Cuando el blanco y negro me salvó la vida
Nos encontramos frente a un cuento, o mejor, una fábula. Pues solamente en un contexto inventado como éste podría el espectador enfrentar un ataque a sus sentidos como el de la cinta Qué difícil es ser un dios. Y lo digo porque, como relata el narrador, la acción se sitúa en un planeta cercano a la tierra; uno en el que el Renacimiento nunca fue y que se ha quedado anclado en una especie de Alta Edad Media. Sólo gracias a este aislamiento, donde las leyes se conforman al paso de la mirada del público, y bajo esta condición, podemos nosotros, humanos terrícolas, digerir esta película.
Entre podredumbre, fetidez y muerte viven los habitantes de Arkanar, el planeta al que se ha desplazado nuestro protagonista, junto a otros historiadores y antropólogos, para estudiar, y quizá contribuir, a la evolución de estos humanos. Pero ni Don Rumata, siendo un dios, ni ninguno de sus colegas, haciéndose pasar por aristócratas, están autorizados a intervenir directamente en el proceso histórico de esta civilización, y aunque lo hicieran acabarían viéndose forzados a aceptar la triste realidad: la miseria y la ignorancia seguirán dominando el devenir de esa cultura.
Quizá por ello se ha comparado el filme con la obra de Brueghel y El Bosco. Detrás de su propuesta parece haber cierta cantinela moralista. Sin olvidar, claro está, la crítica social que, como bien sabemos, predomina en el género de la ciencia ficción. Aunque se trata de una adaptación de la novela homónima, publicada en 1964, de Arkady y Boris Strugatsky —quienes parece que con sus textos han incitado a los directores rusos a crear ese tipo de ambientes nublados, grises y lúgubres, baste citar Stalker, de Tarkovsky, y Días de eclipse, de Sokurov—, su tema no ha perdido vigencia. Si los escritores aludían con pocos tapujos a la persecución intelectual propia del totalitarismo soviético, Aleksei German, el director, quiere decirnos que, en un régimen como el de Vladímir Putin, aún tiene sentido hablar de lo mismo.
A pesar de los diálogos sin sentido y la experiencia asquerosa, como nos recuerda el protagonista constantemente, la ironía y la habilidad técnica destacan a tal punto que convierten a Qué difícil es ser un dios en una joya. Y no podía ser menos, después de los catorce años que su creador tardó en casi acabarla —su hijo y esposa tuvieron que dar los últimos retoques, después de que el artista ruso muriera sin leer las críticas a su opus vitae.
La ambientación, así como el sonido —postsincronizado— son impecables; están tan logrados que dudo que muchos aguanten más de media hora, de las casi tres que dura, entre plumas, mocos, flatulencias, suciedad y mal olor. Solamente el blanco y negro dulcifica esta experiencia. Una estética de lo abyecto y de lo siniestro representada en la construcción de escenarios, en la caracterización de cada uno de los personajes y objetos que aparecen. La crudeza se pasea ante nuestros ojos en forma de animales disecados, otros que vuelan, revolotean y se posan frente a la cámara, pero también como cadáveres mutilados y caracteres estrambóticos y deformes. Como escribió Eugenio Trías, el arte contemporáneo se avecina a lo bello y a lo siniestro. Y qué mejor descripción para esta película de planos secuencia perfectos y movimientos de cámara calculados al milímetro, que se enfrenta a la claustrofobia de espacios cerrados con muchedumbres repulsivas y hacinadas entre lodo y carroña, a la presencia constante de lo escatológico.
Pese a la precisa coreografía orquestada por German, sería lícito decir que en este retrato reina lo estático, probablemente reforzado por el expresionismo actoral. Aun contando con los numerosos movimientos de cámara, y siguiendo la propuesta de Gilles Deleuze, las tomas de este mundo originario mantienen la pulsión de muerte en su propia quietud, en su descomposición. La diferencia con la tesis deleuziana es que aquí las bajas pasiones, el primitivismo, la agresividad, lo innombrable en nuestra sociedad civilizada, ya no están contenidos en un plano, en un espacio para ello, sino que se han desparramado más allá de las fronteras que los habían comprendido hasta este momento. Y lo único que queda es una musiquita diegética, con ritmos de jazz, tocada por un extrañamente artístico maestro de ceremonias que anuncia, al que haya aguantado, que el espectáculo llega a su fin.
En largos primeros planos, en planos detalle, en otros cortados y otros en segundos, suceden todo tipo de acciones inimaginables y expresiones que no dejan ni un segundo de descanso y apuntan a un novedoso desplome de la cuarta pared. Pero dos horas, tres o cuarenta minutos serían lo mismo; la idea del cineasta queda expresada de sobra. Lo que nos induce a pensar que, aparte de un reto personal, su intención fue la de sobrepasar al espectador y, en una especie de pulso entre intelectual y posmoderno, obligarlo a levantarse de su butaca.