Cuando el asesinato era un arte
Titulo: Se7en
Autor: David Fincher (Dir.)
Hablemos de los años noventa. Para mí se resumen fácilmente en un par de secuencias de créditos: en los 02:08 minutos iniciales y los 04:50 que cierran Seven, la cinta de David Fincher de 1995. La película ayuda. Pero todo el quid de aquellos años, cuando el mundo aún estaba lejos de este que conocemos -post 9-11, post fronterizo, post humano- se encuentra en esas letras escritas a mano y esas tomas pasadas por un tratamiento histérico en postproducción que saltaban como si algo (¿el futuro?) las mantuviera inquietas, o como si no pudieran ocultar el trance cocainómano.
Un poco de historia: el director de estas secuencias se llama Kyle Cooper y entre sus monerías podemos contar que le ganó el mandado a Mark Romanek (el director de los videos más famosos de Nine Inch Nails) cuando convenció a Fincher de mostrar al asesino antes de que todo el mundo entendiera de qué se trataba.
Cooper quería jugar a la minifalda cinematográfica mientras que Romanek iba por algo más tradicional: un recorrido en tren donde el detective Sommerset (Morgan Freeman) visita la casa de campo que ha comprado para su retiro, tomas largas de un paisaje bucólico que por cierto nunca llegaron a la edición final. Lo que terminó por convencer a Fincher de botar a Romanek fue una imagen en particular: Cooper filmaría al asesino rebanándose las yemas de los dedos con una navaja desechable, algo de lo que se habla en la cinta -el hombre necesita hacer esto para no dejar huellas en los lugares del crimen- pero que nunca se ve. Hay algo genial en aprovechar la economía narrativa de Fincher y ponerla casi en su contra: contar todo aquello que Fincher no nos quiere dejar ver. Para Fincher el asesino es una fuerza del mal y mientras menos se sepa de él mejor, mientras que Cooper realiza un acercamiento feroz a su mente obsesiva: lo vemos tachando los ojos de un hombre, tachando palabras y personas, obsesionado con fotografías de horrores médicos, escribiendo apretados e ilegibles cuadernos cosidos. Fue Cooper quien aprovechó esos cuadernos para meter conceptos clave en nuestra visión total, preconsciente, esa que todo lo ve y lo recuerda antes que nosotros podamos saber de dónde viene la noción: pecado, dolor, castigo, contrición.
La tipografía de los créditos violaba las reglas de legibilidad de la productora New Line Cinema y una vez realizados, Fincher y Cooper tuvieron que hacer una gran campaña de convencimiento para que los aceptaran. Letras hechas a mano se juntaban con la Helvética y se hacían desaparecer y brincar. Eran letras fantasma, letras de un loco, letras asesinas.
Y luego, el rabo de la historia marrana da otra vuelta: en la secuencia inicial se usa un remix de Closer, una canción que Nine Inch Nails sacó acompañado de un video dirigido por Mark Romanek. Si Fincher hubiera usado a ese autor para los créditos, el efecto no habría resultado aumentativo: en nuestra cabeza, esa canción ya estaba ligada en un video que Romanek en homenaje a Joel Peter Witkin (ahora tan de moda, pero tan oscuro fotógrafo en aquel momento) tremendamente perturbador: sugerencias de bondage, insectos que no se pueden dar vuelta, un changuito crucificado y la desesperación en su rostro, cabezas de cerdo, salamandras saliendo de sus huevos y una niña de ocho años posando con un gesto casi post coital. Trent canta “you get me closer to God” y el asesino de Seven recorta la palabra GOD de la leyenda primigenia/puritana que, en pleno siglo XXI, llevan inscritos los billetes más poderosos del mundo: “In God we Trust”.
No deslucen nada los créditos finales, que, a diferencia de lo acostumbrado, corren de arriba hacia abajo y con el nombre de Kevin Spacey (John Doe, el asesino) como estelar. Por ahí donde empiezan los pelos pegados a hojas llenas de sangre junto a los demás nombres, surgen las primeras percusiones de The Heart’s Filthy Lesson, una canción de David Bowie perteneciente a su álbum conceptual 1.Outside. A dos años de cumplir 50, Bowie volvía a colocarse como dueño de la imaginería musical con este álbum. Oh Ramona, cantaba Bowie y contaba, textual e intertextualmente, la historia de un mundo asesino que dentro y fuera de la película (esto es, en la película y en los créditos y la canción esa que nos llevamos tarareando a casa) podía apreciar el asesinato como una de las bellas artes.
Así éramos en los noventa. Imbéciles hasta cierto punto. Pensamos que esto se quedaría allí. En nuestras preciosas películas. No sé si ahora encontraríamos tan atractivo el sadismo elegante de Seven o del Outside. Dieciocho años después, no sé si esa elegancia cabe. La oscuridad marrana de la realidad ahora interviene en cada sueño. Funny how secrets travel…
Para saber y ver más: