia, hermana de Arturo, una chica de pelo rosa claro que lleva un vestido negro calaveras y flores. Compro una botella nomás por no dejar: es una bebida dulcísima, cremosa, grasienta como promete su nombre. Me encanta, por supuesto.
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Hablo con Alexis, a quien encuentro sentado afuera del evento, en el vestíbulo del centro de convenciones. Alexis está esperando mientras hojea un cómic a que su mercancía se venda en la gran subasta que se realiza en la convención. Se cansó de estar dentro y salió a refrescarse tantito. Alexis, como Arturo, no tiene como principal fuente de ingresos los eventos que rodean a los comics, pero a diferencia de Arturo, está diversificado de manera apabullante: aún estudia la preparatoria, también trabaja en el negocio de producción audiovisual de su hermano editando video y, además, es cantante de «regional mexicano» en fiestas y reuniones. Hace de todo. «La especialización», decía Heinlein, «está reservada a los insectos». Va un relato que da cuenta de la inteligencia comercial de Alexis. Cuando comenzó a subastar cosas en las convenciones, como la mercancía salía de su propia colección personal, le ponía un precio elevado —no quería perderle— y no se vendía nada bien. Después, Alexis intentó vender directamente con los comerciantes de los locales y le fue peor: compraban baratísimo y no ganaba nada. Volvió a las subastas pero, como Einstein nunca dijo, «locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes», Alexis cambió su estrategia: puso un precio bajísimo a sus productos. Funcionó como por arte de magia: los postores, cautivados por el costo ridículo de la mercancía, se abalanzaban, ofertando salvajemente, lampareados por la posibilidad de comprar una ganga. Ahora, una vez que ha encontrado su método, Alexis deambula en algunos de sus ratos libres por el centro de Puebla buscando, en librerías de viejo y tianguis que venden revistas de segunda mano, mercancía que pueda ofertar en la subasta de la convención. A fin de cuentas, tiene un mes para armar un buen paquete. «En la subasta lo que más importa es la imagen», me dice, «el producto se tiene que ver padre. No importa si no lo está, el chiste es que se vea bonito, que la portada esté padre, que esté en buen estado. He comprado cosas cincuenta pesos y terminado subastándolas en trescientos o más», termina, y por un momento tiene todo el sentido del mundo que estemos en pleno Tec de Monterrey.
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Nos despedimos de Alexis sólo para toparnos de frente con los miembros de Toros KSK. Los Toros son un equipo que practica futbol freestyle; su líder es Jairo, un muchacho alto, delgado, que hace una exhibición para nosotros con mucho gusto. Su habilidad es impresionante: hace malabares con el balón que lo delata como claro heredero del joga bonito de Ronaldinho y compañía. Imposible no preguntárselo: ¿qué diantres hace en una convención de comics?
Jairo, que tiene el modo de un jugador de futbol elocuente y articulado, me contesta con un discurso que a mí me suena tan ensayado como convincente: «Queríamos reconciliar el anime y el futbol, somos muy fans de Naruto», me dice, señalando las bandas con el logo de la serie animada que llevan en la frente y en los codos, «nos venimos a presentar con los organizadores para armar un show». La conexión temática entre el freestyle y la convención de cómics se antoja, cuando menos, endeble, pero Jairo refuerza sus convicciones: «Queremos demostrar que todos podemos hacer de todo», culmina. Una vez en el escenario, Jairo y el resto de los Toros confirman sus intenciones: suben a gente a la tarima, hacen que un fan regordete de los cómics gire un balón en la nuca, invitan a una señora a mantener una pelota en equilibrio mientras el público le aplaude con asombro.
Ese afán sincrético permea buena parte de las actividades de la Dual City, que funciona como un ensayo mensual de una microsociedad en la que los aficionados de rubros disímiles encuentran puntos en común. Es comprensible: el cómic y sus derivados llegaron a México como emblemas de un negocio más que de una comunidad;[3] las reimpresiones nacionales Marvel y DC están en manos de Televisa, que pese a la multitud de títulos publicados ha realizado un trabajo cuestionable en materia de calidad editorial; las películas que ocupan las carteleras son las que están basadas en superhéroes y nada más, mientras que el anime —y, en menor medida, el manga, cuya situación comienza a mejorar gracias a la editorial Panini— no encuentra dónde colocarse. Mucho menos el cómic independiente o alternativo. En este panorama, no extraña que los aficionados se vuelquen a convenciones tan mixtas como la Dual City, que funcionan a manera de proverbial caballo regalado, de última coca-cola en el desierto.
