Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

Al inicio, poco después del funeral, me molestaban las reacciones de los adultos, la incomodidad al decirles que mi mamá murió. Querían alejar el tema lo más rápido posible, aquellas palabras en el aire eran tóxicas, capaces de atraer otras muertes, había que manotearlas cuanto antes, ahuyentar. Pero con el tiempo aprendí a divertirme: la maestra, harta del ruido en el salón, amenaza con hablar personalmente con nuestras mamás, y yo, impávido, “no tengo mamá”. Sin escapatoria, cae en mis redes, “Ramón, deja de hacerte el chistosito, voy a contarle cómo se han portado tú y tus compañeros”, “es verdad, no tengo mamá, murió de lupus”, y entonces el rostro le cambia, la barbilla le tiembla, saboreo la tensión en el aula, disfruto el instante.

Con su muerte también llegó un cambio en mi estatus. En primaria empiezan a divisarse las tribus futuras, sus líneas divisorias son punteadas, todavía no tan definitivas, pero ahí están los que en secundaria serán los populares y aquellos que se convertirán en nerdos, perdedores, friquis. Con mamá enferma todo era igual, pero una vez que murió me volví una especie de embajador, capaz de saltar de un grupo a otro. Lo cierto es que las invitaciones no llegaban por parte de mis compañeros, sino de las madres, a ellas se les estrujaba el corazón, pensarme medio huérfano las hacía imaginar su   mortalidad, sus propios hijos sin cobijo materno, entonces tomaban el teléfono y marcaban. A papá le parecía un alivio, era la oportunidad de desocuparse de mí por un rato, estar unas horas con su dolor, sin tener que compartirlo o moderarlo frente a su hijo. Así llegué a esa casa rosa de dos pisos, con un jardín enlodado y un interior inmenso.

Quique era de los que pasaban el recreo jugando futbol, en una especie de partido interminable, sin sentido, Sísifo pambolero, que les brindaba material para hablar durante clases, exasperando a las maestras, y, más cercanos al sexto grado, provocaba la transpiración que obligaría la plática que nos dio la directora: “díganles a sus mamis que ya es hora de comprarles desodorante, plis”. Y yo calibrando mi mano para alzarla con el delicioso: “no tengo mamá”.

El teléfono timbró, Papá dejó de calentar la sopa instantánea y respondió, era la mamá de Quique, alguien que no ubica como mi compañero de clase, jamás se lo mencioné, ¿por qué lo habría de hacer, si su vida gira en torno a quién metió gol o quién es un faulero? A pesar de eso, el rostro se le iluminó, podría acariciar su herida imposible de cerrar durante algunas horas, sin mi presencia. “Claro que sí, yo lo llevo a las cuatro, muchísimas gracias por la invitación, seguro que se divertirán”.

Nadie abre la puerta, pienso que se han olvidado de mi visita. Papá se ve inquieto, quiere irse de ahí, asegurar su espacio a solas, no perderlo. Pero tras unos minutos abren, es la mamá de Quique, no habla, espera a que papá explique por qué estamos ahí. ¿Quizá nos equivocamos de día? Tarda en reaccionar: “sí, adelante, mi amor, Enrique está en su cuarto”. Se pasa la mano por los ojos, huele a flores podridas, trae un vestido con estampado de bolitas de colores. “Bueno, regreso por él a las ocho, ¿verdad?” “Sí, sí, está bien, adiosito”. Cierra la puerta en la cara de papá.

El olor a flores podridas se incrementa, toda la casa huele a lo mismo. Se escucha a lo lejos un hombre enojado, parece hablar por teléfono con alguien que se equivocó, que no entendió que debía depositar cierto dinero a una cuenta y no a otra, “pendejo de mierda, te lo estoy diciendo”. La mamá de Quique no reacciona a los gritos, al lenguaje que en otras circunstancias incomodaría a cualquiera.

Subimos al segundo piso; en plenas escaleras duermen dos gatos naranjas, sin decidirse a estar abajo o arriba, enroscados sobre una toalla de baño. Arriba hay tres cuartos, el primero está cerrado, el que le sigue está lleno de una pista de carros Hot Wheels: una ciudad entera, con edificios, autoservicio, aeropuerto, comandancia, bomberos, cotidianidad de plástico que se extiende a lo largo y ancho, una colección admirable que dejamos atrás para entrar al tercer cuarto, ahí, una litera, un escritorio y una televisión encendida donde Quique y un tipo más grande que él juegan Super Nintendo. “Mira, Enrique, ya llegó Ramoncito, para que juegues con él”.

No se voltean, siguen con los ojos pegados a la tele donde se ve una carrera de go-karts entre Princesa Peach y Yoshi, la pista es un palacio de piedra con albercas de lava, a momentos aparecen piedras malhumoradas que caen con fuerza, los go-karts esquivan, toman vueltas cerradas, brincan pequeños ríos de lava, hacen uso de caparazones y plátanos para detener a los contrincantes. “Enrique, te estoy hablando”. “Sí, sí, ahorita que termine”. La señora me observa, vuelve a restregarse los ojos con la mano, avanza hacia su hijo y, ya cerca del oído, le gruñe algo que no escucho del todo, pero una parte retumba por su familiaridad, por escucharla tanto en tiempos recientes: “su mamá murió”. Quique suelta un suspiro, pone pausa, el otro no dice nada, sólo me observa aguantándose un chiste o algo por el estilo, ahora veo que se parecen, debe ser el hermano mayor.

