Cuando sobran las palabras
Las palabras son engañosas, son mentirosas, exageradas. Son… impostoras, hipócritas y casi nunca concretas. Las palabras son eso que pensamos que quieren decir, pero en realidad siempre son copia mal hecha de lo que representan. Cuando tengo que poner en palabras mis pensamientos sobre el mundo, nunca sé realmente si lo que queda en el papel será lo que nutrirá al lector. ¿Pensará que lo que digo es verdad?, ¿sabrá que siempre hay un sesgo entre lo que se escribe y quien que escribe? Las palabras son un arma, dicen, pero las palabras para mí, son a veces un peso, tanto que entonces prefiero domesticarlas, prefiero tratar de usarlas de manera aleatoria cada día para que se sientan libres, que no se aprisionen, que vuelen por mi mente y por las voces de algunos personajes que me llegan; que sean ellas mismas sin mí, pero sin soltarles las riendas. A las palabras hay que limitarlas, educarlas, hacerlas bien portadas, porque son subversivas, rencorosas, son libertinas.
Siempre quise cambiar el significado de las palabras, nunca me gustó lo que en el kínder me decía mi maestra Lupita: amarillo, significa amarillo. ¿Y por qué no puedo usar la palabra amarillo para ver el verde? Me parecía arbitrario. A veces usamos la palabra amor para describir el odio, o la palabra rencor para definir un deseo frustrado; a veces cuando decimos envidia, en realidad queremos decir venganza.
Desde pequeña me di cuenta que las palabras se me quedaban taladradas en la mente, cuando alguien me decía algo que me lastimaba o cuando mis padres me prometían algo que después no cumplían, seguía escuchando las palabras dichas en días anteriores todo el tiempo. Las palabras que alguien dice para herir o para prometer se quedan siempre en la cabeza. Cuando uno entra a un libro para buscar el significado de algo que no entendemos y leemos a un autor que ha logrado describirlo de tal manera que por fin lo entendemos es maravilloso: uno siente que entonces el mundo se forma y transforma para siempre. Sé que Ludwig Wittgenstein definía al lenguaje como la creación del hombre para nominar al mundo, para nombrarlo, que si una palabra no está en nuestra mente entonces ese concepto o esa palabra no está en el mundo.
Cuando uno aprende otro idioma el cerebro se transforma porque vemos el mundo desde otra perspectiva, por esto es que las palabras son tan impostoras, pero también son grandes amantes que nos hacen conocer lo que nos rodea. Nos definen, nos nombran, nos dan identidad, pero a veces también nos las roban, una vez dicho algo, queda ahí marcado para siempre. Las palabras detienen el tiempo para siempre, una vez pronunciadas quedan marcadas en los demás. A las palabras las han vuelto unas prostitutas de la retórica, las han vuelto asesinas en las sentencias, las han vuelto más que eso, las han destruido, quitado sílabas, quitado letras dentro de ellas, cambiado el significado en el tiempo. Lo que nos llega es un legado de uso de palabras por civilizaciones enteras, por familias que lloran su pérdida pero no saben cómo expresarla, por casas derruidas, por amistades olvidadas.
Llega un momento en el que las palabras dejan de ser necesarias gracias al silencio y la imagen. Por ejemplo, cuando la imagen de pronto se vuelve lenguaje, cuando la música nos permite sentir otras cosas que no están en significados anclados culturalmente, cuando se puede tomar la mano de alguien y darle un beso sin decirlo, cuando una mirada se hace más certera y sincera, cuando es mejor no poner en palabras nada, cuando lo mejor es salir a caminar y sentir dentro de uno lo que quiera sentir sin necesidad de comunicarlo. Cuando lo que nos pasa es más fuerte que lo que se pueda explicar, cuando la existencia está dentro de nosotros y se vive, cuando la saliva pasa al ver una película la experiencia está ahí y no se puede más que vivirla. Contar se vuelve engañoso, se vuelve público, ¿y lo privado?
Quizá por eso me extasía el teatro que mezcla los lenguajes, porque cuando deja al cuerpo sin atarlo a la palabra, éste encuentra un lenguaje para crear, comunicar, o simplemente para estar. En el «teatro palabra» las palabras van perdiendo su significado en el aire porque quedan impávidas en el espacio entre quien las dice y las escucha, y entonces no sabemos qué es la realidad, no sabemos qué quiere decir lo que escribimos porque no sabemos cómo el otro lo recibe.
Estamos llenos de incertidumbre, de pobreza, de rincones donde los niños lloran. Estamos llenos de melancolía por algo que no sabemos si existió, por dulzuras que se han ido, por miradas que llegan, por heridas y por pedradas, estamos llenos de cicatrices, de pomadas malogradas, de muertes y de sinrazón. A veces me gustaría que en la sociedad en la que vivo, la gente que me rodea no creyera tanto en las palabras comunes con las que nombramos las cosas, que pensáramos un poco más si no se puede usar otra nueva que no esté tan gastada, que no sea tan de uso cotidiano y con ella generar algo de sorpresa, algo más vivo menos dañino, un poco más libre y menos atado a las convenciones.
Habría que jugar a crear un nuevo idioma donde el amarillo pueda ser un nuevo verde, donde no importe tanto decir te amo, ven conmigo, o llorar y reír, donde no importe tanto tener una identidad, donde uno se pueda desvanecer en el tiempo y ser una cara más dentro de un cuadro, quedarse ahí un tiempo y saber que ni las palabras ni las imágenes, ni nada de lo que creemos real nos crea. Somos, según yo, eso que está dentro de todo lo que denominamos con palabras y lo que no podemos nombrar, eso no se puede explicar, se es.