Tierra Adentro

La manera más profunda de entrar en un ser,

sigue siendo escuchar su voz,

comprender el canto mismo de que está hecho.

Marguerite Yourcenar

para Sofía Violeta

Aquella verdad común pronunciada por San Juan, que afirma que en el principio fue el verbo, está meditada en clave teologal. Porque, para el evangelista, Dios era la palabra dicha; el misterio hecho verbo y creación. Sin embargo, en términos humanos, en el principio fue la escucha. Pues el viaje de todo ser comienza y termina en el silencio. El silencio que no solo es el territorio de la nada, el terror, el olvido o el desamparo, sino también es el reino de la generosa escucha. Todo se escucha en el silencio.

Ahora sabemos, por ejemplo, que el oído de un nonato —o los mecanismos sensoriales y cerebrales de la audición— se encuentra desarrollado practicante en su totalidad más o menos en la treintava semana de gestación; y que el sonido (la palabra oral, por ejemplo) es capaz de traspasar la piel —el yo es poroso— para arribar y reverberar en los oídos embrionarios. Así, todo nonato comienza desde ese momento, aun instalado en el acuático, silencioso y prisionero útero, a absorber el sonido del lenguaje mediante la escucha.

Entonces, si se me permite la expresión: ahí, en esa zona del no-ser, comienza todo. Todo, en términos culturales. Es el génesis del ser; el inicio del tiempo humano; la raigambre del fenómeno del lenguaje.

En ese sentido, nacer es romper el silencio; la nada. Venimos del silencio y al silencio nos encaminamos. La primera bocanada de oxígeno —ese gas intangible, incoloro y sumamente reactivo— nos hará abrir la boca, expandirá violentamente nuestros pulmones, y exhalaremos la primera palabra. Una palabra —un canto— hecho de llanto. Es el sonido que anuncia nuestra presencia en esta vida.

Luego, a los pocos minutos del parto, será el turno de los ojos. De abrir los ojos. Aunque tendremos que esperar entre dos o tres meses para lograr controlar el iris y enfocar con claridad; y cerca de un año para comenzar a reconocer y simbolizar la descollante luz al despuntar el alba, la calma hermosa de nuestra madre, los bellos y domésticos rostros de las personas, el prodigio y la fascinación de nuestro propio cuerpo en movimiento, la curiosidad de las sombras, la soledad, las cosas de este mundo… Y habrán de pasar varios años más —y la tenaz ayuda de otros humanos— antes de que seamos capaces de posar nuestros ojos sobre las palabras escritas en el papel y descodificarlas. Y aun más antes de lograr leerlas plenamente y en silencio, “recogiendo indicios y construyendo sentido”, diría Graciela Montes.

Después —ahora sí— llegará el verbo. Entre los doce y dieciocho meses de edad, un bebé comenzará a abandonar poco a poco el ámbito gutural y de la onomatopeya para ingresar al complejo, entrometido, bullanguero, caudaloso, colorido y sonoro mundo de la palabra dicha. Aprender a abrir la boca. A articular el lenguaje. A decir palabras propias, únicas, tonales y tímbricas. Palabras aladas que se llevará el implacable viento (verba volant) y que la gravedad hará desaparecer en el negro e inmensurable océano que es el silencio.

Y no se diga los años que nos tomará articular nuestro cuerpo (oídos, boca, ojos, piel…), evolucionar el espíritu, asumir el peso de la civilización, moldear el pensamiento (por ejemplo, entre otras muchas cosas, en el dominio de la gramática y la sintaxis, que contempla los vericuetos de la palabra), respirar el aroma del tiempo… hasta conseguir plasmar nuestras propias ideas cargadas de sentido mediante palabras escritas. Y todavía un poco más, para hacer posible el prodigio de la metamorfosis de la lectura, es decir: ficcionar a partir de las ficciones que hemos leído. Convertirnos en plumas humanas, hasta unir varias páginas dentro de un continente que llamaremos texto. Porque de la ficción surge la vida —no es casual que Scheherezade haya quedado embarazada a la mitad de la historia, nos recuerda Román Gubern—, y de la vida brota la ficción. Plasmar nuestras literaturas escritas. El universo de la creación artística.

