Tierra Adentro
Cartel de El barón del terror (Urueta, 1961).

Ver películas en streaming o descargarlas es más común que comprarlas en físico. Netflix, Mubi, Moviecity —de parte de los legales— y la Red Torrent, la Edk2 y los servidores de descarga directa— de parte de los libres— hacen que (casi) cualquier película sea descargable.

Una de las cosas (romanticismo puro) que se perdió con esta disponibilidad fue el rush de encontrar una película: ir a Tepito, al Chopo o pedírsela al Virus en el mercado de la FFyL, y, después de tres semanas, por fin alguien te consigue una copia de Nekromantic (Buttgerit, 1988). Ya no hay mérito en encontrar tal o cual película. Que, aunque mínimo y desechable, era mérito.

Algunas veces fantaseo cómo sería buscar una película de Russ Meyer en 1983 (tiempos en los que la descarga de video por internet era remota): ir a mercados de pulga o contactar algún pariente en el gringo para ver si en las grindhouse de Arizona tenían una copia en 35mm.

A lo que voy es que mi nostalgia por una era pasada forma parte de la “nueva generación” de aficionados al video. Los “viejos dinosaurios” —gracias a los cuales están disponibles joyas de lo bizarro (en ambos sentidos) como Vase de Noces (Zéno, 1975) o Chupacabra (Jonnes, 2003)— me juzgarían como un cazador novato, uno que ni siquiera puede jactarse de ser un buscador serio: yo ya nací con las herramientas digitales para descargar una película o de comprarla en DVD, por vías legales o no. (Es más, ya ni siquiera soy de la generación del video análogo, en el que las películas se pasaban de mano en mano).

Sin embargo, recuerdo mis pequeñas conquistas en el mundo de la arqueología cinéfila. Son un manojo de recuerdos.

Empecé mi carrera de desenterrador con una computadora (eso habla de qué tan neófito soy). Allá a finales de los noventas, mi padre llegó con una sorpresa: había contratado internet. La UAEM era la única instancia que daba servicio de internet en Toluca y sólo los empleados de la universidad (mi padre era maestro de preparatoria) tenían posibilidad del servicio. Yo conocía el procedimiento por un amigo de la secundaria: abrías la aplicación del modem, donde ponías un usuario y contraseña y el teléfono de un servidor. El modem marcaba, hacía unos sonidos extraños (algunos más grandes que yo decían que escuchar ese sonido era como meterse un chute de heroína) y un ícono de dos computadoras aparecía en la barra de tareas. Se abría el Internet Explorer, luego un buscador (Google no existía; Yahoo o Metacrawler eran la opción) e iniciaba la navegación.

Esas tardes con mi amigo me hacían sentir actual, como si el mundo que me vendían las películas de ciencia ficción estuviera al alcance de mi mano. Soñé con ser un hacker y poder tener llamadas internacionales gratis con sólo unos “comandos” (como decía mi madre).

En ese entonces, si uno bajaba a la friolera de 3kbps, estaba de suerte. Mi velocidad promedio en Kazaa era de .3kbs. La primera película que descargué fue A Clockwork Orange (Kubrick, 1971). Me enteré de su existencia en un cineclub de la Facultad de Medicina. Era los jueves y la primera ocasión que asistí se proyectó Stalker (Tarkovsky, 1979). Uno de los asistentes, en el debate, mencionó la película de Kubrick como “la última joya del preciosismo”. Nunca he entendido a qué se refería, pero quedé intrigado. Llegué a mi casa, investigué cómo bajar películas y, horas después, descargué el Kazaa (ya conocía Napster, así que el proceso no fue difícil) y me puse a descargar A Clockwork Orange; el programa me daba un estimado de tiempo: 12 semanas y cuatro horas.

Como en ese entonces, el internet ocupaba la línea telefónica, sólo podía descargar por la noche. A las 11, cuando ya mis padres estaban dormidos, encendía la computadora, me conectaba y dejaba la descarga. Al siguiente día, a las 7 de la mañana, debía apagarla para evitar el regaño de mi madre.

Un viernes, estaba con mi amigo Blas. Habíamos comprado para cada uno una botella de Boone´s de duranzo. Cuando íbamos por la mitad, de la bocina de la computadora salió un timbre que nunca había oído. La película se había descargado. Me sentí suertudo: en vez de los tres meses, sólo tomo uno y medio.

