Diez años de ser Ambulante
UN PANORAMA MÍNIMO EN RETROSPECTIVA
El festival de cine documental Ambulante, a decir de sus organizadores, Gael García y Diego Luna, nació en una borrachera. Diez años después, ha dejado una resaca afortunada entre sus fieles espectadores y los paseantes del cine comercial, quienes se han embebido, en el peor de los casos sin darse cuenta, de lo mejor de un género fílmico que podría haber pasado desapercibido en la vida de cualquier cinéfilo «clásico»: aquel que se ha tirado a contemplar todo Jodorowsky, o todo Welles, sin saber que se han construido grandes documentales a propósito, o despropósito, de su obra.
Todo comenzó con El trópico de cáncer, ópera prima de Eugenio Polgovsky, que buscaba una ruta de exhibición de su documental rulfiano sobre la vida en el desierto de San Luis Potosí, en 2004. Volteando a su alrededor, queriendo ayudarlo, Gael y Diego notaron que el filme de Polgovsky era un síntoma. Como en El trópico de cáncer, había varios productos documentales de calidad en intento de comercializarse frente a una taquilla que los ignoraba del todo.
La presencia internacional de los actores ayudó para impulsar la idea. Así se armó un primer «ciclo» de películas que visitó varias salas de cine, pues no había más que una o dos copias de cada documental. La cadena Cinépolis apoyó con la infraestructura y el Festival Internacional de Cine de Morelia conduciría su lanzamiento.
El festival se llamó, como su cualidad, Ambulante, y nació con tal ímpetu que capturó a un público exigente. En su primera edición estrenaba por igual primeros trabajos de cineastas mexicanos, como el exquisito réquiem que es La canción del pulque, de Everardo González, que un nuevo paradigma del género documental, El hombre oso (Grizzly Man), un filmensayo manufacturado por un perseverante realizador proveniente del Nuevo Cine Alemán, Werner Herzog, que vería en esta película un renacer a la luz pública. Apenas juntaron diecinueve trabajos, la mayoría locales; sin embargo, del carácter de la selección no hubo lugar a dudas. Todos los documentales exponían problemáticas culturales bien definidas por la clase social.
Con distinta tesitura, unos daban reveses angustiantes, como la producción canadiense europea La pesadilla de Darwin, de Hubert Sauper, que iba en el camino de la denuncia creativa, del despertar de las conciencias antirusas; otros seguían las máximas documentalistas de Jean Rouch en Yo, un negro (1958), con variaciones antropológicas inéditas, como el caso de Voces de la Guerrero, que fue el resultado de un taller de video impartido a jóvenes violentos y violentados que habitaban en las calles de esa colonia.
Con ese duro perfil se dio a conocer el festival en un México tentado por las nuevas inquietudes que imponía la alternancia en el poder. Vicente Fox llegaba, a tontas y a locas, al final de su sexenio, la Cineteca Nacional se caía a pedazos, las multisalas de cine se hallaban en el callejón sin salida del Tratado de Libre Comercio, los formatos de producción y de muestra cinematográficas comenzaban a mutar con menos reservas que a principios del siglo XXI.
Ya en 2013, en pleno estallamiento del documental (según Jorge Ayala Blanco), el mismo festival Ambulante estrenó el primer largometraje producido completamente con un teléfono celular, ¿Qué es esta película llamada amor?, de Mark Cousins, un poético y a la vez descarnado autorretrato del realizador, prisionero de la Ciudad de México por tres días, que revolucionó la manera de levantar un proyecto en el cine.
No es gratuito que en menos de cinco años su programación se triplicara, ni que, en 2007, para la tercera edición del festival, ya hubiera varias secciones donde clasificar los documentales:
«Injerto», para los saltos más experimentales del género: se presentó la infinita película Americanizado hasta la muerte (Star Spangled to Death), de Ken Jacobs, que a lo largo de cuatrocientos cuarenta minutos ponía en ridículo a su cultura de consumo totalitario y destructivo.
«Dictator’s Cut», para un tipo de documentales incómodos para la política exterior de un país: se estrenó Sala de control, donde la egipcia norteamericana Jehane Noujaim ponía en la picota a los medios de comunicación frente a la intervención estadounidense en Irak.
Y la «Sección oficial», que presenta piezas premiadas en otros festivales, documentales relevantes que siguen sin encontrar puertas abiertas en las multisalas del mundo.
Con la premisa de que ver un documental es casi andar armado, aunque sea de argumentos y experiencias, Ambulante atravesó el accidentado sexenio de Felipe Calderón, el sexenio del bicentenario, los días de fuego que tan bien se vieron retratados en la gran pantalla, pues a pesar de todo, el mandatario militarista también es un cinéfilo empedernido que rescató de las cenizas a la Cineteca, que coló a Gabriel Figueroa al Palacio de Bellas Artes y que reinventó posibilidades para apoyar el arte cinema-tográfico a nivel fiscal.
