Tierra Adentro
Fotografía de Diego Leyva

I

El lugar común señala que las personas no saben cómo van a reaccionar ante una tragedia que las toca directamente, que el que se cree valiente puede no serlo tanto y que quien se piensa cobarde quizás resulte en lo contrario. Las ciudades, como las personas, también muestran un rostro nuevo ante la tragedia. Un rostro que las marca, las cambia y las define. Enumerar ciudades y la forma en que el orden que intentan llevar se ve trastocado sería un ejercicio interesante, aunque una labor de nunca acabar.

Cada ciudad, como cada persona, ha enfrentado la tragedia. Hay tragedias que golpean más de una ciudad como las epidemias, la peste en el siglo XIV que asoló a Europa y que tuvo en las ciudades los nichos donde más mortandad causó —por algo Boccaccio hace que los jóvenes que cuentan su Decamerón dejen Florencia—, y hay ciudades que dejaron de ser lo que eran tras las epidemias, ahí está Atenas que perdió en una de ellas a Pericles y propició que dejara la hegemonía en la Hélade.

II

Tenía unos meses cuando ocurrió el sismo de 1985, nací en el norte del país y hasta allá nos impactó aquel suceso. Crecí con las imágenes de la tragedia. Cuando llegué a vivir a la ciudad de México en 2014 pensaba en los edificios, en cómo reaccionaría si había un sismo, en las rutas de salida. Un temor que se fue domesticando. Aprendí a hacer los simulacros, a identificar la alarma. Pero jamás pensé que viviría, en el mismo día, pero de 32 años después, un sismo que le recordó a la ciudad el de 1985.

La ciudad volvió a enfrentar los temores que la marcaron. Todos empezamos a prestar atención a las grietas, a las inclinaciones de pisos y paredes. Temíamos. Edificios y escuelas habían vuelto a caer.

Entonces vivía en Xocongo y Fray Servando, a unas cuadras del Zócalo, en un cuarto piso. Ahí la alarma y el sismo empezaron al mismo tiempo. No pudimos bajar. Escuchamos el derrumbe de un entremuro que cayó sobre nuestra unidad habitacional —cosa que supimos más tarde— y que nos sonó a que el edificio se venía abajo. Nunca, ni siquiera cuando en 2010 me amagaron con una pistola, estuve más seguro de mi muerte.

Fotografía por Diego Leyva

III

De por sí sobrevivir en las ciudades fue una tarea difícil, aunque en su seno ha sido donde se han propiciado los mayores desarrollos tecnológicos y civilizatorios, la mortalidad fue, hasta los últimos siglos, mayor a la natalidad y las ciudades dependieron de la migración del campo para su crecimiento. A las tragedias cotidianas, el toma y daca de la sobrevivencia, se suman las que ponen en vilo la vida misma de la ciudad y que, a veces, causan su muerte. Por poner solo unos ejemplos, ahí están Pompeya y Herculano sepultadas por los flujos piroplásticos en el 79; Cuicuilco con una suerte similar en el siglo III antes de nuestra era; la destrucción de Port Royal en 1692 por un terremoto y un tsunami.

Pero la mayoría de las ciudades sobrevive a las tragedias y, las que mueren, lo hacen de muerte natural —se van quedando sin habitantes hasta ser ruinas—. Roma, por ser la ciudad eterna, da muestras de ello y llegó a tal grado de disminución que en los siglos VIII y IX sus habitantes encontraban restos de escusados de porfirio y los tomaban por tronos. En ese sobrevivir es en dónde las tragedias cambian el rostro de las ciudades.

IV

Esa tarde estuve en shock por horas. Seguí con los planes que tenía para ese día, terminé de lavar trastes, tendí sábanas, fui al gimnasio en Zona Rosa, mismo que, evidentemente, estaba cerrado. Vi los edificios dañados, ventanas rotas, pero no acababa de entender la magnitud de lo que había pasado. Seguía en negación.

No fue hasta el miércoles que acompañé a un par de amigos a una de las zonas afectadas, llevamos palas y guantes de carnaza al edificio de Petén y Zapata. No nos quedamos a ayudar porque había demasiada gente. Ahí decidimos que cuando nuestra ayuda podría ser significativa sería en la noche.