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Hacia el final de la convención comienzan a llegar los cosplayers. El cosplay —portmanteau japonés de las palabras inglesas costume y role-play— es, básicamente, el arte de disfrazarse de un personaje de ficción. Es, claro, un mercado por sí mismo: las grandes convenciones alrededor del mundo invitan a cosplayers famosos —no es extraño que sean mujeres— para deleite de los aficionados. Las cosplayers —dos muy conocidas: Eve Beauregard y Jessica Nigri— cuentan con elaborados disfraces y producción de altos vuelos; se apegan con rigurosidad a los cánones de belleza occidentales —son rubias, delgadas, de rostros simétricos— y enloquecen a los aficionados que encuentran, en su atractivo físico y su relación con el fandom, una mezcla explosiva.
La Dual City no tiene presupuesto para invitar a cosplayers famosas. El cosplay que se puede ver en la convención es algo así como el punk de vieja escuela del medio: DIY, de bajo presupuesto, local. Trajes hechos a mano, con material reciclado, frutos de una imaginativa improvisación. Afuera de la convención, una niña, Susy, con un disfraz de Robin. Puntos extra porque —con la salvedad de Stephanie Brown y Carrie Kelley, las únicas dos Robin mujeres— Robin es un personaje masculino; el traje de Susy lleva una falda con crinolina confeccionada con precisión y maestría por su madre. De vuelta dentro de la convención, un Superman regordete parado en un pasillo acepta tomarse fotos con los paseantes mientras su rostro revela la sonrojante incomodidad del que no está acostumbrado a ser el centro de atención pero disfruta estar ahí. Cerca de la tarima, un Link y un Mario —de La leyenda de Zelda y Super Mario Bros.—posan para la cámara con alegría. Hay colegialas japonesas —un clásico de las convención —, maestros pokémon y otros personajes que desconozco.
Reunido ahí, entre jugadores de futbol freestyle, vendedores de cómics, artesanos que manufacturan sus propias figuras y aficionados que mezclan y remezclan sus ficciones favoritas sin importarles lo que digan los abogados de la propiedad intelectual de las grandes editoriales, encerrados lejos de un mundo que aplaude la taquilla abultada de las películas de superhéroes al tiempo que infantiliza a sus lectores, el fandom encuentra, en el centro mismo del mercado que devora sin clemencia sus aficiones, un punto periférico donde refugiarse. Es probable que algo nos diga esto sobre el potencial de nuestra capacidad de organización y resistencia, pero dejo esa interpretación en el aire, para que el lector la retome.
[1]Fundada en 2011, Anti-Hero acometió la empresa de importar cómics en inglés bajo un sistema de suscripciones mensuales, además de funcionar como cafetería —otra más, pues la zona de San Andrés y San Pedro Cholula está poblada de cafeterías que brotan como los proverbiales hongos después de la lluvia—. La tienda era así un pequeño centro de reunión para los aficionados al cómic —y adláteres—; no era extraño pararse por ahí a tomar un té chai—especialidad de la casa— y platicar sobre, digamos, la nueva película de Marvel, el último número de Batman o los nuevos títulos que distribuirán las editoriales mexicanas. El modelo funcionó durante un tiempo, pero el tren de la macroeconomía, que durante 2015 elevó el valor del dólar gringo a casi veinte pesos mexicanos, terminó inexorablemente por atropellarlos. Durante un mes, la tienda anunció su cierre en sus redes y aplicó un salvaje 50% de descuento a toda la mercancía que tenían en anaqueles a fin de deshacerse de lo acumulado durante esos cinco años y medio. Más allá de aprovechar la oferta —aunque no faltó el sagaz carroñero que se acercó a alimentarse del cuerpo aún tibio de la tienda antes de que se descompusiera—, el ambiente entre los regulares era como de funeral. Largos silencios, contemplación de los estantes cada vez más vacíos, lamentos mudos porque los cómics dejaron de llegar. Durante el último mes pasé ahí más tardes de las normales, pensando en lo que se deshacía con el cierre de la tienda: los amigos que hice, el punto de encuentro para gente con intereses comunes. Pienso en la mecánica de una sucursal de una cadena de librerías y en su despersonalización, en su reticencia a crear vínculos. Uno no hace amigos —si acaso, conocidos— en una librería Gandhi. Uno no se encuentra ahí a otras personas con intereses comunes —y si lo hace, el espacio no se presta para entablar un vínculo—.Todo en las cadenas de librerías, hasta los libros, parece diseñado para evitar el arraigo que no sea del tipo «cliente consentido». «En las grandes cadenas de librerías el librero ha dejado de serlo, porque ha perdido la relación directa ,—artesanal— con el libro y el cliente», dice Jorge Carrión en Librerías. Anti- Hero representaba, hasta cierto punto, una pequeña trinchera de resistencia ante estos hechos. Su cierre entristecía a una comunidad que resentía su pérdida más allá de los servicios y productos que proporcionaba. El último domingo de la tienda, apenas dos semanas después de la Dual City del 14 de febrero, fui a presentarle mis respetos al féretro. Pensé que me encontraría con un local medio vacío ya, saqueado por los que aprovecharon las ofertas, agonizante. Lo que vi fue muy distinto: en una mesa estaban sentados todos los empleados de la tienda, platicando con un cliente —llamémosle Pepe— y con el dueño, Guillermo. La noche anterior había sucedido el milagro: Pepe, el mayor comprador de la tienda —sigue mensualmente alrededor de cincuenta series en inglés, unas veinte en español, y a menudo ordenaba enormes pedidos de compilatorios de Batman y James Bond, de quien es aficionado a muerte— había llegado al límite de lo que podía comprar: adquirió la tienda y evitó su muerte. Ahora bajo el nombre de Epic Comics, la tienda trascendió el mero aspecto de la marca registrada para convertirse en una entidad que pasa de mano en mano, cuyo manto será recuperado por alguien más cuando el poseedor anterior no pueda continuar con la responsabilidad.
