De extranjera a extranjera (cartas a Elena Garro desde Madrid)
Desde ese otro Madrid, el de los desterrados, los amenazados y los dolidos, la voz de María Fernanda Ampuero dialoga en estas cartas imaginarias con las sombras que dejó a su paso por la capital española la joven Elena Garro, durante su visita para defender las causas de la Segunda República.
Mamá Jesusita. —Pero ¿por qué te tutea?
Gertrudis. —Es la moda, mamá, hablarle de tú a los muertos.
Un hogar sólido
Acuérdate de que hay que ceder, que eres una extranjera fugitiva y necesitada,
y a los que están debajo no les cuadra hablar con altanería
Las suplicantes
Madrid, verano, 2016
He estado buscándote, Elena. Lo que quiere decir, en verdad, que he estado buscándome a mí misma. Las biografías son autobiografías. Las cartas a otros son cartas a una misma. Las calles por las que tú andabas, Elena, Tippi Hedren con acento mexicano, ya no son las mismas. Llevan los mismos nombres, vaya. Conservan algunos portalones negros con dorado, pero, créeme, no reconocerías nada de esto. Camino por el barrio de Salamanca, la zona que tú más conociste, donde transcurrió tu vida madrileña, y pienso que quedarías fascinada. Entro a una tienda de ropa para perros. Está cerca de la calle Lagasca, de los apartamentos Golden Brick, donde viviste una temporada. Una mujer está comprando una chaqueta metalizada con capucha de pelo para un perrito maltés; ya sabes cómo son, muy nerviosos, muy crispados, que no parece querer llevar chaqueta alguna. Finjo alcurnia y me intereso por un collar para Olimpia, mi perrita, rescatada de la perrera. Me preguntan la raza y digo que no tiene, que es un chucho, como un salchicha peludo. Dan un respingo. Explico que la iban a sacrificar y todo cambia: me convierto en heroína y Olimpia en una diosa. El collar cuesta noventa euros. Prometo que volveré para probárselo. Tú te morirías de la risa y del absurdo. Nos iríamos del brazo carcajeándonos. Con ese dinero, las inmigrantes comemos tres semanas. Todo es muy hermoso, muy de diseño, en el barrio de Salamanca: oleoteca, vinoteca, centro wellness, boutique del pan, hair concept, restaurantes japoneses, un local especializado sólo en tomates, y yo pienso que cualquier día de estos empiezan a pedirnos pasaporte para entrar aquí. Los únicos extranjeros y extranjeras que me encuentro por el camino están vestidos con monos de construcción o con uniformes de servicio doméstico. Las mujeres inmigrantes cuidan a los niños y a los ancianos, es decir, a lo más precioso de un hogar. Esto siempre me ha fascinado y sé que te fascinaría a ti también: la memoria de este país la guardan mujeres extranjeras que dan largos paseos del brazo de esas ancianitas —las mujeres sobrevivimos más, a más cosas— como si fueran sus propias abuelas. ¿Quién dará el brazo a sus abuelas verdaderas en Perú, Ecuador, Colombia, Paraguay? Estoy segura de que te sentarías, como yo, en las bancas de las plazas del barrio a ver a los ancianos con sus cuidadoras latinoamericanas. El último runrún que se llevan los oídos de esas mujeres y esos hombres a la muerte es nuestro acento. ¿Qué se cuentan los unos a los otros, Elena? ¿Qué se preguntarán? ¿En medio del cuidado diario, de las pastillas, de la sopa, qué historias asomarán? Ha habido tanto dolor en este país, lo sabes perfectamente: guerras, hambre, dictadura y ahora crisis económica. ¿Preguntarán, unos y otros, como La Llorona, «dónde están mis hijos»? La vida es tan desgarradoramente hermosa. Tan tiernamente dolorosa. A veces quisiera volver a casa, pero ya no sé dónde está eso. ¿Quién te pregunta, Elena, cuando eres extranjera, cómo estás? ¿No te pasa que tienes la sensación de vivir como tras una película borrosa, como que tu cerebro está algodonado? ¿No crees que encontrar el país de una es imposible? ¿No te sientes a veces de ninguna parte? Yo te leo y encuentro cosas como ésta y creo que sí, que lo has sentido, que somos compatriotas de esa tierra que no es ninguna, que es, realmente, la búsqueda de esa tierra:
Era un detective del pasado que buscaba sombras que le dieran la clave de su derrota. Cruzaría el tiempo para hablar con sus abuelos muertos. Era una paria. En ambos lados del océano era extranjera y sospechosa. Había huido a México, y después había huido de México. Su pasado era una sucesión de casas extrañas, rostros desconocidos y palabras no pronunciadas. No tenía absolutamente nada que decir a los vivos. Todos los seres de este mundo le producían terror y para esconderse de ellos, buscaba a los otros, a los muertos.
