Chile despertó
Lo que está sucediendo
Una evasión masiva. Así comenzó todo. Cientos de personas saltando torniquetes de entrada al metro; evadiendo el saldo de viaje. El aumento de 30 pesos chilenos a la tarifa de Metro en hora pico aparentaba ser otra de las piedras que se sumaba a la espalda del costo de vida en Chile. Si bien este aumento no estaba dirigido ni a estudiantes ni a adultos mayores, la movilización fue encabezada por estudiantes de educación secundaria que cuestionaron la pertinencia de la decisión empresarial que, en promedio, significaría el consumo de casi el 10% del sueldo mínimo en Chile, llamando a una manifestación colectiva que declarara su descontento.
La paralización de metro impidió el traslado de cientos de personas que diariamente lo utilizaban para llegar a sus trabajos o centros de estudio, generando una especie de desacelero en la ciudad de Santiago. En apenas dos días, el caos parecía apoderarse de las calles, un frenesí que tensionaba el ambiente. La gente empezaba a preguntarse cosas, hablaba en las filas para comprar pan, hacía comentarios y publicaciones políticas en redes sociales y se asombraba por la evasión de la tarifa del metro, pero no la cuestionaron.
Carabineros, fuerzas especiales y policía de investigaciones llegaban a todo lugar donde se concentrara algún grupo de manifestantes, lugares en donde social e históricamente era extraño, terrorífico incluso, ver a la policía con carros lanza agua y lacrimógenas.
Dos días.
Eso bastó para que en la tarde del viernes 18 de octubre el presidente, Sebastián Piñera, a través de un comunicado por cadena nacional, anunciara el inicio del Estado de Emergencia debitado por considerar el movimiento como un riesgo para la seguridad ciudadana y del país.
Esta decisión situó un conflicto cargado de furia y violencia generalizada. Todo el país se levantó entre consignas de demanda por injusticias que escuchamos siempre: el sistema de servicio nacional de menores, las administradoras de fondos de pensiones, el sistema de salud pública, la educación desigual.
Circulaba mucha información, pero lo que más esparcía miedo eran los comentarios que aseguraban que los militares se encontraban acuartelados, listos para salir a las calles. Se hicieron bromas, mensajes con información exagerada y sarcástica, y sin darnos cuenta, al día siguiente se ejecutó la orden de toque de queda para la provincia de Santiago, abriendo así, una herida sin sanar que se había cubierto, infectado e intentado cicatrizar sin éxito durante 46 años.
Ahora la reacción de las personas se tradujo en desafiar el toque de queda. En cuanto comenzaba, salíamos a las calles a “cacerolear”, las familias se reunían con vecinos y amigos para expresar de forma pacífica su descontento; poco a poco la demanda desembocó en la exigencia de una nueva constitución. Paralelamente, situaciones de violencia y terror se esparcían a lo largo del país: incendios en las estaciones de Metro y sucursales de grandes tiendas, abusos extremos de uso de fuerza y armas contra manifestantes, detenciones ilegales y arbitrarias.
En menos de una semana se comenzó a hablar de desapariciones bajo circunstancias confusas y muertes a manos de agentes del Estado. La implementación del Estado de Emergencia y toque de queda se esparció hacia otras regiones, y las denuncias iban en aumento a través de videos y publicaciones en redes sociales. El terror se sembró en forma de rabia y poder, creciendo rápido como un shot de adrenalina que se inyectaba con cada foto y video publicado.
Las redes sociales tomaron un rol protagónico y fundamental para la manifestación y conservación de material de denuncia que pudiese resguardar la integridad jurídica de las personas, pero no fue suficiente.
¿Por qué el estallido?
Para comprender la situación sociopolítica de Chile, es necesario retroceder en el tiempo y revisar la historicidad de la exclusión y la desigualdad en América Latina que, bajo la premisa de los trabajadores sociales e investigadores Giannina Muñoz y Cristian Leyton, se basa en un proceso de múltiples dimensiones que perjudica la participación de las personas en la vida económica, social, cultural y política.
Este proceso tiene cuatro cauces principales: el primero nace del trauma colonial y la monopolización de los canales de influencia -es decir, el control de las redes de poder que dan sustento a una sociedad, como empresarios, líderes políticos, miembros de la religión o iglesia dominante, entre otros. Más allá de la violencia, masacre e invasión territorial, este primer cauce abarca también la desposesión y dominación económica de los grupos étnico-raciales, se trata del poder concentrado en el colonizador asumido por las élites criollas y reforzado por regímenes autoritarios heredados en dictaduras o formados durante la transición a la democracia en la época posmoderna.
El segundo corresponde a la fragilidad de los sistemas de bienestar y sus limitaciones. De esta forma se revela la desprotección por parte del Estado en los ámbitos de educación, salud o previsión social, por nombrar algunos. Esta desprotección termina por facilitar la brecha entre quienes puedan acceder de forma privada al bienestar y quienes no.
En tercer lugar se encuentran los déficits de ciudadanía y la debilidad de los sistemas democráticos, refiriéndose a la constitución de los Estado-nación latinoamericanos como un híbrido entre democracia y autoritarismo, y de cómo se ha formado una tradición clientelar que profundiza y refuerza la exclusión de ciertos grupos sociales a la vez que inhibe su ejercicio de ciudadanía.
El cuarto y último cauce hace referencia a las brechas de desigualdad de ingresos, acceso a servicios, al poder, a la influencia, la justicia, entre otros, y de cómo estos altos niveles de desigualdad condicionan la vida política y cultural de los grupos sociales.
