Tierra Adentro
Fotograma de The World’s End .

¿Alguna vez viste una película que empiece como una genialidad sólo para convertirse en un complaciente e intrascendente producto más? Yo sí: The World’s End (Wright, 2013).

Me explico: una lección moralista de la dignidad humana puede crear una gran película; el problema con The World’s End es que la lección moralista de la dignidad humana con la que termina parece sacada de otra película.

La historia de The World’s End es grande: enmarca un tema universal (crecer y dejar de reconocerse en los pares, aferrarse al pasado para evitar responsabilidades, la sensación de que la vida nunca se sentirá mejor que cuando uno tenía 17 años) con una atmósfera de ciencia ficción. La película no trata de extraterrestres que sustituyen a los pobladores de una ciudad pequeña. La película trata, en cambio, del reencuentro y la nostalgia dentro de un marco de extraterrestres que sustituyen a los pobladores de una ciudad pequeña.

Una buena narrativa respeta sus límites. No saca conejos ni soluciones de la manga, sino que, como cualquier organismo vivo, crece dentro de sus propias posibilidades. Una historia efectiva es una lección de aristotelismo: un huevo de gallina podrá llegar a ser una gallina, unos huevos a la mexicana o un huevo lleno de confeti, pero nunca un elefante. Es una cuestión de acto y potencia.

Otra lección de aristotelismo: cuidado con el deus ex machina. Este plot device se refiere a la resolución de un arco narrativo por medio de una figura que no tiene relación directa con lo que se nos viene contando, o que subvierte los personajes de una narración hasta el punto de hacerlos incompatibles con su primera presentación. (Aquí, un par de tíos con acento horrible retoman algunos de los más famosos deus ex machina en el cine). Así lo dice el Estagirita: “Es, por lo tanto, evidente, que la solución de la trama, y de las peripecias, debe surgir de la trama misma, y no de una argucia (deux ex machina)”, (aquí la Poética completa, por si gustan).

Un esquema simple: una familia pobre lucha para pagar el tratamiento contra el cáncer de su hijo menor. Los personajes son impulsados a comportamientos extremos: la madre vende droga y desarrolla una adicción por la cocaína, el padre se vuelve asaltante, la hija se prostituye. Hacia el final, cuando todos han caído en un espiral de autodestrucción, el padre gana el Melate (y eso que el padre nunca compraba el Melate; simplemente se levantó ese día y decidió comprarlo). De repente, 400 millones de pesos resuelven los conflictos que se construyeron desde el principio: el padre deja su vida criminal, a la esposa la mandan a una clínica de rehabilitación, el hijo recibe el mejor tratamiento médico y la hija puede salir del negocio sexual. Todos felices; vamos a negros y créditos con música de Phil Collins.

Esta historia es una muestra de pereza narrativa. El escritor no supo o no quiso pensar cómo resolver la historia de manera orgánica, es decir, qué elementos del desarrollo tenían, desde el principio, la posibilidad de crecer y convertirse en una solución. Es como escribir “Una cosa llevó a la otra (one thing led to another)” o “pasaron muchas cosas”. ¿Qué son esas cosas? ¿No se supone que, como escritores, deben decirme cómo una cosa llevó a la otra y cuáles fueron esas cosas que pasaron?

El deus ex machina es, dentro de estas perezas narrativas, la peor de todas: un mal final puede darle al traste a cualquier película (por otro lado, un buen final puede salvar un bodrio). Quien haya escrito el artículo de la Inciclopedia sobre este dispositivo tiene demasiada razón: “En pocas palabras, un Deus Ex Machina ocurre cuando o los protagonistas son débiles o los malos son muy fuertes, pero en cualquiera de los dos casos es porque el autor es un idiota” —cofcofelfinaldeHowImetyourMothercofcof—.

The World’s End tenía todo para ser un clásico: nostalgia de amistades rotas, un maratón de borrachera, bodysnatchers, un soundtrack bien inglés, Rosamunda Pike, Simon Pegg, Nick Frost… Hasta los últimos minutos, en que la película se desvía del camino del señor y termina en una lección moralista de la dignidad humana.

La historia va así: Gary King (Simon Pegg) es un alcohólico de cuarenta años que nunca ha logrado nada. Después de un intento de suicidio, reúne a sus compinches de parranda para terminar una noche de juerga preparatoriana: la milla dorada, un recorrido de los 12 pubs del pueblo, con su correspondiente bebida en cada uno. El problema es que los compinches han seguido con sus vidas: están casados, tienen trabajo, han dejado de beber, son responsables. Gary está atrapado en los noventas: el mismo look, el mismo automóvil y la percepción de sí mismo como si fuera adolescente.

King los convence, emprenden la aventura y descubren que los habitantes del pueblo (ninguno de los protagonistas vive ya ahí) están siendo sustituidos por máquinas de sangre azul. La pandilla decide seguir la juerga para no despertar sospechas en los invasores.

Al final, se revela que existe La Red, una confederación intergaláctica que se dedica a brindar tecnología digital y convertir a los habitantes de los planetas conquistados en autómatas ecológicos y sustentables.

Después de casi ochenta minutos de bromas de borrachera y escenas de acción a la buena usanza del sci-fi, Gary llega al último pub: The World’s End. Resulta que La Red, una súper inteligencia más allá de todos los límites humanos, se pone a dialogar con un borracho. Y el borracho gana: La Red decide dejar a los humanos solos.

¿Por qué? Porque no se les ocurrió nada mejor. “Tenemos el derecho a ser fracasados. ¡Toda la civilización se funda en fracasos”. Es una gran cita de Andy Knightly (Nick Frost), desvirtuada totalmente por la manera y el lugar en que está dicha: un contrapicado, luz azul sci-fi y Frost y Pegg que hablan hacia el cielo. Y de repente, Steve (Paddy Constantine), que llevaba sus buenos diez minutos fuera de la película, evita la vigilancia de La Red, se cuela en su guarida y aparece del cielo. ¿Cómo? Nadie sabe. ¿Para qué? Para apoyar el discurso moralino y políticamente correcto de Gary y Andy: los humanos valemos la pena por nuestros errores y a través de ellos es como mejoramos.

Esto es un deus ex machina de los peores: el que subvierte a los personajes. La Red está ligeramente relacionada con la trama, es decir, sí nos creemos que detrás de toda la sustitución de los habitantes hay una red intergaláctica, ¿pero que sea convencida por argumentos (tan chafas) de un trío de borrachos? ¿Que lo que nos salve de la invasión (benéfica, por cierto) sea un lógica terriblemente mal construida?

Y sí, Gary King cambia, pero no en un sentido “narrativamente positivo” ‒es decir, un cambio orgánico que se desprenda de lo que nos han contado‒, sino que cambia para terminar la historia, para atar cabos y poder ponerle fin a la película.

La falta de X no es tan desesperante como la escasez de ese X. Piénsese en la conexión a internet: si no hay, somos pacientes y esperamos; si está lenta, podríamos matar a nuestra madre de pura furia. Si una película es mala desde el principio, no hay problema; si las primeras tres partes prometían una de las mejores películas del 2013 y tiene un final así de malo, entonces, algo se rompe dentro de nosotros, algo que no se va a poder reparar.

Era un sábado en la tarde. Era un maratón de películas malas. Al final, vimos sin muchas expectativas The World’s End. Me equivoqué, alegremente me equivoqué. Durante 80 minutos.

Al final, no queda más que repetir la frase de Gary King: “Iba a ser la mejor noche de mi vida. Todas esas promesas y optimismos. Esa sensación de conquistar el universo. Era una gran mentira. No pasó nada”.