La casa junto al río
Madrid, verano, 2016
Elena querida, he encontrado este poema de Roberto Juarroz:
Pienso que en este momento
tal vez nadie en el universo piensa en mí,
que sólo yo me pienso,
y si ahora muriese,
nadie, ni yo, me pensaría.
Y aquí empieza el abismo,
como cuando me duermo.
Soy mi propio sostén y me lo quito.
Contribuyo a tapizar de ausencia todo.
Me gustó mucho la idea de salvar a alguien pensándolo, y lo que subyace en el poema, que es que traer a alguien con el pensamiento también se parece a resucitarlo. ¿Estás de acuerdo? Me quedé pensando en eso porque ahora mismo hay mucha gente pensando en ti y, aunque supongo que no amortigua tantas muertes, tanta gente que te mató con tanto olvido y mentiras y desprecio, es un proceso de resurrección que se da, a la vez, en muchas casas, en muchos países. Quiero decir —a ver si desmadejo esta bola de lana de mi cabeza— que si moriste un poco en cada exilio, en cada huida, en cada guarida en la que te ocultaste, animalistas asustadas tú y tu hija, ahora vives un poco en cada casa donde estamos haciendo esto: escribir(te). Elena Garro, estás sentada en mi mesa de madera sencilla, en mi pisito de Madrid, en mi cocina que es a la vez comedor, estudio y lavandería. Elena Garro, por fin, sin esconderte. Todo lo contrario. Tus libros desplegados sobre la mesa. Notas. Las direcciones de los lugares donde viviste en Madrid. Calle Velázquez, Hermosilla, Lagasca, Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega. Elenagarrismo total. Y ningún miedo. Si la muerte es el exilio final, entonces ya está, ya no te tienes que esconder más, ya eres «un hogar sólido».
Madrid, verano, 2016
No me gusta la calle Velázquez, en la que viviste, en el Hotel Velázquez. Esa calle me trae malos recuerdos. Cuando yo llegué a España, hace ya muchos años, allí un hombre intentó abusar de mí. No era una niña, tenía casi treinta años y, aunque más inocentona, ya algo había de la conciencia feminista que tengo ahora. Mi vulnerabilidad eran los papeles: estaba indocumentada en este país. Tú sabes de lo que hablo, Elena; para las mujeres como nosotras, hijas de sus papás y de sus mamás, es difícil imaginar un escenario de carencia, de precariedad, de indefensión, de ser, en poquitas palabras, el otro. No lo digo con ninguna superioridad, al contrario, me avergüenzo: yo era una niñata, como se dice en España, mimada y burguesa que, de pronto, después de diez horas de avión, se vio cara a cara con los dientes de la vida. Me mordió, claro. ¿Qué te voy a contar a ti? Estar en el país de una es como estar en el útero materno y salir al extranjero es como si te hubieran parido en alta mar. En la calle Velázquez estaba la embajada de mi país y el entonces embajador, un hombre obeso, calvo, manchado de lunares, al que se le formaban globos de saliva en las comisuras de los labios y se los lamía y a cuya nieta le di clases, me dijo que podía conseguirme los papeles si me iba con él a Mallorca y que si me gustaban los tríos, los azotes, y que las chicas que emigraban solas tenían una vida sexual muy activa, y que si yo hacía cositas con mi compañera de piso. Mujer, extranjera y sin papeles. Haz la suma de las papeletas que tenía para que me humillaran. Quien me acosó sexualmente era el embajador de mi país. Yo no podía denunciarlo porque era la denuncia de una mujer sin papeles frente a la de un diplomático al que el rey invitaba a cenar. Yo no era nadie, Elena, yo era de esos seres del mundo a los que les puedes hacer lo que quieras, lo que sea, a cambio de cualquier migaja o de un puñetazo o del miedo.
