Tierra Adentro

Titulo: Los ingrávidos

Autor: Valeria Luiselli

Editorial: Sexto Piso

Lugar y Año: México, 2011

 “Sin invitación a tu convite de fantasmas”

Gilberto Owen, Sindbad el varado

Gilberto Owen fue, durante mucho tiempo, uno de los poetas menos reconocidos de la generación de Contemporáneos en la que hubo nombres como José Gorostiza, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia o, el más mediático de todos, Salvador Novo. Tal vez eso sucedió como consecuencia de su poca producción literaria, de lo descuidado que era para conservar sus propios poemas, de sus viajes en misión diplomática que lo tuvieron lejos del ambiente literario y, finalmente, de su trágica y prematura muerte; el tomo de sus obras es el más magro de los integrantes de esa generación: poco más de 300 páginas. Owen no figura en algunas de las antologías de la poesía mexicana del siglo XX más importantes que se hicieron en los años sesenta y setenta y la crítica de poesía de esos años sólo le dedicó algunos breves e insustanciales comentarios; la encontraban demasiado enigmática, casi hermética, y por eso la marginaron. Pocos, tan pocos que pueden contarse con los dedos de una mano, han dedicado estudios profundos sobre su vida y su obra: Alí Chumacero, Jaime García Terrés, Tomás Segovia, Carlos Montemayor y, sobre todo, Vicente Quirarte.

La poesía de Owen (El Rosario, Sinaloa, 1904- Filadelfia, Estados Unidos, 1952) fue la más moderna, como ellos querían, la más vanguardista de su grupo, por eso sólo con la popularización de algunos fenómenos modernos como el cine o el video, se hizo más comprensible para nuevas generaciones de lectores; si bien no numeroso, pues él siempre habló de sus “numerables lectores”, sí de un ferviente círculo de lectores. Estoy seguro que hoy en día Owen es más leído entre los jóvenes poetas que Carlos Pellicer o el mismo Novo. He podido atestiguar el deslumbramiento que los poemas de Owen despertaron en un poeta chileno que vive en España, en un argentino y un colombiano que se han llevado el tomo de sus Obras como si de un tesoro recién descubierto se tratara y sé de alguien que tuvo la beca del Centro Mexicano de Escritores para escribir también una novela sobre la vida de Owen. No es extraño ni casual entonces que Owen sea una de las figuras centrales de la primera novela de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1982).

Los ingrávidos está llena de personajes que pululan (Moby, Dakota, Pajarote, White…), que desaparecen así como aparecieron, excéntricos que nunca están cómodos donde están y tienen que huir a alguna parte, hasta sus sueños, las más de las veces. Fantasmas sin invitación al convite porque no necesitan invitación: irrumpen de pronto y después, cuando uno cae en la cuenta, ya han desaparecido. En Nueva York, donde sucede la mayor parte de la novela, es muy fácil desaparecer, perderse entre la gente, meterse por entre las calles, ser tragado por una discreta boca de entrada a la estación del metro. Owen desaparecía diariamente en la estación de la calle 116 (de la línea 1, aunque la de la portada de la novela es de Williamsburg, en Brooklyn), el metro que era tan simbólico en su obra pues, como él decía, habían nacido el mismo año: de allí su “Autorretrato o del Subway”. Nueva York es, al final, una ciudad que se va a dejar eventualmente, donde todos están de paso. Hasta aquí, Luiselli lo ha capturado todo con buen tino.

En cambio, en otros aspectos Luiselli no corrió con la misma suerte. Para empezar, el archifamoso verso de san Juan de la Cruz, “Un no sé qué que queda balbuciendo”, no es cacofonía, como afirma (pág. 38), sino aliteración; el mismo Owen tiene una igual de bella: “el amarillo amargo mar de Mazatlán”. A principios de 2011, en sus columnas sabatinas, Heriberto Yépez nos acusaba a los escritores nacidos en la década de 1980 de buscar un lenguaje purista, poco contaminado de lenguaje que se habla diario en las calles. Ante eso pienso cómo van a traducir a todas las lenguas a las que se supone que ya está contratada esta novela palabras y expresiones que Luiselli inserta a lo largo de Los ingrávidos, tales como: “tamales”, “chiflar”, “gringo”, “mocos”, “escondidillas”, “chanchullo”, “pirrín”, “cuataches”, “gordo tetón”, “ojo virolo”, entre varios otros.

Por otro lado, no creo que haya capturado bien el espíritu radical, lúdico de Owen, un personaje huidizo como pocos; menos aún el de su prosa, pienso sobre todo en el Owen epistolar, el de las fabulosas cartas que enviaba a su amada Clementina Otero o a amigos como Novo, Villaurrutia y Nandino, algunas de las cuales Luiselli cita en ocasiones y al sobreponerlas con su prosa, ésta muchas veces palidece. Además, Owen fantaseaba a base de mentiras para construir mundos paralelos, donde él era otro y la amada era otra pero aún así ella no lo amaba: esto es, sin duda, lo más difícil de capturar. Y sobre todo, las intervenciones del marido, quien “sigue leyendo en las mañanas lo que escribo en las noches”, son completamente innecesarias, una historia paralela que no aporta nada y acaba siendo irrelevante. Por estas razones la novela cae en picada al pasar la mitad, lo cual es mucho decir en una novela de apenas 143 páginas.