Y en todo este largo proceso (biológico, biográfico, comunicativo, lingüístico, espiritual y racional) somos acompañados por otros seres humanos vivos y muertos —“escuchamos con los ojos a los muertos”, reza el verso de Quevedo—, que nos han antecedido en el prolongado devenir histórico y acumulativo que llamamos cultura. Y el enigma de la escucha siempre está presente.

En ese trayecto, la primera persona será nuestra madre. De ahí que se nombre “lengua materna” a la primigenia lengua aprendida (escuchada) durante la infancia. Una lengua constitutiva, que nos moldea el espíritu y la conciencia. Posteriormente, en el camino, vendrá la escuela, que nos guiará, instruirá, deformará y adoctrinará, en las habilidades de las prácticas lingüísticas a las que nos hemos venido refiriendo.

Así pues, cuando menos en la última centuria, los Estados y las sociedades han derrochado recursos económicos y humanos en el cándido empeño de que sus habitantes y ciudadanos dominen las habilidades que implica el lenguaje: hablar, leer, escribir y escuchar. Desde la más tierna infancia nos enseñan —o cuando menos eso se intenta— a ejercitarnos en las formas de la palabra. Quizá, sobre todo, en la palabra que se lee.

¿Pero qué sucede con aquella que se escucha? ¿Por qué no se nos enseña a escuchar, si todo lenguaje, como hemos visto, esta constituido en su conjunto por aquellas palabras que se dicen, leen, escriben y escuchan?

Se trata, considero, de un fenómeno multifactorial. En primera instancia, quizá se excluye de la educación básica la necesidad de ser entrenado en la escucha o, más bien, de aprender a escuchar, porque no se logra vislumbrar con claridad el borde que existe entre oír y escuchar. Oír es un fenómeno físico; escuchar, un acto del pensamiento (como leer, hablar y escribir), que conlleva sus propias dificultades. Lo mismo sucede entre ver y mirar. O entre recordar y rememorar. Rememorar es hacer memoria con pensamiento.

Por otro lado (entre los muchos otros prejuicios en torno a la escucha), se suele pensar que escuchar es un acto implícito, conocido, tácito, pasivo y cotidiano; que acontece con el simple hecho de, como canta la máxima, “parar oreja”. Quizá se piense esto porque, a diferencia de la boca o los ojos, que se pueden cerrar, los oídos siempre permanecen abiertos.

Aprender a escuchar

Carlos Lenkersdorf (Berlín 1926 – Ciudad de México 2010) fue un filósofo y lingüista que vivió durante casi veinte años entre la comunidad de los tojolabales mayas de la meseta comiteca, en la región de Los Altos de Chiapas. Ahí, a través de la escucha, aprendiendo la lengua y poco a poco, se tojolabalizó. En 2008 publicó el libro Aprender a escuchar, en el que reúne una serie de reflexiones, tentativas y problemáticas acerca de la idea y el fenómeno de la escucha.

En el libro, Lenkersdorf comienza advirtiendo que escuchar es la mitad olvidada de la lengua; que la lengua se creó para dialogar; que el dialogo es imposible sin la escucha; y que sin escucha no es posible el entendimiento. Además, enfatiza que escuchar es un acto consciente y voluntario. Leer, escribir, hablar y escuchar son verbos que, parafraseando al novelista Daniel Pennac, no soportan el imperativo. Por ello, obligar a alguien a hablar (o a escuchar, o a amar) es un acto de perversión. Una forma de la tortura.

Pero volviendo al trayecto del desarrollo biológico e intelectual de los humanos, a cualquier padre o madre emociona las primeras palabras dichas por su pequeña hija o hijo, y las atesora en el arcón de su memoria. Porque la convención suele considerar al acto de hablar como la primera manifestación del pensamiento y del sano crecimiento. Pero se olvida un breve detalle: un bebé intenta hablar porque previamente ha escuchado y quiere dialogar con eso escuchado (las palabras, los sonidos, las imágenes, el mundo… porque podemos escuchar con el cuerpo entero). La escucha antecede al decir.

