De un edificio a los escombros
— ¡Apenas pueda me largo de esta ciudad de una buena vez!
— Este es un merecido castigo de la naturaleza por siglos y siglos de abuso humano.
— Me siento más pequeño que la hormiga más pequeña del planeta.
— La naturaleza tiene un sentido del humor muy histórico. ¿o finalmente Dios sí existe?
— ¡Bonita manera de celebrar mi cumpleaños!
Eso fue más o menos lo que dijeron las voces de mi cabeza cuando sentí las primeras sacudidas del terremoto. Estaba en mi oficina, en el octavo piso del edificio donde se encuentra la editorial, entre Insurgentes Sur y Vito Alessio Robles. Había dos colegas, una a cada lado de mí, agarrando con fuerza de un brazo. Enfrente, el jefe del equipo de diseño gráfico se encontraba exactamente en la misma posición que yo. Éramos los únicos hombres y los más asustados de todo el piso.
La estructura metálica del edificio rechinaba con violencia, las luces se encendían y se apagaban sin cesar, los gritos se escuchaban desde los demás pisos; todo llevaba nuestro pánico a un paroxismo que nunca antes había vivido —y que espero no repetir jamás en mi vida.
Una de las encargadas de marketing, la única que vivió el terremoto del 85, estalló en una crisis histérica y comenzó a gritar y a correr en el momento mismo en nos sacudía el brusco movimiento del sismo.
—¡No puede ser, no puede ser, no puede ser que esto esté pasando otra vez! —decía casi gritando.
Paralizados, el resto apenas la vimos moverse sin hacer nada al respecto. Ninguno de nosotros podía entender las secuelas y los traumas que la catástrofe había dejado 32 años atrás en los sobrevivientes.
No estoy seguro de cuánto duró el sismo (que, por cierto, significa lo mismo que temblor o terremoto, o sea, movimiento de tierra). Según leo en la página del Gobierno, aproximadamente 3 minutos. Aunque fueron segundos eternos, tengo la impresión de que su duración fue mucho menor. Dicen que esto se debe a los bondadosos efectos de la adrenalina en el cuerpo y a esa parte del cerebro que programa la memoria de tal manera que uno recuerda solamente lo que le conviene. El punto es que cuando sentimos que el terremoto había finalizado, seguimos el protocolo que ya todos conocían de memoria porque lo habían ensayado hacía tan solo una hora y media.
Por fortuna la salida de emergencia del edificio era completamente segura. Bajamos rápidamente pero en orden (por pisos) y nos dirigimos al punto de encuentro en un parque muy cercano. En el camino encontramos una ciudad convulsionada: carros andando en contravía, personas arrollándose unas a otras, y gritos para completar el panorama de conmoción. A pesar de todo, el desalojo se llevó a cabo en relativa calma.
Después de pasar dos horas en el parque, el encargado de la seguridad nos dijo que podíamos regresar al edificio y sacar nuestras pertenencias lo más pronto posible. Como estábamos concentrados en la misma zona, la comunicación colapsó y llamar, o incluso escribir mensajes, era imposible. Recuperé mis cosas en la oficina, pude ver que tenía decenas de llamadas perdidas y mensajes de voz, entre de los cuales mi novia me suplicaba llorando que diera señales de vida.
Tan pronto como pude, reporté a mi familia en Colombia y a mis amigos en México y Francia que me encontraba ileso. Como muchos, recibí cientos de mensajes de apoyo, inquietud y esperanza. Apenas pude responder un par de mensajes, y de pronto ya tenía el doble acumulado en el buzón.
Comprendí que la angustia de la gente y las facilidades de las nuevas tecnologías podían mantenerme todo el día reportando sobre mi estado actual y sin hacer nada. Además, más de la mitad de la ciudad carecía de electricidad y la batería de los aparatos electrónicos podía ser preciosa en un momento dado. Por eso apagué mi teléfono.
Luego recordé que esa mañana me había llegado un paquete urgente y que el centro de entrega estaba muy cerca de la oficina. En vista de que los comercios seguían funcionando como de costumbre, decidí pasar. Al llegar, noté que los empleados trabajaban con absoluta normalidad, casi con un aburrimiento habitual. Recibí el paquete y caminé a casa. Ir en carro era una estupidez, pues la ciudad colapsaba y el tráfico tenía muchas vías completamente bloqueadas.
