Tierra Adentro

Titulo: Historias del ring. Una antología del boxeo

Autor: Alejandro Toledo y Mary Carmen Sánchez Ambriz (selección y prólogo)

Editorial: Cal y Arena

Lugar y Año: México, 2012

Profundo conocedor del boxeo, avezado en la historia, la técnica y la táctica, así como en las anécdotas y los secretos más escondidos del deporte de fistiana —según lo describiera el cronista Eduardo Camarena—, José Ramón Garmabella nunca dejó de extrañarse de que en México existiera muy poca literatura al respecto. Sobre todo “cuando el pugilismo rentado, a pesar de su crueldad intrínseca, o quizá por eso, resulta fascinante; esto, claro, sin dejar de tomar en cuenta que más de un centenar de boxeadores mexicanos han sido o son campeones mundiales”. De ahí que sea tan bienvenido Historias del ring. Una antología del boxeo, el libro a lo largo de cuyas poco más de 400 páginas, Alejandro Toledo y Mary Carmen Sánchez Ambriz recuperan cuentos, novelas, crónicas, reportajes, ensayos y hasta poemas a propósito de la dulce ciencia del aporreo y sus protagonistas, lo mismo en la vida real que en la ficción.

Hace mucho tiempo que el boxeo ha atraído a los escritores, escribe Joyce Carol Oates en el ensayo Del boxeo: “Al igual que todas las acciones humanas, extremas pero perecederas —continúa—, el boxeo excita no sólo la imaginación del escritor sino también su instinto de dejar testimonio.” Es la excitación de este instinto la que pare- ce mover a Toledo y Sánchez Ambriz a la hora de recopilar los textos que con- forman este volumen, entre los que se cuentan, por supuesto, fragmentos del ensayo de Oates que, queriendo o sin querer, plantean una serie de reflexiones acerca del noble arte que encuentran ilustración sin igual en algunas de las piezas narrativas y poéticas seleccionadas.

Por “oponente” se entiende, en el oficio del boxeo —explica Oates—, al hombre que pierde pero es fiable: “Frente a un boxeador más joven, prometedor y con apoyo financiero, ofrecerá un resultado decente, muy probablemente no caerá derribado en los primeros segundos del primer asalto y, sin lugar a dudas, no echará a perder el récord del otro boxeador.” Tal y como sucede con Tom King, el veterano boxeador que con resigna- da dignidad acepta su derrota ante el joven Sandel —en “Por un bistec” de Jack London—; sólo entonces, mientras llora en el vestidor, le es dado comprender por qué el viejo Stowsher Bill había hecho lo mismo aquella noche lejana cuando él, entonces muchacho, lo había dejado fuera de combate: “Porque la juventud era siempre joven; sólo envejecía la vejez.” La mayoría de los combates, como quiera que se libren —apunta nuevamente Oates—, terminan con un abrazo entre boxeadores una vez que ha sonado la última campana: es un gesto de respeto mutuo y aparente afecto que al observador se le antoja más que mecánico.

Quizá porque el respeto —observa FX Toole, pseudónimo de Jerry Boyd, autor del libro de historias cortas en el que se basa el guión de la película Million Dollar Baby—forma parte de la magia del boxeo: “La mayoría de los que son ajenos a este deporte espera que los vencedores humillen a los vencidos. Eso echaría a perder la magia (…) Mas aunque un púgil crea que le han robado el combate, y sean cuales sean las tonterías pronunciadas antes de la pelea, los boxeadores, con contadas excepciones, siempre se felicitarán al final, se dirán por lo menos ‘Bien peleado’”. Pero si el boxeo y el cuadrilátero pueden fomentar grandes virtudes, sólo un fanático negará que pueden igualmente alimentar vicios vergonzosos. El apunte en este caso no es de Joyce Carol Oates, sino del mismísimo Arthur Conan Doyle quien, en “El último combate del herrero”, fragmento de su novela Rodney Stone, abunda: “Si el boxeo ha caído tan bajo, no es por culpa de quienes pelean, sino de la canalla miserable de parásitos y malean- tes que hay alrededor y que están tan por debajo del honrado púgil.” Parásitos y maleantes con nombre y apellido, como Happy Steinfelt y Lou Morgan, el par de estafadores de “Cincuenta de los grandes”, de Ernest Hemingway. Jack Brennan tiene claro que no hay forma de que gane contra Jimmy Walcott. Por eso apuesta esos cincuenta de los grandes —y se paga dos a uno— por Walcott. No hay en ello ninguna trampa: ya no es tan fuerte como antes, pero puede aguantar, conjurar el nocaut, acabar de una manera que lo hiciera sentir bien… y ganar mucho dinero.

Cuando en el undécimo asalto Walcott le conecta por lo menos diez centímetros debajo del cinturón, a Brennan se le salen los ojos de las órbitas, abre la boca, trastabilla como si las entrañas fueran a salírsele… pero no se quiebra, niega el golpe bajo ante el réferi y re- gresa a la pelea. Aunque sólo sea para recibir más castigo antes de devolverle el golpe bajo a Walcott, forzar su propia derrota por descalificación y vol- ver a poner las cosas en orden. “Esos dos nos la han querido clavar por la espalda”, le dice John, su manager, a Brennan, ya en el vestidor. “Menudos amigos tienes”, responde Jack. Y ahí echado, con la terrible expresión de- macrada todavía en la cara, sentencia: “Es curioso lo rápido que piensas cuan- do hay en juego tanto dinero”.

