Cielos azules sobre el planeta rojo: 30 años de Total Recall
Hubo un día en el que México cambió el color del cielo en Marte. Era una época extraña, marcada por los fantasmas del fraude electoral, en donde todavía no existían los nuevos pesos o el EZLN. En esta época extraña, el último gran héroe de acción recorría la Glorieta de los Insurgentes con una toalla mojada sobre la cabeza. Arnold Schwarzenegger se plantaba en las oficinas del INFONAVIT para pedir consultas sobre sueños implantados. Entre las escaleras del Metro Chabacano aparecieron cinco espías interplanetarios asesinados y, en una persecución brutal por Metro Universidad, cadáveres ensangrentados volaron entre las escaleras eléctricas.
Eran, pues, tiempos extraños en los que un director holandés, conocido por sus dramas psicosexuales en Europa, decidió venir a México para filmar, con un actor austriaco, la más ambiciosa película americana de ciencia ficción de la década. Y lo logró con creces.
Paul Verhoeven se estableció como un director taquillero en Hollywood después de que Arnold Schwarzenegger le pidió dirigir Total Recall (1990), su segunda cinta de ciencia ficción americana después de RoboCop (1987). Con un presupuesto limitado y en considerable poco tiempo, Verhoeven rentó los Estudios Churubusco; contrató al genial Rob Bottin para hacer efectos visuales; creó sets gigantescos para simular la colonización de Marte; pintó estaciones enteras de metro en gris, incluyendo vagones a los que añadió monitores futuristas y utilizó la delegación Cuauhtémoc, el edificio del INFONAVIT y todo el nuevo brutalismo posible de la ciudad que imaginó Teodoro González de León.
Para hacer Total Recall, Verhoeven y Schwarzenegger apostaron todo en la impresionante capacidad de improvisación de un crew que tuvo permanente diarrea por la comida local; en lo barato que salía, a pesar de todo, pagar el rodaje en México y, claro, en el brillante guión de Dan O’Bannon y Ronald Shusett (que también escribieron, bajita la mano, Alien (1979) de Ridley Scott). Con mucha fe se lanzaron, entonces, a la desconocida aventura de filmar en una ciudad de caos y azares. El resultado fue único.
No hay una sola película de ciencia ficción americana que se vea y se sienta como Total Recall; un hito para Hollywood y una cinta que logró mezclar deseos profundos de narrativas lineales de acción con un pensamiento revolucionario, el vívido imaginario paranoico de Philip K. Dick y una poderosa idea de inclusión social. Todo en Total Recall vibra con una profunda vida interior. Mucho más allá del muy merecido Oscar que recibió por los efectos visuales de Bottin, hay algo en en esta película que no nos puede dejar tranquilos.
Total Recall es tan importante porque la enorme satisfacción de volverla a ver no acaba de cuadrar el misterio de su existencia. Eran tiempos extraños cuando un holandés fue a México para grabar una película sobre nuestros deseos ególatras con la estrella de acción más autorreferente de los noventa en un Hollywood que aún no había caído en los blockbusters ideológicos más banales, retacados de CGI y vacíos de espíritu. Eran tiempos extraños y, yo creo, que lo siguen siendo: Total Recall no ha acabado de decirnos todos sus secretos y, entre tanto tiempo transcurrido, sigue siendo una incómoda visión sobre cómo nos formamos con relatos y cómo vivimos atravesados de mitos violentos.
Soñamos que estamos despiertos
Cuando tenía cinco años, la familia de Paul Verhoeven se mudó a la ciudad de La Haya. Era, en ese fatídico año de 1943, el centro del poder nazi en Holanda. Desde 1940, todo el territorio holandés estaba bajo el dominio de Hitler y, tres años después, era la principal plataforma para lanzar los cohetes Saturn V diseñados por Herbert Von Braun que, después de la guerra, se iría con los americanos para llevar a Armstrong a la Luna.
Los cohetes alemanes disparados desde La Haya bombardeaban incesantemente Londres y, como respuesta evidente, los aviones de los aliados bombardeaban incesantemente La Haya. Día y noche caían casas iluminadas en llamas, estallaban pórticos, se escuchaban gritos agónicos. La mayoría de las bombas no caía en las plataformas de cohetes, sino en los barrios aledaños.