A nivel latinoamericano, es posible identificar estas características que originan la exclusión y la desigualdad. Chile, sin embargo, tiene una historia propia y un contexto que le distingue de otros países de la región, debido a una promoción histórica de acumulación de capital, mezclada con componentes de intervención política irrumpida por el proyecto socialista de Salvador Allende, el primer presidente de izquierda electo de forma democrática en América Latina, caracterizado por instaurar un sistema planificador, potenciando la participación ciudadana y el rol empresarial del Estado, disminuyendo el mercado a modo de impulsar la industria propia del país.
El modelo neoliberal comenzaba a apropiarse de los países dominantes y, sin querer, como se dice en Chile, salimos escogidos como el lugar ideal para pilotear las propuestas que este nuevo sistema tenía para ofrecer. En septiembre de 1973 comenzó el golpe militar en donde políticos y ciudadanos con poder e influencia social sintieron la obligación de resguardar “los intereses de la nación” ante las condiciones de emergencia (¿suena conocido?) que se venían dando desde los años 60.
Luego de intervenir en la crisis económica, no había un camino claro que seguir, por lo que se comenzaron a estudiar diversos proyectos que dieran objetivo al régimen. No fue hasta 1975 que los Chicago Boys, un selecto grupo de estudiantes chilenos que obtuvieron conocimientos del economista Milton Friedman representando visiones monetaristas-neoliberales, escribieron un proyecto sólido llamado “El Ladrillo”, que parecía tener la solución a los problemas económicos presentes en Chile.
De esta manera, Chile pasó a adoptar un modelo que se caracterizaba por su liberación extrema de muchos mercados, con un débil rol regulador por parte del Estado y que entregaba aún menos importancia a la política social: un modelo que se implantó con miedo, muerte y desapariciones por 16 años.
Una de las huellas más potentes que dejó el régimen militar fue la Constitución, realizada únicamente por el abogado Jaime Guzmán, caracterizada por ser sumaria, rígida y autoritaria, protectora del libre mercado y con limitaciones de política social acotadas a los sectores de pobreza y extrema pobreza, los marginados y excluidos.
Pero no eran tantos los que se consideraban marginados y excluidos. Chile se convirtió lentamente en una sociedad neoliberal avanzada y triunfante, la mayoría de las fuerzas sociales y políticas habían adoptado el neoliberalismo. Esto se tradujo en chilenos y chilenas -ahora y entonces- políticamente desvinculados, pasivos, disciplinados y enajenados del mercado, quienes adquieren la “membresía de ciudadano” en la medida en que participan dentro del mercado, accediendo a tarjetas de crédito casi instantáneas, servicios privados de alto costo y una vida social dentro de centros comerciales, potenciando el consumo y el endeudamiento de miles de personas.
La acumulación de un estilo de vida consumista, la cantidad de servicios privados de alto costo, la vergüenza de la desprotección del Estado a niños, niñas, adolescentes, adultos mayores y personas con enfermedades complejas, la administración de fondo de pensiones por parte de privados, el trauma colonial reflejado en el conflicto Estado-Mapuche que continúa desde hace más de 200 años, se fueron acumulando, aunándose a una lista inmensa que evidenciaba una bomba de tiempo que, si bien parecía preocuparnos a todos, era ignorada entre reuniones en los Malls y palabras de ánimo cargadas de incertidumbre, molestia y desencanto. Mientras tanto, cada día salía en los noticieros asesinatos de niños y niñas en la red de protección a menores, parejas mayores de edad suicidándose por sentirse una carga para sus familiares por el alto costo que significaba mantenerse con salud, políticos engañando y robando una y otra vez. Nuestras conversaciones se caracterizaban por intentos vanos de darnos ánimo mutuo y desafíos a llevar la pesada mochila que suponían los problemas del país a dondequiera que fuéramos. Y mientras tanto, el tiempo de la bomba seguía corriendo.
¿Qué sucederá ahora?
Es difícil saberlo. Ante la incompetencia de los medios de comunicación hemos elegido el uso excesivo de redes sociales, las cuales se están saturando de realidad, especulación, miedo o empoderamiento, pero una cosa es clara: al salir a la calle la gente sigue hablando del tema, sigue enojada y con nuevas historias de las injusticias sufridas por vivir en un país en donde el Estado no invierte en sus ciudadanos, sino en quienes tienen el poder.
Cesó el toque de queda en menos de una semana, Piñera pidió la renuncia de sus ministros, lo que resultó como una burla a las peticiones demandadas. Se han hecho modificaciones respecto al sueldo mínimo y otras medidas parche que no terminan de cerrar el daño que el neoliberalismo les hizo a las personas, y mientras tanto, las manifestaciones continúan en las calles bajo la represión de carabineros y fuerzas especiales.
Las movilizaciones continuarán porque las personas se están dando cuenta de que pueden hacer algo más que visitar un mall, que pueden abastecerse sin las grandes cadenas de supermercados y que pueden trabajar menos horas siendo igual o más productivos. Continuarán porque las instancias de discusión que podían darse entre amigos, familiares, en las filas de compra y en redes sociales, se está transformando en la convocatoria a cabildos abiertos y asambleas constituyentes en diversas comunidades.
Esta vez es el pueblo hablando por el pueblo.
Si bien el Estado hace lo posible por “volver a la normalidad”, cada vez son más las personas que desean instaurar y se pronuncian por un pacto social que se manifieste en un cambio de constitución porque entienden que volver a la normalidad significaría volver a la vida precaria y desigual, volver a la normalidad sería ignorar a las 232 personas que han sufrido daños oculares por perdigones y las 2.808 personas heridas en hospitales acometidos por carabineros.
Finalmente, Chile ha despertado.