Más allá de lo mucho que se ha hablado de la atracción de Hemingway por el boxeo, Joyce Carol Oates considera mucho más sagaz y documentado a Norman Mailer, presente en la antología con fragmentos de “El combate del siglo”, la pelea entre MuhammadAli y George Foreman en Zaire. Mailer, ese que —siempre en palabras de Oates— lo mismo se preocupó por el concepto de masculinidad ideal en el boxeo que por la condición del negro. Y es que el boxeo, lo mismo que el jazz, representó a lo largo del siglo anterior uno de esos ríos aún hostiles a la raza negra por donde lo mismo navegaron Jack Johnson, el primer afroamericano en conquistar el título de los pesados en Estados Unidos, que Miles Davis, el virtuoso trompetista que recibió el encargo de hacer la música de fondo para un documental sobre Jackson, según recuerdan los compiladores Alejandro Toledo y Mary Carmen Sánchez Ambriz en su prólogo.

En defensa apologética de la negritud, destacan los versos de la “Pequeña oda a un negro boxeador cubano”, de Nicolás Guillén: “Y ahora que Europa se desnuda / para tostar su carne al sol / y busca en Harlem y en La Habana / jazz y son, / lucirse negro mientras aplaude el bulevar, / y frente a la en- vidia de los blancos / hablar negro de verdad”. Negro de verdad, la lengua en que hablaba Sugar Ray Robinson, a quien el propio Muhammad Ali considerara el boxeador perfecto: “Quizás hasta yo aprendí algo de él viendo sus peleas por la televisión”, cuenta Ramón Márquez que le dijo, en entrevista previa a su primer combate contra Joe Frazier en 1971. Ali estaba frente a la oportunidad de recuperar el título de los pesados que había perdido al negarse a participar en la guerra de Vietnam. Decía que lo lograría —recuerda Márquez— por cuatro razones: “porque soy mejor boxeador, porque soy más guapo, porque soy más inteligente y porque canto mejor”. De ese tamaño era su ensoberbecimiento. El día de la pelea, Frazier le tumbaría el invicto a Ali por decisión unánime — no sin antes haberlo tumbado a él, por primera vez en su carrera, con un memorable gancho de izquierda— y retedría el campeonato.

Smokin’ Joe Frazier: aquel que de niño, en Beaufort, Carolina del Sur, trabajara en el campo para ganarse unos centavos y también le sirviera de brazo izquierdo a su padre, un mozo que había perdido el propio en un accidente de automovilístico. La gente pobre se prostituye de la manera que puede, y el boxeo —vuelve a la carga Oates—, en sus niveles más bajos, ofrece a los hombres una oportunidad de ganarse de algún modo la vida. O de aspirar a algo más que ganarse la vida engrasando máquinas en un taller, como el Young Sánchez, de Ignacio Aldecoa, el de la hermana acabada por su fealdad; el de la madre de mirada vuelta ya de la desesperación o de la rabia o del deseo de conseguir algo; el del padre de los elogios hasta la antipatía, movido por el deseo de estima, el anhelo de fama, la gana de que se le tuviera en cuenta: “Tengo que ganar este combate para mi padre y su orgullo, para mi hermana y su esperanza, para mi madre y su tranquilidad. Tengo que ganar.” Y así sale a enfrentar su destino cuando suena la campana, como en el caligrama de Apollinaire: “Terrible / boxeador / boxeando / con / sus recuerdos / y sus mil deseos”. Cuando suena la campana y llega la hora de la magia del ring, esa que es distinta a la del teatro —dice FX Toole—, porque el telón nunca cae y la sangre en el ring es de verdad, así como las narices y los corazones rotos, que a veces se rompen para siempre: “El boxeo es la magia de los hombres en combate, la magia de la voluntad, la habilidad y el dolor, y de arriesgarlo todo para poder respetarte a ti mismo durante el resto de tu vida. Se parece a escribir.”

Un  cuento  en  el  que  Ana  María Shua  entremezcla  la  trágica  historia de Carlos Monzón con la de un primo suyo con doble luxación de cadera y la extraña fe de una de sus conocidas en el poder de los ángeles; un ensayo en el que Enrique Jardiel Poncela concluye que en el boxeo los rounds son “descansos” y los “descansos” los verdaderos rounds. Perfiles conmovedores de dos de las máximas glorias del boxeo en Mé- xico: Rodolfo Chango Casanova y Raúl Ratón Macías, de la autoría de Héctor de Mauleón y el propio José Ramón Garmabella,  respectivamente, además de dos textos clásicos de Julio Cortázar, como “Torito” y “El noble arte”. Esto y más forma parte de Historias del ring. Una antología del boxeo. Si el libro logra conectar un cross a la mandíbula —han declarado Alejandro Toledo y Mary Carmen Sánchez Ambriz—, es posible que los editores decidan publicar un segundo volumen con aquellos textos que fueron sacrificados. No serán pocos los aficionados —al boxeo, a la literatura o a los dos— que sigan de cerca la pelea, en espera de ese golpe providencial.

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