“Que si quieres jugar”. No es una pregunta, es un extracto de un guion dictado por la voz de su mamá. Ella afirma, me sonríe, vuelve a restregarse los ojos y sale del cuarto, se escucha su taconeo descender por las escaleras donde duermen los gatos intermedios, entre los gritos del papá que ahora parece disculparse en otra llamada, ahora es él el pinche pendejo que la cagó. “¿Sabes jugar?” Su hermano le da un sape en la nuca. “Si va contra mí, tú estabas perdiendo”. Quique no duda, me entrega el control.

Elijo a Mario como jugador. No sé jugar, la primera vuelta la logro tras caer cientos de veces en la lava. “Uy, te la estoy partiendo”. El hermano mayor parece disfrutar la masacre. Quique está angustiado, observa mis dedos torpes sobre el control. “Mira, tienes que empezar a tomar las curvas de a poco, si no te vas muy rápido y caes”. “No le digas, él solito puede, ni que fuera un putito como tú”. El hermano mayor de Quique termina las vueltas, yo estoy lejos de acabar. “Ya quítalo, no tiene caso que siga si ya perdió”.

Le doy el control a Quique, siento que no lo quiere, algo en el peso de su mano, en cómo lo toma. “Ándale, pues, ya escoge a tu princesita”. La pista no es la de lava, ahora es un arcoíris en el espacio: un fondo negro con estrellas ocasionales. La tortuga que flota sobre una nube marca el verde en su semáforo, los go-karts aceleran. Yoshi se hace de un caparazón rojo, lo lanza contra la Princesa Peach, atina. “Me la pelas”. Quique tensa la mandíbula, poco a poco recupera espacio, se muerde el labio, los dientes blancos clavándose contra la carne, se acerca al Yoshi de su hermano, saca un caparazón verde y le pega. “Ah sí, puñal, vas a ver”. Pero por más que lo intenta, no alcanza a Peach, queda atrás hasta la última vuelta.

Van parejos, Yoshi saca una banana, se coloca un poco delante de Peach para soltarla, pero no ve que ésta tiene una estrella que le da velocidad, sale disparada hacia la meta. Peach festeja, en la pantalla salen los tiempos de los jugadores, corte a un pódium donde sobrevuela un pescado gigante. Peach en primer lugar, Yoshi en segundo y en tercero Mario. Ya no veo qué sigue porque Quique se alza, su hermano lo está levantando del cuello de la camiseta. Lo arroja contra la litera, en el suelo, encima de él, da golpe tras golpe, puño bien cerrado contra la cara. “A ver si muy chingón, defiéndete, putito”. Los puñetazos suenan muy fuertes, igual que el balón que Quique patea en los recreos. No mete las manos, no se defiende, grita, pero nadie escucha, al fondo siguen las groserías de la infinita llamada de su papá. Veo su boca y sus dientes cubiertos de sangre, las lágrimas y los mocos entremezclados por los nudillos de su hermano.

Me levanto, no puedo ver más. Me asomo por la ventana y miro un jardín sucio, pura tierra y lodo, ninguna planta, un balón desinflado y lo que solía ser una portería de aluminio. Salgo del cuarto, pienso en bajar y avisar a la mamá, interrumpir su llanto y pedirle que venga a rescatar a su hijo menor, quizá decirle al papá, interrumpir su llamada y decirle que hay mucha sangre. Pero no hago nada de eso. Entro al cuarto donde está la ciudad de Hot Wheels, ahí no huele a flores podridas, huele a nuevo. Tomo un carrito morado y recorro las calles, lo dejo acelerar por las rampas, acciono el mecanismo del autolavado, me estaciono en el supermercado, imagino el funcionamiento de los semáforos, las sirenas de las ambulancias, la musiquilla del carrito de las nieves, los cláxones de otros carros, el bullicio de un mundo plástico donde todo funciona.


Autores
Licenciado en Filosofía y Ciencias Sociales. Obtuvo la beca en narrativa de la Fundación para las Letras Mexicanas 2015-2017. Becado por el FONCA Jóvenes Creadores en novela 2017-2018 y por el PECDA de Durango 2018-2019. Ha publicado cuentos y ensayos en Tierra Adentro, Este País y pliego16. En 2020 ganó el Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri con su libro La Biblia encarnada (FETA, 2022). Actualmente da clases de filosofía a monjas y es escritor fantasma.

Ilustrador
Mildreth Reyes
(Martínez de la Torre, 1999) Estudió la Licenciatura en Arte y Diseño en la Escuela Nacional de Estudios Superiores, UNAM campus Morelia. Dicha formación le ha permitido reflexionar sobre distintos aspectos de la comunicación visual. Ilustra y escribe para anclar vivencias, pensamientos y convicciones a su mente, tenerlas presentes en su propio proceso y guardarlas a través de la forma.
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KSI Photography, 2013. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0
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