En 2012, para la séptima edición del festival, lo más cruento del calderonismo llegaba a Ambulante: por un lado, Cuates de Australia, de Everardo González (una presencia flagrante de este festival), retrataba a los más pobres de los pobres, poniendo en evidencia la fallida y unívoca política de «combate» frente a una realidad apabullante que clama por ser reconocida en las grietas de la tierra, en las carnes putrefactas de un ganado al que le estallan las entrañas carcomidas por el hambre; por el otro, Natalia Almada presentaba la cotidianidad de El velador del panteón más caro de aquel sexenio (Jardines de Humaya, en Culiacán, Sinaloa), en el que traslucía, sutil, el patetismo que dominaba todas las esferas gubernamentales y exponía una alegoría del triunfo de la muerte en la vida mexicana de entonces.
Así, siempre en tenor crítico, en diez años Ambulante se ha robustecido, diversificándose en una nueva categoría de documental. Diez años en donde ya encontramos retrospectivas a algún documentalista, programas infantiles, sección musical, antropológica y un sinfín de actividades de extensión cultural «imperdibles», coherentes con el nombre de dicho segmento del festival.
El ánimo de Ambulante ha logrado permear espacios cinematográficos. La más reciente edición, la décima, tan sólo en la Ciudad de México tuvo cuatro circuitos de exhibición, con más de treinta salas de cine a la disposición de la agenda del festival.
Las universidades públicas y algunas privadas de la ciudad le abrieron sus puertas, así como salas y pequeños cineclubes, de igual modo que museos (como el de Memoria y Tolerancia, o el planetario del Universum).
Pero también los espacios públicos se han transformado en inmensas salas de cine, rincones donde, en medio del caos urbano, no se reconocería la contemplación de cine como uno de sus valores espaciales, de pronto han sido el sitial perfecto para la comunión del mensaje de la pantalla (la Plaza San Fernando, en la colonia Guerrero; el Anfiteatro de la Villa Olímpica, en Copilco, entre otros espacios a la intemperie).
Como se puede ir calculando, Ambulante es una cita ineludible en el año cinematográfico. Durante un par de semanas mucha gente va con su programa de mano del festival como si se tratara de una brújula, por las once capitales de los estados que reciben la gira de documentales. Allá van estudiantes, jubilados, familias enteras, parejitas buscando lugares, agendando títulos, entregándose al placer de vivir el género «verídico» por definición, cual si se tratara del blockbuster más esperado del verano.
LOS DOCUMENTALES Y LOS ESPECTADORES
Claro que existe un antes de Ambulante. Una era de oscurantismo para el documental en la taquilla. Un mundo en el que si la Cineteca o los cineclubes universitarios no programaban algún incierto ciclo de documentales, no había forma de llegar a este género fácilmente. Un tiempo, en fin, en el que ese tipo de películas las programaban solamente en la televisión pública.
Hoy tenemos acceso a festivales que nos permiten, en medio de sus variantes y subcategorías, perdernos en sus tramas y salir librados, reflexivos. Nos han alcanzado obras imposibles para revisarlas con la certeza de quien sabe que no errará en el ejercicio, como la retrospectiva de Trinh T. Minh-Ha, célebre documentalista vietnamita, o la muy amplia de Chris Marker (que incluyó un libro memorable) en 2013, poco después de que su muerte sacudiera los círculos intelectuales del cine.
No hay duda de que si hoy se ven más documentales en México que en años anteriores, en gran parte es gracias a que Ambulante nos ha ido (de)formando hacia una cultura cinéfila más vasta. El festival logró su cometido inicial: es responsable del flujo de documentales en las salas de nuestro país —no de las ganancias, que siguen siendo exiguas—, en las cabeceras de las colecciones personales, y ha sido escaparate indiscutible para el género.
Que en este festival documental ya se haya presentado el binomio de la perversidad humana, según Joshua Oppenheimer (El acto de matar, 2012; La mirada del silencio, 2014), habla, obviamente, de la madurez que ha adquirido con el tiempo el género, pero sin duda algo bueno nos arroja este dato en torno al habitante de la butaca: el crecimiento y la expectativa extravagantes han corrido al parejo. La difusión de verdades como las que se presentan en esos documentales de una crudeza absolutamente triste son, pareciera, el síntoma (por el cual se originó este festival) que se convirtió en cura; la cruda placentera —sí, las hay— que nos embriaga aún más de felicidad.