Al andar por la calle, sentí el caos creciente de la ciudad. Todo parecía una película, un apocalipsis zombie que dejaba comercios vacíos, ríos desordenados de gente que fluían en todas direcciones, y mucho ruido: ruido de carros que pitaban, helicópteros sobrevolando la ciudad, la sirena de la policía y desde luego las ambulancias. Era muy difícil conservar la calma. Llegar a casa fue un gran alivio, pero el día estaba lejos de terminar.
***
Me encontré con Rafael, mi roomie, y dos amigos más. No teníamos electricidad pero la casa no había sufrido ninguna afectación importante. Nos informamos un poco sobre la magnitud de los daños gracias a una vieja radio de pila que siempre había estado en una estantería de la cocina y al fin encontraba su hora de gloria. Escuchamos que había varios puntos de reunión ciudadana para ayudar y decidimos organizarnos para ir al punto más cercano.
—Oí que una escuela primaria se cayó en Coapa —me dijo Rafa.
Nos armamos de palas, cascos, picas y los pocos víveres que cupieron en nuestras mochilas. Salimos caminando por Miguel Ángel de Quevedo. Las calles estaban abarrotadas de coches, pero unos minutos más tarde tuvimos la fortuna de advertir una camioneta que avanzaba a toda velocidad —los coches se abrían al sonido de su sirena— y cargaba una decena de voluntarios en su parte trasera. Al vernos con casco y materiales, se pararon justo frente a nosotros y nos montamos sin pensarlo.
Éramos tantos en la camioneta, que cada quién se acomodó como pudo. Yo estaba casi acostado en una posición muy incómoda al lado izquierdo del vehículo. Desde mi ángulo, veía las cabezas de los obreros (jóvenes de todas las edades que se habían sumado al llamado de la protección civil y que estaban poco o nada equipados).
El coche seguía avanzando a gran velocidad, pues una fila se abría del lado derecho de la calle, como cuando pasa una ambulancia en apuros. Atónito, yo escuchaba el chiflido de los voluntarios para que nos dejaran pasar y el cláxon de los demás carros. Cada vez que podía, me asomaba. Veía edificios en ruinas y multitudes alrededor.
—¡Chingada madre, no puede ser! ¡Ahí estaba la fonda de Lupita! —dijo el más viejo de los voluntarios señalando unos escombros acumulados en la esquina de una calle.
En veinte minutos llegamos a la intersección de Coapa, no muy lejos de la escuela derrumbada, justo enfrente de un edificio de cuatro pisos que se había desplomado. Había dos máquinas excavadoras y decenas de personas (policías, miembros de la protección civil, obreros y jóvenes de los alrededores) que ayudaban como podían.
No hubo mucho tiempo para preguntas. Bajamos en seguida, el señor nos dio un tapabocas y una herramienta, y señaló lo que quedaba del edificio. Una cadena humana recogía escombros con baldes, lazos y con las manos.
Pedazos de varillas, lozas rotas, mosaicos partidos, trozos de tapetes; las partes del rompecabezas desfilaban de mano en mano, de forma coordinada pero angustiosa, y una gran nube de polvo envolvía el lugar. Los más cercanos a la ruinas rogaban silencio a gritos para oír a las víctimas y poder rescatarlas.
Pasaron los minutos, las horas, y la tarde fue cayendo. Dos cuerpos con vida y uno inerte fueron recuperados del lugar. Por momentos me sentía presa de una especie de encantamiento que me hacía actuar por inercia, sin pensar y coordinando coreográficamente con el resto de la gente, como una hormiga más de la cadena.
Iba pasando las partes de un rompecabezas que tardaría mucho tiempo en reconstruirse y que probablemente nunca más vivirá un diecinueve de septiembre en total calma. De pronto, sorprendí a mi mente tarareando una canción que comenzaba a oírse entre la multitud. Ay, ay, ay, ay, ay, canta y no llores. Porque cantando se alegran, cielito lindo, los corazones.