Tierra Adentro
Ilustración por Güerogüero.

Hace cuatro años, el 8 de noviembre de 2016, día de la elección presidencial de Estados Unidos, estaba en Iowa City. Por la noche, mis amigos y yo fuimos al Dey House, el edificio de la universidad que aloja al Writer’s Workshop, para ver los resultados. Cuando llegamos, la sala ya estaba llena de profesores y estudiantes. Mucha gente estaba hablando, había una atmósfera entre tensa y festiva, llena de expectación. Habían instalado una pantalla para proyectar el conteo de votos frente a los ventanales por los que normalmente se podría ver el río. No estábamos nerviosos, de hecho había en el ambiente una emoción cauta, contenida, que esperaba solo de los resultados para explotar. Esa noche se elegiría a la primera presidenta de Estados Unidos, no podía pasar otra cosa, ¿verdad? Lo contrario era impensable.  

¿Cuánto tiempo tardó el ambiente en transformarse? No sé si podría decirlo con exactitud, solo recuerdo que en algún momento las conversaciones fueron muriendo, la gente hablaba en susurros, miraba la pantalla en silencio. Poco a poco, la sala se fue vaciando. Sé que en algún momento una de mis amigas me preguntó si ya estaba todo perdido y que yo, como tantas otras personas en la sala, hice las matemáticas necesarias y le dije que había que esperar a que declararan Wisconsin o Texas o algún estado específico.  

Todo lo que sabía en ese momento sobre cómo funcionaban las elecciones de Estados Unidos lo había aprendido en la serie de televisión The West Wing que había visto con mis padres por lo menos una vez al año desde que había terminado en el 2006. Gracias a ese programa tenía una buena idea sobre los caucus, el electoral college, cuáles eran los estados definitorios, cómo funcionaba la suprema corte, cómo era parecido y diferente ese sistema al de México. Así que le contesté a mi amiga como si supiera, como si fuera una experta, que no todo estaba perdido todavía.  

No nos quedamos hasta que dieron los resultados. Cuando quedó claro quién sería el nuevo presidente, decidimos irnos a casa. En el grupo solo quedábamos extranjeros porque nuestros amigos estadounidenses se habían ido hacía ya tiempo. Si la sala había estado abarrotada al principio, ahora estaba casi vacía. Afuera en el jardín nos cruzamos con dos escritores que conocíamos, estaban abrazados, hablando bajito. Tengo el recuerdo de que uno de ellos estaba llorando, pero no puedo asegurar que fuera así. Seguimos de largo y caminamos las pocas cuadras hasta casa hablando poco. La noche estaba fría y silenciosa. 

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Me siento a escribir unos días después del último debate, el 28 de octubre, porque la situación cambia día a día y quiero hacer este artículo lo más cerca posible del 3 de noviembre. Mientras escribo, las encuestas colocan a Joe Biden por encima, pero no por mucho (52% contra 42%). Hace cuatro años, las encuestas también favorecían Hillary Clinton y, aunque los fallos en el sistema se arreglaron para la elección del 2018, es difícil volver a confiar en ellas. Hace cuatro años, Clinton obtuvo tres millones de votos más que Donald Trump, pero perdió porque el sistema electoral de Estados Unidos se basa en el colegio electoral y no en los votos. Cada estado tiene asignado un número de votos electorales y para ganar la presidencia se necesitan obtener 270 o más votos electorales. Estos votos no pueden repartirse (más que en Nebraska y Maine), sino que se entregan íntegros al candidato que haya ganado el “estado”, lo que ha provocado que en las últimas décadas las elecciones de Estados Unidos se deciden gracias a los llamados swing states, estados que no son tradicionalmente rojos (republicanos) o azules (demócratas) sino que cambian dependiendo de los candidatos, por lo que las campañas se enfocan en estos lugares. Por este sistema a veces el “voto popular” no coincide con el voto electoral, como sucedió en 2016.  