Exacto: como un superhéroe.
[2]¿Debería decir representamos? ¿Qué define a un ñoño, cómo lo categorizamos? El mercado lo tiene más claro: el ñoño compra mercancía relacionada con sus personajes favoritos, mayormente superhéroes, ora por nostalgia, ora por amor, ora por una combinación de ambas. Vaya, el ñoño consume. Pero a ras de suelo resulta más difícil definirlo. La relación individual entre el aficionado al género y sus elementos amerita profundizarse. «Los superhéroes», dice Grant Morrison en Supergods, «nos recuerdan pacientemente quiénes somos y quiénes desearíamos ser». En este mismo tenor, me gusta pensar que cuando nos aficionamos a las aventuras de Batman no nos impacta tanto el fascismo implícito en su personaje sino la catártica superación de su tragedia; que cuando alguien decide ponerse el símbolo de Superman lo hace motivado —quizá en un nivel inconsciente— por las posibilidades de la humanidad, por los lugares y las proezas que aún puede realizar. Es decir, elijo creer —elijo interpretar así la realidad, quizá peco de ingenuo— que, con todo y la iconografía nacionalista y machista que a menudo traslucen los superhéroes de los comics, en su centro hay un ánimo de mejora, cierto impulso transhumanista: «El último paso del lector de tebeos es abandonar su conciencia. Y comenzar a escribir», culmina Pablo Muñoz su libro Padres ausentes. Pero divago.
[3]Breve recuento: antes de la llegada de Televisa al mercado en 2005, el negocio de los comics estaba en manos totales de Grupo Editorial Vid, que poseía —igual que Editorial Televisa hoy— los derechos de Marvel y DC Comics, además de los de otras editoriales valiosas, como Image y Dark Horse, y casi todo el manga que se podía conseguir en aquellos años. Es una historia por todos sabida dentro de la comunidad de aficionados al cómic, pero en términos llanos, lo que sucedió fue que una serie de malos manejos llevaron a Vid a la ruina. Series incompletas, reimpresiones excesivas que buscaban capitalizar la fiebre por el cómic que desencadenó La muerte de Superman (los rumores dicen que Vid reimprimió miles de copias sin pagar los correspondientes derechos de reimpresión a DC Comics, rotulando todas como «Primera edición» para que nadie notara el chanchullo), lamentable distribución: Vid, fundada por la legendaria historietista mexicana Yolanda Vargas Dulché —creadora de Rubí y Memín Pinguín, entre otros— y organizadora de una de las convenciones de comics más importantes de México, la mecyf agonizó lenta pero irremediablemente, llevándose entre las patas series, licencias y lectores. De forma paulatina, Editorial Televisa tomó la estafeta de Vid, primero con la licencia de Marvel Comics —en 2005— y luego con la de DC —en 2011—, y su trabajo se ha distinguido tanto por la cantidad de títulos como por errores de edición y traducción que los aficionados no saben perdonar. Durante todo ese tiempo, casi diez años, el manga y el cómic alternativo quedó en el olvido: ni Vid ni Televisa parecían tener mucho interés en sus licencias, y así pasaron de noche títulos que en otros países tuvieron gran impacto de crítica y audiencia, como The Walking Dead, La liga de los caballeros extraordinarios o Sandman. No fue sino alrededor de 2013 que Kamite, Bruguera y la filial mexicana de Panini, la primera surgida con parte de la infraestructura de Vid, aparecieron en el mercado con una oferta distinta al cómic mainstream.