Domesticar a medias
I
Con concentración anómala, Chispita me observa mientras escribo. Casi siempre, cuando le hablo, alza las orejas e inclina el cráneo con la sinceridad de quien no entiende nada. Hoy no: desde que le platiqué que escribiría acerca de ella decidió sentarse frente a mí, como dispuesta a revelarme un secreto por el que no he preguntado. Hay en sus ojos un esbozo de entendimiento.
No ha crecido mucho desde el día que la adopté. Sus primeros meses los pasó en la casa de la familia materna de Clara. El jardín era tan amplio y los pasillos tan hondos que ni a ella ni a sus hermanas les faltaba tierra que recorrer, esquinas que doblar. Desconocía la existencia de un mundo fuera de la puerta. Cuando se lo presenté, cargada en brazos, no pudo evitar temblar. Pasó la primera tarde en mi casa hurgando debajo de las camas, trepando los muebles, oliendo a mi familia. Parecía asombrada por su condición de colonizadora esporádica.
Es una chihuahua negra, afable. Manchas cafés y blancas le recorren la parte ventral del cuerpo y los extremos de las patas. A pesar de su pasividad habitual, no duda defender los dominios de la casa cada que escucha un toquido extraño, una voz ajena. Le ladra y lanza mordidas al mundo con la belicosidad digna de un pitbull. Sólo le teme a los niños y a mi abuela.
En la facultad me enseñaron a estudiar a los animales ─nuestra especie incluida─ como si fueran simples monografías. El quehacer de la clasificación zoológica convierte a los organismos en fichas sobre las que se cuelgan algunos datos. Hablamos de sus hábitats, su distribución, lo signos de su morfología, sus minucias fisiológicas. Acostumbrado a observar al resto de las especies desde la otredad evolutiva, me sorprendo aún cada vez que encuentro a Chispita tendida sobre mi cama, dándome la bienvenida a fuerza de mover la cola. ¿Cómo carajo es que un cánido, pariente inmediatísimo de los chacales y los dingos, devino en una masita temblorosa que me exige mimos y paseos? ¿Qué azares de la Genética y la Etología disputaron una lucha para que este animal se convirtiera en el simbionte de mis sillones y mi comensal cotidiano?
II
Durante el transcurso soporífero que va de la preparatoria a la mayoría de edad, presencié en más de una ocasión cómo el profesor en turno revelaba lo que nos vuelve únicos como especie, que nos distingue de los animales. Algunos maestros mencionaban al lenguaje y, otros, cómicamente, a la razón.
Afirmo, y me perdonarán ustedes, expertos antropólogos, versadísimos sociólogos, relamidos genetistas, que lo que nos vuelve únicos como especie es nuestra extrañísima costumbre de tener mascotas.
III
Homínidos en ciernes, transitamos de la vida nómada al sedentarismo gracias a la bondad accidental de algunas semillas. El tramo del Neolítico nos sirvió para ensayar nuestro futuro agrícola, aprendices espontáneos de la labor de la selección artificial. Inauguramos la civilización cuando aprendimos a domesticar plantas. Los animales fueron el siguiente paso.
Los organismos domesticados presentan características que compaginan o le son útiles al estilo de vida humano, obtenidas gracias a una interacción prolongada con nuestra especie. Si los animales domésticos tienen una morfología, fisiología y comportamiento fijos es porque estos aspectos resultan heredables. Es decir: las marcas de nuestra convivencia han terminado por asentarse en su genoma.
Nuestra historia con las mascotas es la de un mutualismo involuntario. En primer lugar, lo que las separa de los animales domésticos comunes es que ellas no tienen ninguna utilidad en actividades de producción y supervivencia: no aran surcos, no cargan yugos, no pastorean ovejas. A pesar de que ciertas personas mononeuronales usan a sus perros como guardianes de la casa, delegándoles apenas un espacio precario en la azotea, no deberían ofrecer ningún tipo de trabajo, sólo compañía.
Las mascotas nos hacen necesitarlas más de lo que nos necesitan a nosotros. Gracias a ellas volvemos a casa con la esperanza de un abrazo peludo, de un par de lamidas. Gracias a ellas viajamos con cuidado al salir a trabajar, conscientes de que hay alguien que nos espera de vuelta sanos y salvos. Gracias a ellas secretamos la serotonina que nos separa de una mala decisión o de la misma muerte.
Gracias a ellas las casas resultan un lugar más habitable.
IV
Con toda la seriedad que caracteriza a los doctores que hacen investigación rigurosa en campo y en laboratorio, uno de mis profesores de Zoología llegó a decirme que los gatos son unos absolutos hijos de puta. Enunció sin dificultad alguna los motivos por los que le parecían detestables y nocivos (como el hecho de que son máquinas devoradoras de fauna local, expertos en desequilibrar las redes tróficas del mundo).
Me tomó por sorpresa, sin embargo, lo siguiente: aseguró que nunca en la historia terminamos de domesticar a los gatos. Simplemente se nos pegaron y ya, bonitos y tragones, voraces y soberbios. Demonios peludos, preciosos, elegantes, nos orillaron a adorarlos como dioses y a recogerles el excremento en cajitas llenas de arena. Pero nunca los domesticamos. Nomás les abrimos la puerta y ellos, de soslayo, decidieron bendecirnos con su presencia.
Me parece que, en mayor o menor medida, toda domesticación ocurre así: a medias.
V
Chispita duerme sobre mi cama. Desistió a acompañar mi escritura y se tiró de costado sobre la almohada, dueña absoluta de lo que hay en el cuarto y en el resto de la casa. Descansa en la misma posición en la que la encontré cuando la conocí, cachorra apenas. Sé que ella me adoptó a mí porque siempre que visitaba a Clara era la primera de sus hermanas en correr a mí y treparse sobre mi regazo. Sé que ella me adoptó a mí por la tranquilidad con la que siempre ha dormido cuando estamos cerca. Sé que ella me adoptó a mí por la alegría que se le escapa del cuerpo cada vez que la cargo, que la acicalo, que repito su nombre.
A lo largo del último año, su compañía me permitió superar el camino áspero del pánico y los antidepresivos. La paz de sus ojos enormes, de sus pasos ingrávidos, de sus orejas puntiagudas, logró suplir mi a demanda de benzodiacepinas.
Sé, y no lo dudo un poco, que le debo la vida.