Esperamos más de una hora para que nos dejaran entrar a Chimalpopoca y Bolívar, la fábrica textil, a donde arribamos pasada la media noche. En esta ciudad que se esfuerza por repetirse, otra vez volvía a ser una fábrica textil con mujeres adentro la que se había venido abajo. Fue ese edificio, a unas cuadras de mi propia casa, el que primero vi en facebook caer —meses más tarde vería una y otra vez la compilación de los videos del sismo, hipnotizado, aterrorizado—.

Ahí estuve hasta el mediodía del jueves. Vi el esfuerzo de desconocidos por ayudar unos a otros. Mientras esperábamos una niña de no más de once años nos ordenaba cómo formarnos y revisaba si traíamos zapatos de trabajo y casco. Una joven familia nos ofreció tortas de jamón, pan dulce y café. Ese día, a esa hora, solo vi aquello como un hermoso gesto, al pasar de los días, entendí la importancia de la gente que llevaba comida, que mantuvo con energía a quienes acarreaban escombro. Todos echaban la mano en la medida de sus posibilidades.

En Chimalpopoca vi el esfuerzo y la desesperación por hacer algo, por ayudar. Esa primera noche, la segunda después del sismo, era la improvisación la que nos movía. Ahí entendí la importancia del puño en alto. Entendí que cuando más falta hacen brazos era antes del amanecer. A las cinco de la mañana éramos pocos los que seguíamos ahí, batallando, deseando más ayuda. Hasta pasadas las seis pude pedirla en Twitter.

Fotografía por Diego Leyva

V

La Ciudad de México no es ajena a estas dinámicas. Una ciudad que ha resurgido de sus propias ruinas no una vez sino varias, como si sus habitantes siguieran haciendo la ceremonia de Fuego Nuevo que realizaban los antiguos habitantes del valle de México, cuando rompían sus enceres y apagaban todos los fuegos y esperaban hasta que el tlahtoani encendía de nuevo el fuego para reempezar el ciclo de 52 años de su calendario. Así la ciudad ha detenido su vida, para volver a empezar. La ciudad fundada, según la tradición, en 1325 y que había estado creciendo como su templo mayor, capa sobre capa, estuvo a punto de desaparecer con la conquista de Cortés el 13 de agosto de 1521. Una ciudad que había enfrentado la epidemia de viruela, que había sido derruida a cañonazos e incendios, estuvo a punto de no volver a ser edificada. Pero Cortés decidió establecer la capital de la Nueva España en el punto que los tenochcas llamaban el corazón de todo el mundo, Cem Anahuac yolloco. Y Mexihco-Tenochtitlan cambió de rostro y de nombre, el altepetl cruzado de canales cedió su lagar a la ciudad, la ciudad de México nació y llegó a convertirse en una de las urbes más importantes de la corona española. Y en 1629, el 21 de septiembre, una lluvia que duró 40 horas inundó la ciudad por cinco años, muchos la dejaron e incluso se pensó en abandonarla por completo. Pero sus habitantes supieron reponerse y enfrentar aquel paso.

En la vida independiente la ciudad sufrió las consecuencias de la convulsa vida social y política del país, dos veces capital imperial, fue también dos veces invadida por fuerzas extranjeras, tomada por liberales y conservadores, siguió la historia del país que, a pesar de su federalismo, es muy centralista.

VI

Twitter se convirtió, junto a otras redes sociales, en la gran herramienta que permitió mover la ayuda que surgía de todas partes.

Me tocó ver el surgimiento del movimiento #Verificado19s que tan útil se volvió para administrar y gestionar la ayuda. Por eso supimos, la noche del jueves, que necesitaban gente en Irolo y Bretaña, donde un edificio de siete plantas se vino abajo, un edificio que después se supo, había sido una casa a la que solo le habían añadido pisos sin reforzar los cimientos. Cuando llegamos ahí no había ruido y los puños estaban en alto, los rescatistas japoneses estaban haciendo su labor. El rescate de las dos mujeres concluyó y ya no quedaba ahí por rescatar a nadie, nos dispersamos. Decidí volver a Chimalpopoca.

Varias brigadas aguardaban a entrar en el estacionamiento de Bodega Aurrerá, ahí estuvimos horas hasta que a las cuatro de la mañan nos permitieron ingresar. La organización era mejor para ese momento que la madrugada anterior. Estuve hasta las tres de la tarde en las hileras que pasaban piedra a piedra lo que había sido un edificio de cuatro pisos reducido a un montón de escombros.