Alarmado por el olor a cigarro que salía de mi cuarto, mi madre llamó a la puerta. Nos vio un poco borrachos y embobados frente al monitor. Estaba la escena en que Alex Delarge y los droogies retan a Billy Boy y su banda a una pelea. Mientras mi madre entraba, la chica, a punto de sufrir una violación, salía de escena.

La segunda fue menos casual. El DVD de Dawn of the Dead (Romero, 1978) que compré en los primeros semestres de la carrera (en el mercado de la FFyL) tenía algunos trailers. Entre ellos, estaba el de una película gore que se llamaba Guinea Pig: Flower of Flesh and Bones (Hino, 1985). En distintos foros, se decía que Charlie Sheen, a principios de los noventa, había conseguido una copia y que la confundió con una película snuff auténtica. Notificó al FBI y unos cuantos fueron arrestados, sospechosos de traficar con material ilegal. Al final, se demostró que no era snuff, sino un gore bastante realista (incluso hoy). Estaba, de nuevo, intrigado. Pregunté en la Facultad; nadie la tenía pero me recomendaron ir al tianguis del Chopo.

Con mi novia de ese entonces, nos transportamos desde el Ajusco hasta la Guerrero. Para ambos, la travesía era inédita. Sentí que rompía la ley al preguntar en todos los puestos por Flower of Flesh and Bone, hasta que un pelón, en un puesto muy pequeño, me dijo que no tenía esa, pero sí Mermaid in Manhole (Hino, 1988), que Guinea Pig era una serie de películas japonés hechas a finales de los ochenta por el mangaka Hideshi Hino.

Regresé al Ajusco con una copia de Mermaid in Manhole. En el metro, me sentía nervioso, creí que cualquier policía me detendría, haría la revisión de rutina y descubriría esa película pirata con un una foto de una sirena que se pudre en las alcantarillas de Tokio por contraportada. Temblé cuando la puse en el DVD y no la reprodujo. Tardé un par de meses en ahorrar para otro aparato (esta vez, chino y mucho más barato).

Por 2005 o 2006, caminaba por la calle del Carmen, en el Centro Histórico de la ciudad de México. Un grupo de amigos (muy sureños todos) querían comprar algo en ese tianguis. En ese entonces, esta calle era una hipérbole de lo que es ahora: de tanta gente y puestos, los coches simplemente no circulaban por ahí. Recuerdo que creí que, de Metro Zócalo al Museo de la Luz, habían quince o veinte cuadras sólo porque nos tardamos casi una hora en llegar. Nos sentamos a descansar atrás de San Ildefonso y vi la programación del cinematógrafo del Fósforo: la siguiente semana, a las ocho de la noche, proyectarían El barón del terror (Urueta, 1961).

Tanta gente (provinciano yo) me espantó y supe que no podría regresar a ese gentío. Así que decidí buscarla y verla en la comodidad de mi casa. El Virus, dealer cinematográfico de la FFyL por excelencia, me recomendó un puesto en Tepito que se especializaba en películas mexicanas. Me dijo cómo llegar y cómo reconocer el puesto.

Al siguiente fin de semana, seguí las instrucciones del Virus sólo para enfrentarme a un gentío mayor que el de la calle del Carmen. Los vendedores eran más ruidosos y más diversos; los precedía la fama del barrio bravo y peligroso, de que, en los rincones más oscuros pueden comprarse desde una pistola hasta una patrulla. Pero ya estaba ahí, era demasiado regresar hasta el sur sin haber intentado nada.

Encontré, después de una buena hora, el puesto que buscaba. Ahí, una señora (que no se parecía en nada al Virus ni al pelón del Chopo) me dijo que no la tenía, pero que había otro puesto, mucho más adentro del mercado, “De una comadre mía”, donde tal vez la tendrían. Fui más adentro de Tepito y encontré el nuevo puesto. Nada. De nuevo, otra recomendación del puesto “de mi sobrino” y más adentro.

Algunos puestos empezaron a levantarse justo cuando encontré el puesto que buscaba. Ahí, un joven (éste sí se parecía al Virus) me dijo que no la tenía pero que la otra semana me la traía. Regresé al metro y, al siguiente fin de semana, ya tenía en mis manos una copia de El barón del terror con el logo del nueve en la esquina superior derecha.

Cartel de El barón del terror (Urueta, 1961).

Cartel de El barón del terror (Urueta, 1961).