En medio de todo este horror, Verhoeven recuerda anécdotas terribles. En una ocasión, se encontró con soldados nazis tratando de recolectar lo que quedaba del cuerpo de un piloto inglés abatido. Tomaban una mano, un pie, un trozo de intestino y lo iban metiendo en una diminuta caja. El pequeño Paul Verhoeven creció en un infierno:
“De niño creo que vi tanta violencia ahí, tantos cadáveres… había mucha sangre y, extrañamente, toda el área alrededor de mi casa fue completamente bombardeada porque el líder del escuadrón inglés, en cierto punto, volteó un mapa en su cabina y bombardearon las áreas equivocadas. Bombardearon un área civil y murieron entre 20 mil y 30 mil personas. Y eso fue a cien metros de mi casa. Toda el área detrás de mi casa estaba completamente destruída, toda esa parte de La Haya estaba en llamas”.
Sin embargo, para el director esta niñez no fue traumática. Verhoeven recuerda su infancia con cierta alegría bañada de irrealidad. Ningún miembro de su familia fue asesinado, deportado o desaparecido. Así que la guerra fue para él, simplemente, un espectáculo ajeno, separado como un sueño… o como una película.
“Para mí, debo ser honesto, la guerra fue un tiempo maravilloso. Era un niño y me encantaba. (…) Para un niño todo esto era… divertido. Es impresionante que diga esto, pero así lo sentí. Fue como si cada día fuera una gran aventura. Por supuesto, si matan a tus padres y a tus hermanos, todo esto se convierte en otra situación, pero nadie de mi familia murió. Como niño no ves más lejos -no te das cuenta de que 100 mil judíos están siendo enviados a un lugar del que nunca regresarán-. (…) Para mí, fue como presenciar los más impresionantes efectos especiales que jamás haya visto. Todas las noches, al ver hacia arriba podías ver los aviones en llamas cayendo. Y al día siguiente mi padre me llevaba a caminar y podíamos ver el avión caído”.
Esta cercanía con la violencia cambió para siempre la perspectiva del futuro director. Para él, como siempre lo ha admitido, la guerra es un estado perpetuo, natural del ser humano, y la paz es una anomalía absoluta. No por eso, claro, Verhoeven hace apologías de la guerra, aunque no lo hayan entendido así los más obtusos detractores de la ironía pacifista de Starship Troopers. Y, más allá, para Verhoeven la violencia se finca en este extraño lugar entre realidad y ficción, sueño y vigilia.
La violencia en las películas de Verhoeven es extremadamente real, extremadamente visceral y, al mismo tiempo, coreográfica y espectacular. Ahí, en los desmembramientos de Flesh + Blood, en las imágenes de violencia de Soldier of Orange, Spetters o, de forma mucho más notoria, en su trilogía americana de ciencia ficción (RoboCop, Total Recall y Starship Troopers), Verhoeven muestra un peculiar desapego frente a las imágenes más terribles. Los horrores sangrientos se filman de manera fría y distante, o parecen regodearse en su propio horror, o tienen un humor particularmente oscuro que, por cierto, los americanos tardaron mucho en entender.
En cualquier caso, la violencia en las películas de Verhoeven representa la frontera misma entre lo real y lo imaginario. Porque en la violencia está también el deseo, la venganza, las pulsiones de dominio, de amor y de muerte. La violencia aparece siempre como un límite entre el sueño y la vigilia, la realidad y la ficción en las fantasías de violación de Michèle Leblanc en Elle, en los sueños lúcidos y las pesadillas traumáticas de RoboCop y en toda la construcción de Total Recall. Como en sus películas, el recuerdo de una guerra muy real se convirtió, rápidamente, en esas memorias de infancia, en efectos especiales y fuegos de artificio.
Es por eso, tal vez, que Verhoeven cambió tan radicalmente de rumbo al llegar a Estados Unidos. Sus películas, en especial la maravillosa Turkish Delight y Soldier of Orange recibieron atención internacional: una fue nominada al Oscar por Mejor Película Extranjera; la otra, al Golden Globe en la misma categoría. Verhoeven ya era conocido en Estados Unidos y recibía llamadas de gente como Steven Spielberg incitándolo a venir a dirigir a Hollywood. Pero Verhoeven se negaba: estaba feliz en Holanda haciendo películas financiadas por el gobierno y viviendo con completa libertad creativa.