Fotografía por Diego Leyva

VII

Los sismos, que la habían golpeado sin graves consecuencias fuera de hacer caer paredes y dañar algunos edificios ya desde que era Tenochtitlan —bajo el mando de Axayacatl—, conforme fue creciendo, principalmente hacia arriba en el siglo pasado, la fueron afectando. En el 1957 cayó el Ángel y la ciudad, que apenas empezaba a tentar el aire con sus edificios, no sufrió como habría de sufrir veintiocho años más tarde.

1985 fue un parteaguas en la historia de la ciudad y del país. Nunca se sabrá con exactitud el número de víctimas que dejó. Según el registro civil de la Ciudad de México, fueron 12 mil 843 . El sismo puso en manifiesto la corrupción que imperaba en el ámbito inmobiliario y la ineficacia de las autoridades para reaccionar ante la tragedia, pero también sacó a la luz la solidaridad de los habitantes de la ciudad. Miles colmaron las calles para ayudar a rescatar de los escombros a las personas. La capacidad organizativa de los habitantes de la ciudad para ayudarse unos a otros, sin importar que se tratara de desconocidos, sorprendió a propios y extraños. Salía a la luz un rostro que la ciudad no conocía de sí misma, era capaz de dejar todo y empezar a mover escombro con la esperanza de rescatar a quienes quedaron bajo lo que minutos, horas o días antes habían sido edificios.

La ciudad no volvió a ser la misma. Miles la dejaron. Los huecos donde hubo edificios quedaron así por años, como el hueco en la encía donde antes estuvo una muela. Se cambiaron los reglamentos de contrucción, se hicieron simulacros, la ciudad se preparó para un nuevo sismo.

Fotografía por Diego Leyva

VIII

Como muchos estuve al borde del colapso nervioso. El viernes 22 fue la primera noche que volví a dormir en mi cama después del sismo y me despertó la alarma, cuyo sonido me helaba la sangre.

La ciudad seguí alterada, aún no podíamos recuperar nuestras vidas. Ni lo queríamos y en cierto sentido no hemos recuperado la vida que teníamos antes de la 1:14 pm del martes 19 de septiembre.

Fui también a Escocia y Edimburgo, también en la noche, pero del sábado 23. Ahí estuve hasta las tres de la mañana en que se levantó el puño y hubo un rescate. Pude notar la diferencia con Chimalpopoca, mientras esperábamos en avenida Eugenia nos hicieron escribir nuestro nombre y tipo de sangre en el brazo, el orden era mucho mayor, la mayoría de los civiles no podían entrar a la zona del derrumbe, solo mover escombro, el cuidado para mover los escombros —en Chimalpopoca el primer día que estuve ahí había cientos de personas sobre el edificio colapsado—, la presencia de las autoridades era notoria y marcaban el ritmo de la remosión y el rescate. Además eran dos derrumbes con una calle de distancia.

Volví al día siguiente al mediodía. Mientras hacía fila preguntaron quién sabía usar el mazo. Crecí en un ejido y las labores manuales no me son desconocidas. No dude en levantar el brazo. Me dieron un mazo y caminé hasta cerca de la zona del derrumbe. Rompiamos las lozas que la grua extraía, aunque pronto fuimos relevados por policías federales quienes no quisieron dejar el marro, así que me dieron una carretilla. Con ella iba hasta el derrumbe donde soldados con sus palas las llenaban de escombros. Ahí era perceptible el olor a muerte.
Todos queríamos ayudar. Estábamos exhaustos pero no podíamos quedarnos en nuestras casas. Yo seguía con miedo y estar ahí, trabajar removiendo escombro fue una de las formas en que pude afrontar ese temor. Ayudar, aunque fuera en poco, a rescatar a una persona era también una de las razones que me movía.

IX

La ciudad no ha vuelto a ser la misma. Yo tampoco. Afrontar la muerte de esa manera cambia, me cambió a mí. Cambió a la ciudad. Meses después, cuando por azares terminé trabajando como bicirrepartidor pasé por muchos de los puntos donde estuvieron los edificios y me dolió no solo ese vacío, esa ausencia llena de dolor —junto a la cual seguían y, por desgracia, siguen los habitantes de esos departamentos—, sino un recordatorio de que la irresponsabilidad y la corrupción cuestan vidas.

Fotografía por Diego Leyva