El proceso electoral de Estados Unidos es relativamente corto. Comienza en enero y termina en noviembre, pero los primeros meses se dedican a elegir a los candidatos de cada uno de los dos partidos principales; aunque hay partidos independientes, el sistema estadounidense es principalmente bipartidista. La campaña por la presidencia no comienza hasta el verano. Por ejemplo, este año Joe Biden fue declarado el candidato demócrata en junio. A partir de ese momento, los candidatos republicanos y demócratas se enfrentan. Este año la pandemia y las protestas de BLM en el verano impidieron que se llevaran a cabo muchos mítines y otras actividades de campaña. Hubo solo dos debates y justo después del primero de ellos, Donald Trump fue diagnosticado con covid 

Esta elección, como el resto del año, ha sido fuera de lo común. En muchos estados la votación ya ha comenzado sea personalmente o por medio del correo y desde la semana pasada he visto cada vez más videos en mi timeline de Twitter en los que se ven colas larguísimas. Parece que la gente sí está saliendo a votar, se les puede ver esperando bajo la lluvia o bailando al son de la música de alguno de los otros votantes. La mayoría de mis amigos han votado de esta forma o al menos por correo y cada vez veo más fotografías de gente que ya ejerció su derecho. Muchos estados se están acercando a los récords de participación, entre ellos Florida y Texas, dos estados clave para ganar la elecciones. Esto me hace pensar en un artículo que leí donde decía que cuando más gente sale a votar, es más probable que ganen ideas progresistas, en este caso los demócratas.  

¿Puede uno sentir esperanza viendo esos números? No lo sé. Como el resto de la gente atempero mi emoción y soy cautelosa. Las encuestas de hace cuatro años declaraban que Hilary Clinton sería presidenta y la base de Donald Trump no lo ha abandonado como puede verse en sus números de aprobación. Además, este proceso electoral ha sacado a la luz muchos de los problemas que había antes: gerrymandering (como se designa a la manera en la que se han hecho los mapas electorales usando criterios racistas y que favorecen a los republicanos), los problemas y la burocracia detrás del voto por correo y las trabas (si se pide una identificación oficial que puede requerir un trámite previo y un costo inesperado) que existen en los estados para votar antes del 3 de noviembre.  

Esta elección mucho más que la anterior está marcada por la incertidumbre. Al leer artículos y hablar con mis amigos estadounidenses me queda la sensación de que nadie sabe qué sucederá, pero aquí estamos observando el proceso.  

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Del 9 de noviembre de 2016 ya he escrito en otros lugares. Tuve que dar clases de español, aunque de lo único que se podía hablar era de la elección. Como con los alumnos, con mis compañeros surgía una y otra vez el mismo tema, pero los extranjeros lo hablábamos de una forma distinta a cómo lo hablaban los estadounidenses. A primera vista esto parecería obvio dado que no era nuestro país, pero el resto del mundo siempre está al pendiente de lo que está pasando en Estados Unidos.  

Por la noche tuve una clase de traducción. Mis compañeros llegaron con galletas, dulces, pasteles, comfort food dirían ellos, y caras de devastación. Algunos no se presentaron. Me senté junto a una amiga rumana y escuchamos la conversación, los miedos y la incredulidad de nuestros compañeros. Recuerdo el momento en que cruzamos miradas y supe que estaba pensando lo mismo que yo. En países como los nuestros, votar al candidato “menos peor” y sentirse defraudado por el sistema es normal. Estábamos acostumbradas a que nuestra idea de país no se desmoronaba con una elección, de hecho, la sensación era de “más de lo mismo” sin importar el partido político.  

Durante los siguientes meses, mientras vi a los estadunidenses organizarse, hablar de luchar, escribir cartas a sus representantes, salir a marchar alrededor del capitolio de Iowa siempre caminando por la banqueta, pensé más de una vez que envidiaba la fe que ellos tenían en sus instituciones, en los famosos check and balances de su democracia. Ellos habían crecido con la creencia de que sus gobernantes querían lo mejor para ellos y para su país, y, hasta ese momento, habían estado orgullosos de su sistema político.  

Esto es una generalización, por supuesto, casi una simplificación, pero yo, que tenía diez años en el 2000 cuando terminó la hegemonía del PRI y que he visto desmoronarse sexenio a sexenio las promesas de una nueva etapa, me sentía cínica, casi incrédula mientras los oía.  