El frío produce la nostalgia de las chimeneas y de las confidencias. También el frío les recuerda a los perseguidos que alguna vez tuvieron casa y en su memoria brotan duelas brillantes, mesas puestas, conversaciones y personajes risueños que fueron ellos mismos antes de convertirse en pedigüeños de papeles, y permisos para sobrevivir en aceras barridas por los cuatro vientos.
Andamos huyendo Lola
No sé bien qué dije, cómo me levanté. Sólo sé que en el momento en el que mi pie tocó la calle Velázquez me eché a llorar como nunca en mi vida: llanto de orfandad, Elena, llanto de extranjeridad, de ver el lado B de este maldito mundo cuando no tienes una sola herramienta para defenderte de él. El cuerpo se me quedó rígido por varios meses, pensé que me deportarían si hacía cualquier cosa, así que el embajador terminó su periodo en absoluta impunidad. ¿Y yo? Yo dejé de ser el «personaje risueño» que era. Como tantas y tantos. Como tú, seguramente. La alegría también es una patria de la que se nos exilia constantemente.
Madrid, verano, 2016
Leo sobre tu regreso a México después de veintiún años. «Aquí no somos nada», dijiste. Pienso en eso de que el regreso es imposible. ¿Cómo regresar aunque te ofrezcan lo que sea en tu país, si ese país fue del que huiste y ya no reconoces nada? ¿Si, de hecho, ya no te reconoces a ti misma en esas calles? Yo no puedo volver, Elena, aunque aquí sea miserable. Lo que quiero decir es que ya no hay «aquí» o «allá». Quizás estoy pensando en Cavafis, el poema «La Ciudad» y eso de que «así como has destruido tu vida aquí, en esta pequeña esquina, la has arruinado en el mundo entero». No sé, Elena, probablemente estoy pensando en que pertenecemos a la raza de las inconformes y que esperábamos otra cosa —muchas otras cosas— y la vida nos ha llenado de mierda y que estamos cansadísimas. Todas pudimos haber escrito el libro del desasosiego. No sé si tendrás ganas de que te toque el tema del amor. Hoy no, ¿verdad? No, mejor hoy no.
Madrid, verano, 2016
Hay una frase de «La culpa es de los tlaxcaltecas» que me subyuga: «siempre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho». Quisiera poder decírsela a alguien alguna vez.
Madrid, verano, 2016
No sé si alguna vez anduviste por mi barrio. Se llama Lavapiés. Muy cerquita de mi casa hay una plaza que se llama Agustín Lara, ¿sabías? Tiene una estatua de don Agustín con pose de pensar y de recitar y de galantear y en una placa dice Agustín Lara, insigne compositor mexicano que cantó a España antes de conocerla, autor del célebre chotis Madrid y de las canciones Madrid, Valencia, Sevilla, Navarra, Toledo, Murcia, Granada. La plaza de al lado de mi casa se llama Nelson Mandela. Eso, el cambio de nombre, lo consiguió el barrio. Le queda bien: allí se juntan los africanos. Lavapiés es un barrio negro, árabe y latino. «Donde todos somos extranjeros, ninguno es extranjero», dice Julia Kristeva. Al lado de esa plaza hay una fuente donde se lee: República Española. Debe de ser de las pocas cosas que quedan de la república. Todo tiene su coherencia. Bueno, todo no. Pero me gusta el barrio y quiero que te lo imagines con toda la cursilería posible: crisol de culturas. Estoy sonriendo y elevando las cejas. Hay broncas y policía y gritos desde las ventanas y más droga de la que debería. Pero nadie aquí se siente extranjero. Y algunos días no sentirse extranjera, tú lo sabes mejor que nadie, es como haber sido tocada por el ala de un ángel.
Madrid, verano, 2016
Hace tanto calor y es tan cansado todo. Leo que escribiste en una entrada de tu diario «me desperté deprimida y humillada y cansada y rendida y perseguida» y suscribo cada palabra. Quisiera rendirme. Salir con la bandera blanca en alto. Decir me rindo. Leo, Elena, tus maravillosas Memorias de España 1937, una España por partes carbonizada, azulada de hambre y, por otra parte, furiosa por vivir, peleándole unas risas a los bombardeos.