En esa época, todas sus películas, marcadas ciertamente por la violencia y la exuberante sexualidad de sus demás obras, fueron muchísimo más aterrizadas que las posteriores. Todas las cintas de la primera época holandesa trataban temas realistas: estaban basadas en autobiografías, se centraban en personajes reales o en verdaderos problemas sociales. Y eso terminó siendo un problema para Verhoeven en Holanda. Cuando la comisión que otorgaba las becas gubernamentales para la cinematografía cambió hacia una dirección ideológica de izquierda recalcitrante, los jurados decidieron que el cine de Verhoeven era vulgar y decadente y que no mostraba la realidad de los valores morales holandeses.
Maniatado y, por primera vez en su carrera, artísticamente limitado, Verhoeven decidió probar su suerte en Hollywood. Esta separación con su país natal no fue, simplemente física, real y palpable. También significó la entrada a otro reino de ficción. Por primera vez, le ofrecían una película que no había sido escrita por Gerard Soeteman, su habitual guionista. Ya no tenía que escuchar a Soeteman despreciar la ciencia ficción y los cómics como estupideces infantiles. Y Verhoeven recordó su amor por The War of the Worlds (1953), por las historias más extraordinarias de superhéroes, por las invasiones marcianas y los robots impresionantes de las cintas de ciencia ficción de los años cincuenta.
Libre de las ataduras de la realidad, animado por su esposa, Verhoeven aceptó tratar, a finales de los años ochenta, el guión que tantos habían rechazado: una historia distópica sobre un Detroit sumido en la delincuencia, custodiado por un departamento de policía privado y fascistoide que encuentra la salvación en un mesías tecnológico resucitado. En ese mismo año -y esto no es ninguna coincidencia- Verhoeven ingresó al Seminario de Jesús, un grupo de teólogos y académicos que investigan la veracidad histórica de los evangelios. En este cruce mítico constante entre ficción y realidad, Verhoeven hizo su propia versión de un Jesucristo tecnológico.
“No creo que la religión cristiana hubiera tenido el mismo impacto si la muerte de Cristo no hubiera sido tan tortuosa. No voy a comparar a Cristo con Murphy, pero por supuesto que había paralelismos en mi mente. La idea básica era hacer algo sobre un alma humana que es destruída y que resucita. Para una resurrección verdadera, es necesaria una verdadera crucifixión”.
Al estrenar RoboCop y, a pesar de que fue un éxito masivo e inesperado en taquilla, Verhoeven ya no quería hacer ciencia ficción de acción. Todos los guiones que le mandaban eran iguales: Hollywood había entendido que este director de tantos dramas reales tenía el potencial de convertirse en una gallina de tecnológicos huevos de oro. Entre tantos guiones, sin embargo, había algo que resaltaba. Un extraordinario guion escrito por los insignes creadores del Alien de Ridley Scott que adaptaba el cuento corto We Can Remember It for You Wholesale de Philip K. Dick.
La curiosidad de Verhoeven por el guión de Total Recall no era gratuita. Llegaba en un momento de máxima libertad creativa, pero en el que se sentía encasillado en las premisas de acción y ciencia ficción de Hollywood; en el que tenía grandes presupuestos, pero nadie sabía cómo hacer una película tan ambiciosa; llegaba en un momento de máxima reflexión sobre la realidad de un personaje literario como Cristo, por la verdad de la ficción y la ficción de la historia.
En ese justo momento, Total Recall empezó a rodarse y se gestó algo muchísimo más complejo de lo que las taquillas de Hollywood jamás entenderían: en esta película se concentró una reflexión poderosa sobre los sueños de una industria y los mecanismos maníacos que los alimentan. Total Recall es el reconocimiento de Verhoeven hacia Hollywood y, también, una cachetada con guante blanco bajo el lienzo de un cielo azul en un planeta rojo.
¿Los humanos sueñan con planetas azules?