Lo que ha sucedido con el gobierno de Donald Trump en los últimos cuatro años podría ser la comprobación de que todos los sistemas están en decadencia. Los últimos cuatro años parecen ser el primer acto del final del imperio comenzando por la prohibición de viaje para ciudades de ciertos países (la mayoría de naciones del Medio Oriente) con el que comenzó su mandato, pasando por las jaulas de niños migrantes separados de sus familias (de las que Trump habló con orgullo en el último debate), la guerra de aranceles con China, el juicio político que fue más un drama televisivo y no tuvo consecuencias, la manera en que los grupos de ultraderecha se sienten cómodos y hasta representados, las protestas de Black Lives Matter de este verano, entre muchísimos más momentos terribles de esta administración. Comienzo a escribir esto justo después de la confirmación de la nueva jueza de la suprema corte y me pregunto si a pesar de perder Donald Trump, su legado será ya imparable.  

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Hace algunas semanas vi una entrevista con Aaron Sorkin, el escritor y creador de West Wing. Allí decía que si él pudiera hacer el guion para la noche del 3 de noviembre escribiría que, al perder, Donald Trump, como ya advirtió que podría pasar, se negaría a aceptar su derrota. Sería un momento de pesadilla para un país que siempre ha tenido transiciones pacíficas. Pero, entonces, dice Sorkin, los republicanos por primera vez desde que Trump fue elegido, dejarían de ser tibios, de permitirle todo, y llegarían a la Casa Blanca a decirle “Donald, es hora de irse. No arruinarás este país. No comenzarás una guerra civil”. Sorkin admite que escribiría una idealización, un final en el que la gente hiciera lo correcto. Aclara que no espera que Donald Trump haga lo correcto, más que por error, pero, y esto es lo que llamó mi atención, Sorkin dice: “Trump no tiene remedio, pero el resto de nosotros sí”.  

Al leer esto se despierta en mí el mismo cinismo con el que observé a mis compañeros en Iowa después de la elección. Ese sentimiento que proviene de no tener ninguna confianza en las instituciones, en que alguien en la política de tu país vaya a hacer lo correcto. Pero otra parte de mí, en pleno 2020, necesita creer que es posible cambiar el rumbo. ¿Si no somos capaces de imaginar la posibilidad, de creérnosla, de luchar por ella, qué caso tiene entonces pensar en un futuro? 

Igual que hace cuatro años, el 3 de noviembre me sentaré a ver los resultados de la elección de Estados Unidos como una más del público global, que no puede hacer nada más que observar y desear que pierda Trump. Sé que eso no bastará para arreglar todos los problemas del mundo, no es suficiente, pero al menos lo tomaré como una señal de que la lucha por el futuro no tiene que ser tan cuesta arriba.  

Reconozco la ingenuidad de esta esperanza, pero entonces pienso en el plebiscito que acaba de pasar en Chile, en lo que el poder de la organización civil puede lograr, y pienso en esas filas de votantes bajo la lluvia en Florida, Nueva York y Texas, pienso que, si vamos a luchar por el futuro, tenemos que darnos la posibilidad de ser optimistas. ¿No sería este resultado una buena vuelta de tuerca para redimir el año?


Autores
(Ciudad México, 1990), química y escritora. Es autora de cuatro novelas juveniles de fantasía, el libro de ensayos Grados de miopía y de los libros de cuentos Un año de servicio a la habitación y Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio. Fue becaria del Fonca en el Programa Jóvenes Creadores y del Ayuntamiento de Madrid en la Residencia de Estudiantes. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2018 de cuento y el Premio Nacional Juan José Arreola 2019. En 2021 fue seleccionada como parte de los 22 Novelistas Jóvenes en español por la revista Granta. Actualmente estudia la Maestría de Estudios de Asia y África en el Colegio de México.

Ilustrador
GÜEROGÜERO
Ilustrador egresado de la Licenciatura de Artes Visuales de la Universidad Autónoma de Querétaro. Se ha enfocado en la ilustración digital, la creación de GIFS, cómics y fazines. Su trabajo ha sido expuesto de manera colectiva en México, Canadá y Venezuela. Ha colaborado con distintos proyectos independientes y autogestivos, así como con distintas publicaciones editoriales y medios digitales.