Lo mejor de Madrid eran las veladas en la Casa de la Cultura. Llegábamos de noche a tropezones en aquella oscuridad de boca de lobo para encontrarnos en el palacio de los duques de Heredia Spínola a los intelectuales que vivían allí, disfrazados con los trajes de los duques. No olvidaré a Alberti disfrazado de cochero, ni a María Teresa, con un traje de época precioso. Langston Hughes se reía a mandíbula batiente, no era tan alegre como Nicolás Guillén, pero se divertía husmeando en los armarios y vistiéndose de príncipe o de lacayo. Después de las risas, nos quedamosmelancólicos. ¿Cuándo terminará esa maldita guerra?
¿Es que nunca dejaremos de hacernos esa pregunta? Tú no sabes, Elena, la guerra que hay ahora en Europa, en España. Es tan discreta, como un asesino experimentado: nada de refugios antiaéreos ni barricadas; si no te fijas, ni la ves. Ahora la forma de matar es con la indiferencia. Resulta que ahora los españoles se van, Elena, chicos y chicas con unas carreras y unos másters y unos cursos y unos certificados que ni tú ni yo, y lavan platos en el Reino Unido. Resulta que ahora hay pobreza energética, lo que significa que si es invierno tus criaturas se pueden enfermar porque no tienes cómo calentarlos y ya no hay leña ni bosques ni pueblos ni vecinos ni esas cosas de antes, sino ciudades crueles de edificios altos como dioses despiadados. Resulta que ahora, después de la riqueza brutal que atrajo a gente de todo el mundo hasta llegar a que el diez por ciento de la población de España, desde el año 99 hasta el 2008, fuera extranjera, hay gente que no tiene qué comer. Que no tiene qué comer. Quiero decir, Elena, que hay niños y ancianos que pasan hambre. Y, paralelamente, un collar de noventa euros para un perrito y gente que lo puede pagar sin un suspiro. Esa es la guerra, Elena. La desigualdad tan monstruosa. Y más: Europa blindándose contra los refugiados. El terrorismo. Ustedes por lo menos la veían. La guerra, digo. Las bombas. Al enemigo. Sonaban las sirenas. Ahora un día te dicen que no vuelvas al trabajo porque van a cerrar la empresa. Ahora un día vas en el tren y explota. Ahora no tienes qué darle de comer a tus niños y es diciembre y hace menos diez grados.
¿Cuándo terminará esta maldita guerra?
Madrid, verano, 2016
Qué violento es el miedo, ¿no? La enfermedad del miedo la llamaste tú. Quisiera no sentirlo al menos un minuto. Sesenta segundos libres de miedo. Qué delicia. La gente que no tiene miedo no sabe lo libre que es, no tiene idea lo feliz que es, lo dichosa, lo plena, lo privilegiada. Aunque no te muevas de donde estás, el miedo te hace sentir que estás huyendo todo el tiempo, en alerta, con el perseguidor detrás de tu hombro. Sé que sabes perfectamente de qué estoy hablando. Estoy hablando de ti y de mí, un par de mujeres asustadas. ¿Es inherente a la condición de extranjera el miedo? ¿O somos nosotras y nuestras decisiones, nuestros pulsos, nuestros cerebros de agua mala en los que naufragamos? Tengo miedo, Elena.
Madrid, otoño, 2016
Ya es otoño. En esta ciudad, ya sabes, el frío no se desliza suavemente bajo las mantas, sino que cae como un baldazo de agua helada mientras duermes. Aquí llega el frío como una mala noticia. Todo morirá —los árboles del parque de El Retiro, las flores— y yo moriré un poco con todo. Ya es otoño, Elena, lo que quiere decir que empezaré a ser cada día menos feliz hasta la primavera. Y faltan siglos.
Leerte me hace pensar en Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino:
El infierno de los vivos no es algo
por venir; hay uno, el que ya está
aquí, el que habitamos todos los
días, el que formamos estando juntos.
Hay dos maneras de no sufrirlo.
La primera es fácil para muchos:
aceptar el infierno y volverse parte de
él hasta el punto de dejar de verlo. La
segunda es arriesgada y exige atención y
aprendizajes continuos: buscar y saber reconocer
quién y qué, en medio del infierno, no es infierno.
Porque creo, Elena, que encontraste el no-infierno en la literatura, en la creación literaria: tu mundo interior, tu patria. Al menos para mí, que siempre busco qué y quién no es infierno, tu obra me ha servido para habitar otro lugar que no queme. Hermana, Elena. Amiga, Elena. Amor, Elena. Gracias.