El imaginario de Marte ha cambiado considerablemente con el tiempo. En algún momento, antes de que se conociera verdaderamente la atmósfera, la composición química del suelo y del aire en Marte, se pensaban todo tipo de cosas extraordinarias sobre el planeta rojo. Marte se convirtió, como bien lo señaló Roland Barthes, en el repositorio de un imaginario identitario desdoblado, un lugar terrorífico o esperanzador a medio camino entre Estados Unidos y el desconocido mundo soviético.
“Marte aparece como una Tierra soñada, dotado de alas perfectas, como en cualquier sueño en que se idealiza. Es probable que si desembarcásemos en Marte, tal cual lo hemos construido, allí encontraríamos a la Tierra; y entre esos dos productos de una misma Historia, no sabríamos distinguir cuál es el nuestro”.
En esas descripciones encontramos a los antiguos marcianos de Bradbury extinguidos, como muchos pueblos originarios americanos, por la codicia de los nuevos colonizadores. El Marte de The Martian Chronicles es, además, una tierra exuberante llena de riquezas naturales, cielos azules y enormes vegetales. Marte siempre estuvo moldeado para parecerse a nuestro entorno, para agrandar o disminuir aspectos de nuestro presente desdoblados en un imaginario lleno de referencias.
Ahora mismo, los sueños de colonización de Marte (en particular los propuestos, con absoluta seriedad, por Elon Musk) hablan de terraformar, de cambiar la composición del aire en Marte para lograr crear una atmósfera. La presencia del hombre, finalmente llegando al planeta rojo, significaría la paulatina transformación de lo ajeno, lo imposible, lo inalcanzable, en un nuevo paraje terrestre. No podemos salvar esta tierra, pero crearemos una nueva.
Estos sueños de transformación de Marte son una proyección continua que atraviesa la literatura de ciencia ficción de los años cincuenta hasta las locuras de Elon Musk, pasando, por supuesto, por el imaginario de Paul Verhoeven.
La historia de Philip K. Dick tenía, ciertamente, muchos elementos presentes en la película. De hecho, los primeros veinte minutos de la cinta parecen directamente sacados del cuento. Sin embargo, al final, algo esencial cambia.
Cuando Ronald Shusett, Dan O’Bannon y Gary Goldman, propusieron el famoso tercer acto de Total Recall, los productores se volvieron locos. En particular, Dino de Laurentiis, el poderoso gestor de presupuestos que hizo más de 500 películas de inmensa popularidad nominadas a casi 40 premios Oscar. El incuestionable mandamás del estudio decía que la idea de Marte con cielos azules era demasiado abstracta. ¿Cómo se podría ver en pantalla un acto casi instantáneo de terraformación? ¿Qué significaba esto? Todo parecía demasiado confuso para un público al que, paternalistamente, Hollywood alimentaba con migajas narrativas.
Verhoeven tenía otra idea. No nada más ese tercer acto era absolutamente necesario en la película, sino que se convertiría en el pilar de toda la construcción narrativa. El cielo azul en Marte está presente en los storyboards dibujados por el mismo director y se perfilaba como el centro mismo de la duda. En una película de ciencia ficción, absolutamente descabellada, los cielos azules de Marte nos hacen cuestionar, finalmente, la realidad de lo que vemos.
Justo antes de implantar a Douglas Quaid en Rekall, justo antes de que la película pase a la zona inestable entre sueño y realidad, el más joven técnico de la clínica dice: “Cielos azules en Marte, esto sí es una novedad”. La duda está plantada: ¿Todo lo que pasa a partir de ahí es el sueño comatoso de un hombre lobotomizado o la experiencia real de un espía?
En el cuento de Dick, el asunto está claro: Douglas Quaid no nada más es un espía en realidad, sino que también es el salvador de la humanidad. Su fantasía de ir a Marte y buscar aventura no es un escape de la monotonía de la vida y su fantasía de ser el único salvador de la humanidad, el hombre vivo más importante del mundo, no es solo una fantasía maníaca de megalomanía inconsciente. Ambas cosas son verdad y demuestran que, en el hombre más común, puede existir la vida más excepcional.