Por otra parte, Lenkersdorf reflexiona acerca de cómo, aunque sabemos “escuchar” (incluso desde antes de nacer, como se ha dicho), no somos buenos “escuchadores”. Porque el acto de escuchar es un proceso que integra una serie de elementos que no surgen de forma autónoma en el individuo. Por otra parte, en Occidente —y, por consiguiente, en las culturas hegemónicas— se valora poco y se sabe menos acerca del fenómeno de la escucha; escuchar desempeña un papel subordinado al hablar (hablar “bien”, por ejemplo, es símbolo de liderazgo e inteligencia); existen cosmovisiones, pero no cosmoaudiciones; se pondera la cultura del espectáculo, vinculada a lo visual, que abona al culto del provecho y al individualismo.

Porque escuchar va en contra de lo utilitario; es lo contrario a lo fuerte, a lo veloz, a la grandeza, a la altura… Por eso, cuando se quiere acallar a alguien, se grita; se sobrepone, se alza la voz, se levanta el cuerpo.

Para Lenkersdorf, la escucha tiene que ver con el otro. Yo diría, más bien, con el —evocando a Franz Fanon en su obra Piel negra, máscaras blancas—. , que tienes rostro, nombre, historia, cuerpo, esperanza, saberes… Escuchar es un compromiso de entrega con el otro y con lo otro (pues todo en este mundo es susceptible de ser escuchado: las plantas, el tiempo, la hierba, las sociedades, el mar, las culturas, el viento, los animales…).

Escuchar es también un reto, pues supone entender al otro desde su propia perspectiva y respetarlo. Eso, además de complejo, requiere de empatía, igualdad, horizontalidad, emparejamiento (noción que Lenkersdorf aprendió del contexto tojolabal; por cierto, el “ab’al” de la palabra tojolabal, en maya significa “lengua escuchada”).

A propósito de esto, Marguerite Yourcenar apunta: “Algunos lectores se buscan en lo que leen y no ven nada más que a ellos mismos”. Del mismo modo, hay escuchadores que se buscan en el otro y no escuchan nada más que a ellos mismos. Porque para ver (escuchar) al otro se necesita respeto, paciencia, reconocimiento (no tolerancia, noción cargada de condescendencia y de velado desdén), apertura, humildad, cercanía, mirar la solitaria voz humana… Además, quien escucha debe hacer un esfuerzo consciente por aprender a callarse, desmontar la imagen estereotipada del otro, despojarse de prejuicios, abandonar miedos, suprimir odios, disminuir la obsesión por la autoestima y el egocentrismo.

La figura del enemigo, por ejemplo, se construye a partir de la no-escucha. Porque, cuando se escucha a alguien, en ese instante deja de ser un enemigo. Si hablar “es existir absolutamente para el otro” (volviendo a Fanon), escuchar debería implicar lo mismo.

Lenkersdorf, a quien los tojolabales llamaron “hermano Carlos”, aprendió de la cosmoaudición de dicho pueblo: si yo hablo, tú me escuchas. No como un imperativo, sino como una díada. Como una relación bidireccional, dialéctica, participativa que, con sus intervalos de silencio, trabaja por turnos sin la existencia de un polo dominante. Porque alrededor de cada palabra existe un silencio.

Un conjunto de oyentes

Escuchar supone mirar al otro. Sentir al otro. Requiere concentración y conciencia; atender con el cuerpo entero a quien nos habla. La voz humana, como la música, es “aire sonoro”. Y como todo sonido, cuando es percibido por el oído humano, desata “un proceso creativo del pensamiento”.

Así lo apunta el gran pianista y director de orquesta Daniel Barenboim en su libro La música despierta el tiempo. Barenboim sostiene que es posible desarrollar un “oído pensante”, pues la escucha es audición más pensamiento. Para escuchar es necesario echar a andar todos los recursos intelectuales a nuestra disposición.

Por su parte, para el filósofo coreano Byung Chul Han, nuestra creciente focalización en el ego, así como el sostenido narcisismo, son las mayores causas que nos impiden escuchar. En su obra La expulsión de lo distinto, sostiene que el internet es “una caja de resonancia del yo aislado” en la que nadie escucha, “que reprime los espacios de silencio y de soledad”. Hablar tiene que ver con el yo; escuchar, con el .