Por supuesto, esto entra perfectamente en el pensamiento paranoico de Philip K. Dick y en el corpus de un hombre que escribió también, con profundas dudas identitarias en plena psicodelia americana, A Scanner Darkly y Do Androids Dream of Electric Sheep? Pero Verhoeven llevó las dudas del cuento a un lugar desesperante.
Melina aparece en el sueño de Quaid antes de aparecer en el monitor de Rekall. El psicólogo infiltrado que mandan para atrapar a Quaid suda y revela que, en realidad, están en Marte. Todo parece demasiado convulso para ser un sueño. Todos quieren convencerse de que todo lo que vive Quaid es real y perfectamente posible.
Sin embargo, lo que le prometen en Rekall se cumple: Quaid mata a los villanos, se queda con la chica y salva al planeta. En el fading a blancos del final de la película suena el leitmotif del sueño del score de Jerry Goldsmith, las mismas notas electrónicas que vemos en la pesadilla que abre la película. Se cierra un bucle y, encima de todo, como una gran certeza compleja, están los cielos azules en Marte. Esos cielos azules que le mencionaron a Quaid antes del procedimiento de implantación de memoria.
Si Verhoeven no quiere explicar qué sucede en realidad en la película, si todo parece confundirse voluntariamente para que nadie sepa, al final, si estamos viendo una realidad o un sueño, es porque así la película significa mucho más. El poder real de Total Recall, más allá de su análisis burlón del periodismo americano (cuestión presente en todas las películas estadounidenses de Verhoeven),o de las reflexiones políticas, está en la burla de las ilusiones de Hollywood. Cada quien elige el final que quiera: aquellos que optan por ver el último beso de Melina y Quaid como una fantasía pueden, más allá de elegir un camino muchísimo más sombrío y desesperado, leer un comentario interesante sobre la forma en que forjamos nuestros esquemas narrativos.
El placer de la cinta está en olvidarse, en dejarse ir en las secuencias de acción, en el misterio, en las persecuciones, en la batalla final (con un mini boss y un end boss en necesarios showdowns) para terminar celebrando al héroe de acción que mata a los malos, se queda con la chica y salva al planeta. Este esquema muestra el camino del héroe: un hombre común y corriente, con un trabajo aburrido y una vida gris, descubre que es el elegido para salvar a una civilización. El héroe de las mil máscaras de Campbell, Luke Skywalker y Harry Potter con el físico de Mister Universo.
El trabajo anodino y los compañeros de trabajo impiden que se cumplan sueños extraordinarios. La mujer, en un rol de esposa convencionalmente realizado para ser una fuerza de castración, impide que el hombre, tan creativo y naturalmente libre, cumpla sus sueños. La esposa representa la fuerza que, mientras el hombre sueña en otro planeta, en otras aventuras, en otras mujeres, lo lleva a dejar sus fantasías por la normalidad, a mantenerse, literalmente, con los pies en la tierra.
En la dicotomía entre los personaje de Lori (Sharon Stone) y Melina (Rachel Ticotin) encontramos las diferencias de esta fantasía masturbatoria masculina. Todo está ahí, en las diferencias de personalidad: una práctica, terrenal, seductiva dentro de lo permitido, sin particulares perversiones; la otra mucho más libre, llena de perversiones a la mano, con un carácter fuerte independiente y aventurero. Las diferencias físicas: una es la rubia de la normalidad americana suburbana con la que, literalmente, el personaje de Quaid dice haber “alimentado a su pene”; la otra es la exótica morena de otro planeta que confronta sus banales decisiones sexuales. Y todas estas diferencias se resuelven, en la fantasía de celos, con una pelea entre las dos mujeres de Quaid. Epítome de la fantasía masculina, los dos polos de sumisión y aventura se pelean por el amor del héroe hasta que una bala en la frente de Lori sella la decisión final del deseo masculino.
Esta dicotomía se desarrolla siempre a partir de las elecciones que le dan al personaje de Quaid en Rekall. Decisiones que tiene que hacer honestamente para alimentar esta fantasía. Así, si vemos la película bajo el prisma del sueño, si admitimos la irrealidad de la historia de Quaid, entendemos que su camino narrativo, su victoria sobre los malos, su rescate revolucionario de un planeta y su conquista sexual, no son más que estereotipos hollywoodenses de éxito reproduciéndose naturalmente.
Quaid es el hombre común que sueña con ser importante y el alimento de este sueño son los sueños que vende Hollywood; los sueños de ser, sin saberlo, alguien excepcional destinado a muchas más cosas; de ser el centro de una disputa sexual entre dos fantasías: la de la esposa sumisa -que puede ser amarrada-, y la de la amante exótica de moral relajada y carácter combativo. De ser, finalmente, un símbolo de libertad y bondad moral. Porque aquí el éxito, la conquista de la fama, no pasa nada más con salvar a un planeta, sino con salvarlo de la encarnación absoluta del mal.
Para este hombre cotidiano el mal se manifiesta como una empresa, una corporación maligna que llega a cobrar incluso por el aire que se respira, que no parará en nada para enriquecerse y, por el beneficio propio, para condenar a toda una población. Al regresarles el aire, como Prometeo nos dio el fuego, Quaid se subleva contra lo que lo hace trabajar todos los días y se convierte en el héroe de una revolución que se opone a la normalidad de pagar para respirar y de las estructuras de fuerza fascistas con las que siempre se ha encarnado el mal imaginario la cultura popular americana después de la Segunda Guerra Mundial.
Matar al mal, salvar a los inocentes, transformarse en un ser bondadoso, revelarse contra su personalidad perversa, cumplir la fantasía sexual dicotómica de normalidad y exotismo, converger en el camino del héroe, todo esto se junta en la simple imagen del cielo azul sobre el suelo rojo de marte.
El amor infantil de este director por la ciencia ficción de los años cincuenta puede trazarse a una de las mayores influencias en todo el cine de ciencia ficción americano: la increíble adaptación libre de The Tempest de Shakespeare en Forbidden Planet de 1956. En esa maravillosa cinta, los viajeros interestelares que llegan a Altair IV en una misión de rescate se encuentran con que una milenaria civilización alienígena había logrado construir una máquina formidable que materializaba sus deseos. Con esta herramienta única, la vieja civilización alienígena había logrado cosas impensables, pero también fraguó su destrucción. La máquina no nada más materializó sus deseos más presentes, sino que dio vida a sus deseos inconscientes. Esa máquina, literalmente, crea un monstruo de deseos inconscientes que termina por masacrar a los antiguos alienígenas y que ahora se enfrenta a los exploradores humanos.
La máquina milenaria que cumple sueños se replica, palmo a palmo, en Total Recall. La máquina alienígena que hace que muera el último malo, que salva a Melina y a Quaid y que lo convierte en el Prometeo que trajo el aire y los cielos azules a Marte es por la virtud de lo que logra, también, una máquina que cumple deseos. La cuestión aquí es que también se materializan los sueños inconscientes más perversos en el final feliz de Total Recall. Lo terrible de estos deseos está en lo que significan inconscientemente: si todo esto es un sueño, el hombre común que desea ser un héroe es la representación de un ser megalómano, sexualmente violento y reprimido, con un grave complejo de inferioridad y agresivos deseos de venganza. La imagen del monstruo del id que hizo Forbidden Planet se materializa aquí de forma mucho más sutil pero mucho más específica. La máquina que cumple deseos materializa el final feliz, pero nos muestra las terribles pulsiones que lo alimentan.
La pregunta que parece hacer Verhoeven no es, finalmente, si la aventura de Quaid es real o es ficticia, sino qué queremos nosotros que sea. ¿Qué deseo queremos que se materialice aquí? ¿Y qué soñamos cuando soñamos cielos azules sobre Marte? Tal vez los sueños no son reales, pero lo que los alimenta sin duda lo es. Total Recall funciona tan bien, tantos años después, porque los sueños masturbatorios de conquista masculina siguen siendo exactamente los mismos y seguimos impregnados de esquemas narrativos y míticos de enorme violencia y frustración.
Totall Recall es, así, una maravillosa y cruda construcción de realidad porque nos muestra que los finales felices están llenos de miseria y que, en este mundo o en cualquier ficción, no hay héroes que no tengan las manos manchadas de sangre.