Sin embargo, como en cualquier ley de la belleza, los humanos hemos diseñado mecanismos para que los opuestos o los distintos se reúnan, reconcilien y encuentren sus mínimos comunes compartidos. Esa es, quizá, la tentativa: reintroducir la escucha y el diálogo entre las comunidades. Porque, para conocerse a uno mismo, no hay que dividir, sino unir. Somos gente de concilio.

Para Byung, escuchar es “una invitación para que el otro hable”; es un arte; es “quedar a merced del otro” y entraña una dimensión política, pues implica la participación activa de ambos dialogantes. Además, conlleva la presencia de un “oyente hospitalario” que aliente al hablante y funcione como una caja de resonancia. Pues, para Han, el oído es como una herida (un laberinto): “La herida es la apertura por la que entra el otro. Es también el oído que se mantiene abierto para el otro”. Para el pensador coreano, en el futuro existirá una profesión: el oyente.

Así pues, la escucha nos libera de múltiples ataduras y prisiones culturales, intelectuales, históricas y políticas; nos acerca, mediante la relación dialéctica con el otro —la dialéctica del tú, parafraseando a Franz Fanon—, a distintas posibilidades o perspectivas no enfocadas; nos aproxima a la otredad, nos desaliena; nos aleja del fundamentalismo; acontece la revelación. Ejercemos respeto que el interlocutor devuelve; aprendemos de los otros; nos hermana y borra hostilidades. Triunfa la dignidad humana y creamos vínculos; nos ejercitamos en el diálogo, el debate y el contrapunteo; revaloramos el conflicto y aparecen la convivencia y la noción de comunidad. Pues, como bien apunta Byung Chul Han: una comunidad es un conjunto de oyentes.

El tiempo del otro

Como se ha dicho, escuchar es la clave del diálogo y, por tanto, del entendimiento y la convivencia. Pero cuando no se ejerce la escucha entre las culturas y las sociedades, se corre el riesgo de que las estructuras verticales, autoritarias, imperativas, binarias, maniqueas e impositivas se fortalezcan.

Como sociedad, como humanos, ejercitarnos vitalmente en la escucha y pensar en ella como “un tiempo bueno; porque es el tiempo del otro que crea comunidad” (Byung), es tal vez lo único que podrá salvarnos del intento de cualquier poder por perpetuarse; de la violencia y la barbarie que vulneran la paz social y la dignidad humana; de los ismos que se robustecen; de los mundos edificados y basados en el odio, la codicia, el consumo y la desconfianza en el otro; de las sociedades ruidosas gobernadas por yos fuertes y superlativos, y por seres iguales e intercambiables que viven sin dolor y que aborrecen lo distinto.

Yo prefiero (volviendo una vez más a Fanon) “edificar [mediante la escucha] el mundo del ”. Porque la palabra (dicha, escrita, leída y escuchada) siempre supone una elección, una conciencia. ¿Es posible amar si no se ha escuchado hablar del amor? La palabra es una forma de ser, pensar y estar en el mundo. Las palabras importan y están por todas partes. Hay escritos por doquier. Hay rostros y palabras que no han sido escuchadas; palabras omitidas en “el callado mundo de los otros”.

“Estoy escuchando…”, confiesa Svetlana Alexiévich. “Cada vez me convierto más en una gran oreja, bien abierta, que escucha a otra persona”.

Bien podría el prodigio y el misterio de la escucha proporcionarnos una vía para la reflexión y el pensamiento en torno al valor que conlleva escuchar las solitarias e íntimas voces humanas; a la importancia que tiene abandonar nuestro pequeño yo prisionero para darle forma al silencio; a la necesidad de abrirnos al alma humana para reconocer mediante el diálogo las “necesidades mutuas” y los modelos alternativos; a la fascinación que implica aprender a escuchar las tonalidades de la tierra y las culturas, que nos recuerdan que somos seres sonoros capaces de establecer acuerdos y conciertos; al impulso por ejercitarnos en las voces de la libertad, la dignidad humana y la memoria; a saber percibir con el cuerpo entero el aroma del tiempo; al hecho de vivir nuestra fugaz permanencia en el mundo con los oídos abiertos…